12/11/2012

Austeridad: de las palabras a los hechos




Editorial La Jornada
El gobierno federal anunció ayer una serie de medidas para el uso eficiente, transparente y eficaz de los recursos públicos, y de las acciones de disciplina presupuestaria en el ejercicio del gasto público, entre las que figura una reducción de 5 por ciento a las percepciones de los mandos medios y superiores de la administración pública, la congelación de contrataciones de personal eventual o por honorarios –salvo en casos de incremento no previsto de actividades de alguna dependencia–, la cancelación de puestos homólogos a los de estructura, así como la realización, en cada instancia del gobierno federal, de diagnósticos sobre su estructura orgánica, procesos internos y gastos operativos.

Tales propósitos resultan positivos, en principio, frente a los niveles desmesurados a que ha llegado el gasto corriente del gobierno federal, injustificables en cualquier circunstancia, en especial en la que atraviesa el país actualmente, caracterizada por un crecimiento económico a todas luces insuficiente y por la incapacidad o falta de voluntad del Ejecutivo para cumplir con sus obligaciones básicas hacia la población en materias como seguridad, educación, salud y promoción del desarrollo. A la luz de los resultados puede decirse que en décadas recientes México ha padecido un gobierno desorbitadamente caro y trágicamente ineficiente, y que el presupuesto público, cuyas dimensiones corren parejas con las de la corrupción, lejos de ser un factor para el desarrollo, se ha convertido en uno más de sus obstáculos.

Por otra parte, es pertinente recordar que hace seis años, en los primeros días de diciembre de 2006, Felipe Calderón anunció un recorte de 10 por ciento a los ingresos de los mandos medios y altos del gobierno federal, medida que, ante los dispendios y la frivolidad de su administración, resultó ser mero lucimiento propagandístico de inicio de sexenio. Otro punto de referencia que debe mencionarse es la propuesta formulada en aquel año, y repetida en éste, por Andrés Manuel López Obrador, quien en las respectivas campañas políticas ofreció recortar a la mitad los salarios de los altos funcionarios federales, acción que ya había aplicado en el Gobierno del Distrito Federal entre 2001 y 2005 y que permitió –esa sí– ahorros significativos y mayor eficiencia en la administración capitalina.

Sin duda, el país requiere con urgencia de una política de austeridad, no sólo por razones económicas sino también políticas: el mantenimiento del aparato del Estado recae principalmente en los sectores menos favorecidos y en las clases medias, los cuales han venido enfrentando alzas regulares en los impuestos y las tarifas y han experimentado, en contraste, una caída injustificable en la calidad y la extensión de los servicios gubernamentales. Ello, a la larga, se traduce en irritación y, a fin de cuentas, en estrechamiento de los márgenes de gobernabilidad.

Hay, por añadidura, una razón moral: en sus niveles medio y alto, e incluso sin tomar en cuenta la corrupción, el servicio público se ha convertido en un espacio de privilegio y de acentuación de las intolerables desigualdades sociales que caracterizan al México contemporáneo. Por todos esos motivos, el mero enunciado de medidas de austeridad constituye un signo alentador, aunque resulta necesario pasar de las palabras a los hechos, adoptar medidas que vayan más allá de los propósitos publicitarios y realmente reduzcan el costo del gobierno e incrementen su efectividad y, sobre todo, es preciso que éste haga del ahorro y la racionalidad en el gasto una política para seis años.

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