2/18/2011

A cinco años de Pasta de Conchos



Luis Arriaga Valenzuela


El rescate de 33 mineros chilenos en octubre de 2010 produjo comparaciones incómodas para el gobierno mexicano respecto del largo camino que han debido recorrer, para acceder a la justicia, los familiares de los 65 mineros que perdieron la vida en el siniestro de la mina ocho de Pasta de Conchos, perteneciente a la empresa Grupo México.
Funcionarios que tomaron la decisión de suspender el rescate expusieron sus argumentos. Invocaron razones técnicas para justificar actos cuestionables. A su vez, los familiares de las víctimas explicaron que la diferencia fundamental entre el caso chileno y el mexicano no responde a razones técnicas sino a opciones políticas.

Desde que ocurrió el siniestro, evitable si los órganos gubernamentales habilitados para garantizar la seguridad en las minas de carbón estuvieran al servicio del Estado de derecho, el gobierno mexicano ha acumulado errores. Ha exhibido una falta de voluntad que hasta el día de hoy ha imposibilitado satisfacer la exigencia constante de los deudos: el rescate de los cuerpos de los 63 mineros para poderlos sepultar de una forma digna.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) concedió la razón a los familiares de los mineros. Responsabilizó al gobierno mexicano por su negligencia en la muerte de los mineros en Pasta de Conchos. Ante diversas instancias se ha denunciado con insistencia que los hechos no fueron un “accidente”, sino el resultado de la forma en que opera la minería del carbón, regida por el afán empresarial de maximizar la ganancia y bendecida por la complacencia gubernamental.

Este caso, en el que no han sido señalados —ya no se diga sancionados penalmente— responsables, se suma a la lista de acontecimientos en los que pese a existir un sinfín de violaciones de derechos humanos, la responsabilidad parece atribuirse a circunstancias fortuitas. Esta suerte de pensamiento mágico nutre la impunidad. Sin embargo, sí hay responsables, porque en última instancia corresponde al Estado mexicano salvaguardar los derechos humanos de quienes residen en el territorio nacional. Por lo tanto, es posible investigar, señalar, consignar y sancionar a quienes han tomado decisiones que han tenido desenlaces graves. Si es cierto que se desea contener la criminalidad, ésta debe erradicarse en primer lugar del ámbito gubernamental.

A la falta de voluntad para esclarecer los hechos y favorecer el derecho de los familiares para acceder a la justicia, se agrega la falta de cumplimiento gubernamental para responder a sus obligaciones internacionales. Organizaciones que acompañan la legítima demanda de los familiares, presentaron en febrero de 2010 una petición ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para que admitiera el caso. Entre sus argumentos señalaron que pese a no haberse agotado las instancias internas, la dilación con que se ha procedido y la falta de resultados justificaba la intervención de dicha instancia.

En hecho poco común, meses después, el mismo órgano interamericano notificó que la petición había sido trasladada al Estado mexicano para que respondiera en un plazo de dos meses. La oportunidad era magnífica para que los funcionarios mexicanos dieran una muestra de su voluntad para proteger los derechos humanos. Sin embargo, el Estado solicitó una prórroga. El plazo para que el Estado mexicano responda, de acuerdo con el reglamento de la Comisión Interamericana, ha fenecido. De su silencio —porque hasta el momento no se ha notificado de ninguna contestación— solamente se puede concluir que no existe disposición alguna, ni argumentos sólidos, en las instituciones del Estado mexicano ante las exigencias de justicia por el caso Pasta de Conchos. El incumplimiento, no es exclusivo del caso que nos ocupa.

Persiste una demanda particular, legítima y justa: el rescate de los restos de 63 mineros. Sin embargo, los alcances de las acciones emprendidas por los familiares van más allá de esa solicitud. Se trata de regular la práctica de las empresas mineras que operan en la región carbonífera del estado de Coahuila para exigir que cumplan con las normas básicas de seguridad laboral. Más aún, en el fondo se trata de combatir la impunidad que hoy constituye el modus operandi en la relación existente entre las empresas mineras y los funcionarios gubernamentales. De esto es prueba suficiente el hecho de que, después de la explosión del 19 de febrero de 2006, han muerto 43 mineros más debido a la falta de aplicación de las normas referentes a la minería del carbón.

Director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, AC

La lucha de la CRAC contra la maldición minera

Gilberto López y Rivas

La peor tragedia que pueda ocurrir para un pueblo indígena, mayor incluso que un desastre natural o la presencia de la delincuencia organizada, es que una corporación minera adquiera una concesión para explotar una mina en su territorio. Esta es precisamente la amenaza que se cierne sobre los pueblos indígenas del estado de Guerrero que forman parte de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC).

