12/11/2016

Dulzuras americanas



Carlos Bonfil
La Jornada 

Foto
Fotograma de Dulzura americana, cuarto largometraje 
de la actriz y realizadora británica Andrea Arnold
Dulzura americana (American honey, 2016), cuarto largometraje de la actriz y realizadora británica Andrea Arnold (Fish tank, 2009), translada a Estados Unidos su habitual escrutinio de los comportamientos y manías de jóvenes inadaptados sociales. Con un guión propio y con el ímpetu de explorar, en un road movie estrafalario, las vastas zonas de desempleo y pobreza en el midwest estadunidense, precisamente las regiones que sintiéndose desfavorecidas e ignoradas por las élites del poder en Washington inclinaron sus preferencias electorales hacia los extremos del conservadurismo.
Como señala con perspicacia Pamela Hutchinson en la revista Sight and Sound (noviembre, 2016), a diferencia de road movies tan emblemáticos como Busco mi destino (Easy rider, Dennis Hopper, 1969), lo que ahora explora Dulzura americana no es el rechazo y huida juvenil del sueño americano, sino justamente lo contrario: la asimilación al mismo por medio del engaño y el cinismo como estrategias de supervivencia social.
Cuando la joven texana Star (Sasha Lane, estupenda) conoce en un supermercado al simpático y fanfarrón aventurero Jake (Shia LaBoeuf), decide abandonar su hogar y un precario empleo para seguirlo a él y a su banda de vendedores ambulantes de suscripciones a revistas en un recorrido por los lugares más inhóspitos del llamado cinturón bíblico estadunidense. Seducida primero por el desenfado lúdico y la libertad sexual de los parias juveniles que ahora son su familia de elección, paulatinamente se deja ganar por el desencanto y el hastío al ver el modo amoral en que todos ellos abusan del candor y credulidad de sus clientes ocasionales, o el modo en que ella misma se ha vuelto cómplice de esa conducta, y finalmente al entrar en contacto directo con las realidades más patéticas de ese lado oscuro del sueño americano.
Como en una serie de viñetas contrastadas, se refieren sus diversas visitas a puntos de ese territorio: a un hogar sumido en el abandono, donde dos niños conviven con una madre drogadicta que semeja ya un fantasma; o a la lujosa mansión campestre donde un grupo de ancianos bebedores de mezcal procuran congeniar con la joven vendedora sin adivinar las consecuencias desastrosas del intento; o a su melancólica travesía a bordo de una camioneta con el hombre maduro que, con ánimo paternal, busca olvidar a lado suyo su soledad y sus rutinas de viajero.
El recorrido es largo (casi tres horas en pantalla), salpicado con una selección musical formidable, y con momentos de gran lirismo en la fotografía de Robbie Ryan, pero lo esencial del relato es el registro de la inocencia de la joven Star, quien en definitiva elige el bando de los auténticos desheredados sociales y rechaza con fuerza la insensibilidad y abulia de sus jóvenes compañeros de viaje. Una revuelta intimista muy a contracorriente del ánimo socarrón y cínico que hoy prevalece en amplios sectores de esa Unión Americana.
En un registro distinto, el primer largometraje como director del actor británico Ewan Mc Gregor, El fin del sueño americano (American pastoral, 2016), basado en la novela homónima de Philip Roth, captura a su vez las desventuras de otro tipo de inocencia, esta vez la del protagonista Seymour, el Sueco (el propio Mac Gregor), hombre de negocios que, en la Nueva Jersey de los años 60, y en una época de activismo juvenil izquierdista y violentos conflictos raciales, asiste perplejo al agrio radicalismo político de Merry, su hija adolescente. Las certidumbres morales del padre exitoso y liberal, dueño de una fábrica cuyo personal es mayoritariamente negro, se resquebrajan penosamente al no poder lidiar ni dialogar con la hija intransigente que ha elegido el terrorismo como única vía de ventilar su rabia en contra de un sistema del cual es, muy a pesar suyo, un miembro privilegiado. El frenesí verbal de Merry se da en irónico contraste con su condición congénita de tartamuda. Cuando la joven participa en un atentado con explosivos, su espíritu iconoclasta se transforma en una conducta criminal, y de ahí sigue un desvarío total que arrastra también a su familia. Philip Roth plasma con maestría esta visión ácida de la sociedad estadunidense y sus contradicciones morales, en tanto un Ewan Mc Gregor, fascinado y apabullado tal vez por un material tan perturbador, lo transforma en un melodrama social ciertamente interesante, pero de intensidad muy baja y con derivaciones harto convencionales.
Si estas dos propuestas fílmicas no convencieran al lector, siempre podrá hoy disfrutar, de nuevo o por primera vez, del sarcasmo muy visionario de Stanley Kubrick en Doctor Insólito o cómo aprendí a no preocuparme y amar la bomba (Dr. Strangelove…, 1964). En materia de dulzuras americanas, sigue habiendo material de sobra en la Cineteca Nacional y en la cartelera.
Twitter: @Carlos.Bonfil1

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