6/13/2013

Inequidad y deterioro social



Editorial La Jornada

De acuerdo con un análisis del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), al término de la primera década de este siglo la mayoría de la población del país (59.1 por ciento) se ubicó en un estrato social bajo; en contraste, sólo 1.7 por ciento de los habitantes formaba parte de la clase alta. Aunque el objetivo del estudio es, de acuerdo con el propio Inegi, ponderar el avance de la clase media –sector que representa, dice, 39.2 por ciento de los mexicanos–, los resultados comentados demuestran la profunda inequidad que prevalece en la estructura social del país, en la que por cada persona perteneciente a los estratos sociales altos hay una cincuentena de integrantes de la clase baja.

Tras el fin de las luchas armadas del periodo 1910-1917 y hasta la década de los años 70, los sucesivos gobiernos establecieron una serie de principios, instituciones y políticas públicas que tuvieron el papel de mecanismos de redistribución del ingreso y promotores de la movilidad social, entre los que destacaron los derechos constitucionales al trabajo, al salario digno, a la salud y a la educación laica y gratuita; el régimen de economía mixta (con participación privada, estatal y social) y las instituciones de seguridad social. Tales mecanismos, sin embargo, han sido desmantelados como consecuencia de la continuada aplicación un modelo económico depredador e impulsor de las desigualdades; entre sus secuelas más claras se encuentra la pérdida del poder adquisitivo de los salarios, el derrumbe de conquistas laborales y sociales, el desplome de la inversión pública y privada en actividades productivas y la reducción de la participación del Estado en la economía suplantado por la generación de condiciones favorables para los capitales financieros, particularmente los foráneos.

Este retroceso, iniciado en el país entre los sexenios de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas, se profundizó durante las dos administraciones federales panistas, caracterizadas por el estancamiento económico, el déficit de empleo, de educación, el incremento de la pobreza y la insalubridad y la consecuente colocación de la mayoría de la población ante la perspectiva desesperanzadora del estancamiento y el deterioro de sus condiciones de vida. Para colmo, la exasperación generada ante la falta de posibilidades de mejora para la situaciones de pobreza personal y familiar se han comenzado a traducir en escenarios de ingobernabilidad, pérdida de estabilidad política, seguridad pública y paz social.

Es inevitable contrastar la circunstancia nacional presente con la que se vive actualmente en Brasil, país en el que las administraciones de Luis Inazio Lula da Silva y Dilma Rousseff han logrado la creación de unos 17 millones de empleos en los 10 años pasados, y han conseguido, con ello, que en ese periodo más de 30 millones de habitantes pasen de la pobreza a la clase media baja.

Para que nuestro país pueda aspirar a una superación similar de los rezagos en su estructura social es necesario concretar un viraje en la conducción económica, lo que necesariamente incluye, entre otros componentes, una reforma financiera que acote los abusos de las entidades privadas, y de una reforma hacendaria justa y redistributiva que ponga fin a la actual política fiscal de castigo a la pobreza y de exenciones y privilegios para la riqueza.

Por la salud económica del país, es pertinente y necesario sacar el tránsito de los pobres a las clases medias. Ello no podrá lograrse sino a través de la aplicación de mecanismos que restituyan al Estado las capacidades que ha perdido en tanto impulsor del desarrollo económico y la redistribución del ingreso, y que lo obliguen a cumplir con sus potestades constitucionales.

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