8/20/2017

Mar de Historias : Forros y márgenes



Cristina Pacheco
Aunque sé cuánto le gustaba su trabajo en la escuela, ya no tengo esperanzas de que Úrsula acceda a retomarlo. Hace un rato, cuando le pedí que lo hiciera, se sorprendió mucho. Le resultaba increíble que ninguna de las personas que la habían sustituido a lo largo de su ausencia hubiera sido capaz de ser buena conserje. Era su puesto. Renunció a él, hace ya ocho años, cuando se juntó con Adalberto. Él no quiso que vivieran en el departamentito que está al fondo de la escuela. Prefirió traer a Úrsula a la casa que había sido de su madre y ahora es suya. Si no la ocupan es muy posible que la invadan gentes de otras colonias.
Úrsula me había llamado varias veces a la escuela para invitarme a visitarla. Siempre tuve la intención de hacerlo, pero hasta hoy pude venir, no sólo por el gusto de ver a quien considero una amiga, sino también para pedirle que volviera a su puesto. El lunes comienza el nuevo ciclo escolar. Sarita, la conserje que teníamos, abandonó el trabajo porque su embarazo es de alto riesgo. Necesitamos, ¡pero ya!, quien vigile la puerta y reciba a los niños el primer día de clases.
II
La casa de Úrsula es de tabicón blanco, los techos de lámina acanalada y aún no pasa de ser una obra negra. La rodean infinidad de construcciones idénticas, algunas de dos plantas, pero otras de tal modo precarias que el techo o las paredes están hechos con la propaganda de los partidos políticos que visitan la zona en época de campaña. En sus azoteas abundan los desperdicios; de un lado a otro corren lazos con ropa puesta al sol que, mecida por el viento, da la inevitable impresión de ser cuerpos muertos, balanceándose.
La charla con Úrsula fue breve. Había quedado de reunirse con Adalberto en la megaplaza al otro lado de las torres, para comprar a Tadeo y Napoleón los útiles faltantes y algo de ropa. Por su entusiasmo entendí cuánto la emocionaba que sus hijos estuvieran a punto de volver a la escuela. Confía en que puedan seguir adelante, por lo menos hasta la secundaria. Ella tuvo que dejar sus estudios cuando iba en tercero de primaria: su mamá necesitaba que la ayudara a vender en los tianguis la ropa usada que conseguía en el tiradero de Neza.
A partir de que renunció al puesto de conserje, Úrsula retomó el negocio que conocía desde pequeña. Me aseguró que no le va mal; hay semanas que saca hasta cuatrocientos pesos. Le hice notar que era mucho menos de lo que ganaría si volviera a su puesto en la escuela; con la ventaja adicional de poder instalarse, como antes, en el departamentito al fondo de la escuela. Cuando Úrsula llegó a ocuparlo, colgó en su ventana una lata con una siempreviva. Luego fue agregando otras plantas hasta que todo el frente quedó completamente verde. Una maravilla.
Se lo recordé y ella pensó también en los frascos en donde metía los insectos que encontraba en los matorrales alrededor de la escuela. Ya no existen. En su lugar hay bloques de casas tan reducidas que parecen de juguete. Lamentó el cambio. Le dije que en compensación de esa pérdida ya hay combis que pasan a tres cuadras de la escuela. Adalberto podría ir y regresar con facilidad a la refaccionaria en donde trabaja. Esa ventaja le costaría diario tres horas de viaje en Metro y combis, y 48 pesos en pasajes. ¿Se imagina qué gastos? Entendí su argumento y no encontré ninguno capaz de rebatirlo, así que procuré que habláramos de otras cosas.
III
Úrsula me preguntó por los maestros. Le dije que seguían con nosotros la señorita Garfias, miss Laura y miss Raquel, pero que el maestro Julio (tan guapo, dijo) y don César, el profesor de quinto, se habían ido: uno por edad y el otro no sabíamos por qué motivos.
Úrsula dejó de ponerme atención y se puso a ver mi reloj con insistencia: una manera discreta de recordarme su compromiso con Adalberto. Si hoy no hacían la compra de ropa, pero sobre todo de útiles, no iba a alcanzarles el tiempo para forrar cuadernos y hacer márgenes –fallas por las que tal vez les prohibirían a sus hijos la permanencia en el salón de clases. Me despedí con la promesa de volver. Úrsula se ofreció a acompañarme hasta la avenida en donde está la base de combis. Dudaba de que, sin una conocedora del terreno, pudiera llegar sola hasta allá.
Mientras caminábamos por las veredas (siempre a punto de ser asfaltadas, me dijo Úrsula) le pregunté si era feliz. Creyó que me refería a su vida sentimental y me aclaró que Adalberto era un hombre bueno, trabajador y considerado con ella. Corregí: Me refería a esta colonia. Respondió que aunque faltaban el alumbrado eléctrico y el drenaje, era agradable vivir allí porque el cielo siempre está limpio y entre las yerbas silvestres todo el año brotan lindas flores amarillas y azules. Además, tiene muchas amigas con quienes, los domingos, sale a jugar futbol en la cancha –un terraplén inmenso, sin redes– que dos veces al año sirve como pista de baile.
El motor de
un avión la hizo levantar los ojos y quedarse mirándolo hasta que se convirtió en un punto blanco. Entonces Úrsula me dijo que su sueño era, alguna vez, poder subirse a uno que los llevara, a ella y a su familia, al mar. Me dio un abrazo rápido y se fue. Pronto se perdió en la grisura del paisaje saturado de casas idénticas a la suya: de tabicón gris, inconclusas, precarias y que también abrigan esperanzas.

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