No han sido suficientes los esfuerzos de la CRAC por mantener en la Montaña y regiones de la Costa Chica un eficiente, reducativo y no corrupto sistema de administración de justicia, así como una de las incidencias de delito más bajas del país mediante una Policía Comunitaria que obedece el mandato de los pueblos de donde son originarios sus integrantes, a la par que ha salvaguardado su autonomía frente a intentos por cooptar y/o criminalizar a la organización. Ahora tiene que enfrentar una difícil lucha que se inició en noviembre pasado, cuando en sus oficinas de San Luis Acatlán, de la Costa Chica guerrerense, se presentaron tres personeros de la minera Hochschild, de capital británico, para notificarles que durante los días subsecuentes un helicóptero al servicio de la empresa estaría realizando vuelos exploratorios por toda la zona a no más de 35 metros de altura.

Estos tres emisarios del apocalipsis se ampararon con la copia fotostática de un documento donde se afirma que esta corporación cuenta, desde el 21 de octubre 2010, con el permiso de las autoridades mexicanas para realizar esas operaciones, avalado por una obsecuente y desconocida Dirección General de Geografía y Medio Ambiente del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).

Carlos A. Rodríguez Wallenius, investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, sustenta que las prácticas y marcos de actuación de las empresas mineras son fundamentales para entender el modelo de acumulación por desposesión, como un mecanismo de explotación del capital que se basa en la privatización de los bienes públicos y el despojo de recursos comunitarios (Empresas mineras, apropiación territorial y resistencia campesina en México, octavo Congreso Latinoamericano de Sociología Rural, Brasil, 2010). Este investigador sostiene que la contrarreforma salinista al artículo 27 constitucional y la Ley Agraria en 1992, los cambios sustanciales a la Ley Minera en 1993, así como la puesta en marcha del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994, permitieron abrir discrecionalmente el sector minero a las empresas extranjeras, otorgar preferencia a sus exploraciones, explotaciones y beneficios (¡que de manera inaudita se consideran de utilidad pública!) sobre cualquier otro uso del suelo, incrementar la duración de las concesiones a 50 años y prestar todo tipo de facilidades en tiempo y forma para adueñarse de grandes cantidades de hectáreas de territorio, literalmente robadas a las comunidades indígenas y campesinas del país, ¡en una superficie que constituye, además, 12 por ciento del territorio nacional!

En el ámbito mundial, los datos empíricos demuestran que las compañías mineras –como las que buscan apoderarse de más tierras indígenas en Guerrero– dejan una secuela de millones de toneladas de tierra y rocas removidas en extensas áreas de operación, con la consecuente destrucción del hábitat y deterioro del entorno social: contaminan ríos, presas y drenajes con sustancias venenosas o sumamente tóxicas; acaparan el agua; explotan a sus trabajadores y los exponen a condiciones de riesgo extremo; apoyan a regímenes antidemocráticos o gobiernos colaboracionistas –como el de México–, contratan incluso matones y grupos paramilitares para enfrentar a sus opositores y organizan poderosos grupos de presión (llamados con el eufemismo anglicista de lobbies) que actúan en los parlamentos sobornando, comprando conciencias, hasta de congresistas de la izquierda institucionalizada, para que apoyen sus negocios en el país o proyectos que los benefician, como el del complejo hidroeléctrico de Belo Monte, en Brasil. Todo ello, a cambio de los escasísimos ingresos que reciben los pobladores de los territorios explotados (1.3 a 2.9 por ciento, entre rentas y apoyos, cuando los reciben), que llegan a ser convencidos para otorgar los permisos con engaños, por la necesidad imperante y la corrupción de líderes o caciques que se prestan para servir de amanuenses nativos de las corporaciones, en su mayoría canadienses (77 por ciento del total en México). Este factor es importante: la CRAC debe lograr la unidad de todos los pueblos, pues las mineras son expertas en provocar divisiones comunitarias y agravar conflictos agrarios para vencer voluntades y abrir los territorios a su acción destructiva. La única defensa frente a la amenaza minera es la organización, movilización y fortalecimiento de la autonomía de las comunidades indígenas-campesinas afectadas. No hay que esperar algún tipo de defensa o protección del gobierno mexicano en los diversos ámbitos de autoridad. Rompiendo récords en cuanto a apertura a la inversión extranjera, México es tal vez el país en el mundo en donde es más fácil obtener una concesión minera. Es más, si en 90 días el Instituto Nacional de Ecología no responde a la solicitud de concesión con su informe de impacto ambiental, se da por otorgada la licencia. En comparación, en Estados Unidos y Canadá, los trámites de concesión tardan entre cinco y ocho años.

A 15 años de los acuerdos de San Andrés, la sociedad civil debe apoyar a los pueblos de la Montaña-Costa Chica de Guerrero y a la CRAC en su lucha contra la pretensión minera de apropiarse de su territorio, base material de las resistencias que debe ser defendida, reflejo de las aspiraciones de futuro de quienes viven con la naturaleza, y no a costa de ella.

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