8/29/2020

Mujer que sabe latín



María Teresa Priego

Una lámpara que falla. Una descarga eléctrica. La residencia de la Embajadora de México en Israel. 7 de agosto de 1974. La escritora Rosario Castellanos murió a los 49 años. Era en ese momento profesora en la Universidad Hebrea de Jerusalén. La embajadora Castellanos fue trasladada a México y enterrada en la Rotonda de las Personas Ilustres, su escritura la había colocado en el centro de la literatura mexicana. Su fuerza de imparable desvalida. La noticia con su foto apareció en el periódico Excélsior. Un golpe al corazón de sus lectores, quizá, muy particularmente, de sus lectoras. La inolvidable niña sin nombre de Balún Canán. La de los abandonos y los desamparos. La hermana mayor del hermanito muerto. La que tuvo el mal gusto de nacer niña y de mantenerse viva. La que escuchó el reproche en la voz misma de la madre: ¿por qué el varón y no ella?
Anda, sobrevive después de eso. "Cuando llegué a casa busqué un lápiz. Y con mi letra inhábil, torpe, fui escribiendo el nombre de Mario. Mario, en los ladrillos del jardín, Mario en las paredes del corredor. Mario en las páginas de mis cuadernos. Porque Mario está lejos. Y yo quisiera pedirle perdón".  Y, pidió tantas veces perdón Rosario Castellanos, y esa fragilidad y ese remordimiento tan injustos con ella misma, fueron su detonador, su tortura, su volcán interior que tomó por los cabellos a la lengua. Esa Rosario roída por la culpa que encontramos en sus "Cartas a Ricardo". Como si pidiera permiso para vivir. Y, sin embargo, vaya que vivió. Vaya que escribió sin parar. Vaya que nos legó la profundidad de sus experiencias y de sus mundos. Una infancia en Comitán, Chiapas en los años treinta. El abismo entre indígenas y mestizos, entre hombres y mujeres, esas diferencias irreconciliables que en su cotidianidad se entrecruzan. Porque a la niña "privilegiada", la ama su nana. 
Rosario Castellanos no aceptó la clasificación de algunas de sus obras como novela "indigenista", quizá porque no deseaba etiqueta alguna (además de todas aquellas con las que ya había tenido que cargar como mujer y como escritora), pero quizá también porque decir "indigenismo" marca una distancia , como si los indígenas se convirtieran en "objeto de estudio". Balún Canán es una novela autobiográfica que narra el entrecruzamiento de dos mundos. Y, esos dos mundos de distinta manera fueron suyos. La voz de la niña. La voz del narrador. Lo privado. Lo público. La historia íntima.  
"Mi nana me lleva de la mano por la calle...". Su nana la llevó de la mano por la vida. Esa manita extendida que la madre no pudo, no supo ver. Por un lado, la pertenencia a una clase social dominante y despótica que da por hecho el "orden" de su mundo, por otro lado, los arrullos de su nana. Su magia. Las pertenencias de la ternura. Crecen los murmullos contra ese orden social a punto de estallar, al que los terratenientes se aferran a cuatro manos. Nada puede moverse. Nada puede cambiar. Los destinos de las mujeres son dramáticos. Sus vidas tan decretadas, tan repetidas. Sí, se le llamaba "destino" a aquella imposibilidad de concebir: "Otra manera de ser humano y libre/ otra manera de ser". Todo parecía estar dicho. 
Rosario llegó a la Ciudad de México a los 17 años. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras en la UNAM. Se hizo amiga de Emilio Carballido, Jaime Sabines, Luisa Josefina Hernández. Cuando les narraba su infancia en Comitán, insistían para que escribiera una novela. Su escritura autobiográfica, tanto en la narrativa como en la poesía es un acto de rebeldía continua. Perturba. Duele. Desacomoda. La niña sin nombre. La nana sin nombre. La violencia naturalizada que las arrincona. También a la madre, a fin de cuentas. También a esa voz que se apaga cuando el hijo muere. Cuando muere el "heredero" del padre. Los amos. Los indígenas. Las mujeres.
En su texto: "Rosario Castellanos, crítica de la violencia. Una aproximación", la escritora Lucía Melgar nos ofrece un análisis entrañable: "Las desgarraduras, el mutismo, el balbuceo se derivan de una circunstancia de subalternidad, de la primaci´a de un lenguaje que impone jerarqui´as, sellos, ordenes, de un uso del lenguaje que encasilla a dominantes y dominados en mundos ajenos cuyos límites ninguno ha de transgredir". La "transgresión" en la vida y en la escritura de Rosario Castellanos es una elección y un a pesar suyo. A la niña le duele el orden del mundo. No encaja. No encuentra su lugar en esa familia de terratenientes a la que pertenece menos que su hermano. Así nada más, porque es una niña.
El universo entero la excluye en la ceguera de la madre y del padre. La escritura cotidiana otorga la ilusión de una existencia. Crea una existencia. Sostiene una vida. Un aniversario más de su muerte. Regresar a la hacienda de los Arguello en Chactajal. El tzeltal y la lengua de Castilla. Ese remoto sur mexicano. "¿Por qué escribo?...  "Escribo porque yo, un día, adolescente,/ me incliné ante un espejo y no había nadie./ ¿se da cuenta?. El vacío. Y junto a mi los otros chorreaban importancia".
"Ciudad Real", "Oficio de tinieblas", "Los convidados de agosto", "Álbum de familia". Su poesía. Sus ensayos. Vuelvo al "Recado" que le escribió su amigo Jaime Sabines tras su muerte y que la describe con tan dulce exactitud: "...Retonta por desvalida, por inerme,/ por estar ofreciendo tu canasta de frutas a/ los árboles... Retonta, rechayito, remadre de tu hijo y de/ ti misma/... Huérfana y sola como en las novelas,/presumiendo de tigre, ratoncito..."
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