9/08/2017

A 170 años de la ocupación militar estadunidense de la ciudad de México



Gilberto López y Rivas
La Jornada 
Este 14 de septiembre se cumplirán 170 años de un hecho tan oprobioso como desconocido en la historia de nuestra patria, cuando un destacamento de avanzada de soldados estadunidenses, a las órdenes del general John Quitman, se posesiona de Palacio Nacional, en las primeras horas de la mañana, y enarbola en su astil central la bandera de las barras y estrellas, después de que, según Guillermo Prieto, un disparo solitario había segado la vida del primer soldado enemigo que había intentado izar el pabellón extranjero. (Memorias de mis tiempos, Editorial Patria, México, 1948, T.II, p. 173) Alrededor de las nueve de la mañana del mismo día, las tropas enemigas en su conjunto hacen su entrada al centro de la ciudad. A la vista de la soldadesca, de los considerados ya en 1824 por el general mexicano José María Tornel, como barbaros del norte, el pueblo comienza a reunirse en grupos y a organizarse espontáneamente: de balcones, azoteas, bocacalles y plazuelas, parten los primeros disparos contra la vanguardia del general William J. Worth, iniciándose una resistencia desesperada de los patriotas mexicanos que debía durar hasta la noche del día siguiente.
La mayoría de las fuentes bibliográficas estadunidenses, repitiendo lo sostenido por el general en jefe Winfield Scott en su informe al secretario de Guerra de su país del 18 de septiembre de 1847, afirma que la resistencia popular que se inició el 14 de septiembre, fue obra de los leperos y de convictos excarcelados por las autoridades mexicanas, mientras numerosos testimonios de autores mexicanos refutan semejante infundio. José María Roa Bárcenas, en su libro Recuerdos de la invasión norteamericana (1846-1848), por un joven de entonces, afirma que: “posible y probable, en momentos de confusión y desorden, se evadieron algunos criminales, creíble es que hayan tratado de ponerse en salvo antes que pelear con el extranjero. Lo cierto es que las nuevas hostilidades provinieron de la parte resuelta y belicosa del vecindario…” (Edición de 1887, tomo III, p. 141). El relato de un testigo y participante activo de los hechos de estos dos días, contradice también la versión de Scott: Vi corriendo en tropel por la calle, con dirección a la esquina de la Amargura, un pelotón de hombres armados y a cuya cabeza iba un fraile, montado en un brioso caballo, con sus hábitos arremangados y sosteniendo en sus manos nuestro pabellón de las Tres Garantías. El fraile influía aliento e inspiraba entusiasmo a los gritos de ¡Viva México y mueran los yanquis! Así es que los hombres que en el zaguán había, abandonaron éste para unirse al grupo de patriotas, y yo con ellos. (Citado por Guillermo Vigil y Robles. La invasión de México por los Estados Unidos en los años 1846-1847-1848. México, 1923, p. 78) El mismo testigo sigue narrando: Un cuerpo de la división Worth que se había posesionado del edificio de Minería fue hostilizado desde las azoteas del hospital y torres del templo de San Andrés. Los proyectiles de los mexicanos se cruzaban sin cesar con los de los invasores, y cuando estos avanzaban hasta ponerse bajo los muros de los edificios recibían una lluvia de piedras, macetas y cuantos objetos hallaban a mano los defensores, quienes eran individuos del cuerpo de Guardia Nacional Hidalgo, algunos practicantes que, andando el tiempo, fueron médicos distinguidos. (Ibíd., p. 79) Naturalmente, para el jefe de un ejército extranjero que lleva adelante una guerra de agresión y conquista, es necesario denigrar la resistencia popular que encuentra a su paso. Scott no fue una excepción, como no lo fue su conducta brutal en la represión de este movimiento de pobladores de la Ciudad de México. La desigual contienda se prolonga por horas, cayendo numerosas víctimas por parte del pueblo; se combate con entusiasmo aunque sin plan, sin orden, sin auxilio, sin ningún elemento que prometiera un buen resultado; pero lucha sin embargo, terrible y digna de memoria. El ejército de Estados Unidos responde a esta postrer resistencia popular con métodos que casi un siglo después serían de uso familiar para las tropas nazis que suprimieron las insurrecciones populares de muchas ciudades de Europa: se ordena derribar con artillería la casa de donde se dispare un tiro y dar muerte a todos sus habitantes, se fusila a los patriotas en el terreno de lucha, se irrumpe en las casa derribando puertas y se asesina a familias enteras. En la mañana del día 15 de septiembre, cuando toda resistencia parecía haber terminado, se reinician los combates por toda la ciudad y se realizan nuevos actos de represión, jurando Scott, esta vez, con volar la manzana desde la cual fuera disparado un tiro contra sus tropas. Al caer la tarde, agotadas las municiones, con cientos de bajas y heridos, sin esperanza de auxilio por parte del ejército regular mexicano, que había abandonado a su suerte a los habitantes de la ciudad en la noche del 13 de septiembre, la espontánea insurrección popular termina, ante la superioridad de la respuesta enemiga, lo insostenible de la situación y el desmoralizador espectáculo de la colaboración abierta con los invasores del ayuntamiento de la ciudad y los sectores acomodados que se habían opuesto activamente a la insurrección. Como ocurrió a lo largo de esta guerra de conquista, la clase dominante mexicana traicionó el denodado aliento supremo del pueblo por dejar constancia ante las generaciones que vendrían, de que la capital de un país débil y dividido había caído frente a la agresión extranjera, sólo a costa de quienes habían sacrificado sus vidas por defenderla.
¿Cuál puede ser el interés en recordar este episodio de resistencia popular, intencionalmente olvidado por la historiografía oficial? El tema es trascendente no sólo porque es necesario fortalecer nuestra conciencia nacional a partir del estudio de nuestra historia, sin distorsiones de clase, particularmente, el análisis de lo que para los mexicanos ha significado y significa el imperialismo estadunidense, ya que las condiciones del conflicto histórico entre México y Estados Unidos siguen vigentes. También, porque, hoy como ayer, la clase dominante traiciona el interés nacional frente a Estados Unidos. Los colaboracionistas de ayer se dan la mano con los colaboracionistas de hoy.
¿No será que la bandera de las barras y estrellas ondea nuevamente en Palacio Nacional, y el fantasma encarnado de Antonio López de Santa A
nna recorre sus oficinas, salones y balcones?

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