7/10/2010

Elecciones

Porfirio Muñoz Ledo

Selva sin ley

La evaluación de las elecciones del domingo anterior no podía ser más dispar. Para unos fue el rescate del vigor ciudadano y de su capacidad para demoler caudillismos locales; para otros el colmo de la confusión ideológica y del pragmatismo exacerbado y para los más sagaces el comienzo de una guerra sin cuartel y sin pautas legales para apoderarse de los espacios políticos con rumbo al 2012. Pobre celebración del bicentenario que más parece confirmar el fin de una época que anunciar el advenimiento de otra nueva.

Los tiempos políticos se han precipitado. Convendría un diagnóstico sereno que permitiera adivinar su sentido. Lo más saliente es la “deconstrucción” de la normatividad electoral que habíamos impulsado durante quince años. Si se investigaran las violaciones al libre juego democrático cometidas en esta ocasión, muy probablemente resultarían mayores que las del 2006, porque fueron cometidas por casi todos los contendientes y a nadie parecen importarle.

Las relaciones entre los actores políticos están fracturadas y la competencia salvaje muy pronto dividirá entre ellos a los de cada bando, sin que tampoco medien estrategias ni reglas convenidas para dirimir las controversias internas. En ausencia de programas e identidades definidas, los comicios han sido el despliegue del sonido y la furia. Son elocuentes los vacíos constitucionales y la orfandad ideológica que dejó una transición catastrófica. La “espiral de descomposición”, como la llama Woldenberg.

El imperio de los poderes fácticos va en ascenso al punto que, cualesquiera que sean los ganadores formales, se verán fortalecidos. Es difícil concebir una salida pacífica a la crisis sin una sucesión de acuerdos políticos transparentes que restauren la legalidad electoral y sin reformas básicas que reordenen el funcionamiento de las instituciones. Es inescapable un nuevo consenso nacional sobre seguridad pública que haga posible el ejercicio interno y externo de la soberanía.

A pesar de que se pospuso la “postración de Calderón”, éste carece de la autonomía y la voluntad para convocar a un cambio verdadero. El Congreso ha entrado en parálisis cercana a la catalepsia. Una sola ley aprobada en lo que lleva la legislatura. Las cámaras se rebotan los proyectos porque las alianzas son distintas en cada una y todavía no aciertan a definir la agenda del próximo período. Exhibidos y rotos los acuerdos clandestinos, los ingresos fiscales y el presupuesto serán infértil campo de batalla.

Mueven a vergüenza las contiendas arqueológicas de gladiadores sobre un páramo de desposeídos. Quitar del poder al adversario no implica la democratización de la vida pública, sino la reafirmación contumaz de la feudalidad y la rotación de fueros y privilegios. Una suma de victorias electorales tampoco conduce a la movilización social que requiere la modificación del rumbo del país. Como en toda circunstancia grave es necesario explorar vías más radicales para trascender esta “era de estancamiento continuo”.

Así califica la situación nacional un excelente texto del Instituto de Estudios sobre la Transición Democrática. Describe los “efectos distorsionantes asociados” que determinan las últimas tres décadas: pobreza indisoluble, polarización social, migración masiva, multiplicación de la informalidad, cancelación de la movilidad social. En el trasfondo: la carencia de un “Estado social y democrático, garante de los derechos fundamentales de los mexicanos”. Sus propuestas: equidad y parlamentarismo.

Sugieren superar el modelo económico vigente y colocar en el centro el reparto del ingreso y un paradigma orientado a la justicia distributiva. En lo político, sostienen el imperativo de reemplazar el régimen presidencial por el parlamentario. Evitar el retroceso autoritario que representaría disminuir el contrapeso del Congreso e instaurar gobiernos de coalición inexplorados hasta ahora.
Reformas capitales que exigen abatir rutinas mentales y desafiar con determinación los intereses creados. No escapará a los autores que para emprender esos y otros cambios colaterales es menester un sacudimiento mayor de las conciencias que conduzca a un proceso constituyente y a una genuina refundación de la República.

Diputado federal (PT)

En el centro, la ciudadanía

Gustavo Gordillo

Los resultados electorales son polimorfos. Admiten diversas interpretaciones, pero al menos tres cosas son claras. Primero, el sistema de partidos políticos es crecientemente disfuncional frente a los requerimientos que demandan las crisis económica y de seguridad. Abrir la representación política y generar un marco normativo para los partidos es un requisito vital para el momento actual. Segundo, es necesario revisar el uso de los recursos públicos, que de manera ilegal se canalizan durante los procesos electorales. La transparencia y la rendición de cuentas deben tener expresiones precisas normativas en lo federal, estatal y municipal. Tercero, es necesario tomar en serio la participación ciudadana, que por manifestarse hasta ahora de manera fragmentada no está recibiendo la atención debida por las elites políticas. Cada vez más grupos de ciudadanos se expresan a través de movilizaciones, protestas y participación electoral en contra de los abusos, los privilegios indebidos y la impunidad. Los triunfos aliancistas en Puebla y Oaxaca son, sobre todo, triunfos de redes ciudadanas compuestas por grupos, comunidades, corrientes e individuos.

Por otro lado, los resultados electorales del domingo pasado dañan severamente la estrategia del PRI para alcanzar la Presidencia de la República en 2012. Ésta estaba basada en tres pilares: ingeniería electoral, impulso a las redes clientelares anudadas a través del protagonismo de los gobernadores y manejo de las expectativas. El último elemento ha sido clave. La narrativa era muy simple: a) somos los únicos que sabemos gobernar, b) ante la ineficiencia panista y los desgarramientos perredistas, sabemos gobernar con orden. El subtexto era aún más contundente: es inevitable el triunfo del PRI en 2012.

Los resultados del domingo dañaron severamente esa estrategia al derrotar las expectativas del carro completo. También quedó claro que todos los partidos pierden cuando se encuentran divididos y que los gobernadores que manipulan elecciones no son invencibles. Finalmente se demuestra que se ganan elecciones con maquinaria electoral, programa que cohesiona, redes ciudadanas que movilizan el voto y vigilan los resultados y candidato que articula.

Respecto de las izquierdas, los triunfos de las coaliciones les dan un respiro. Detienen la caída atroz de su votación. Ganan tiempo, que es crucial en política. Pero las izquierdas partidistas están maltrechas. El pragmatismo ramplón sustituye cualquier reflexión programática. Las divisiones son su segunda naturaleza y el suicidio en defensa propia su consigna. Tienen enorme carencia de cuadros políticos propios. Y su verdadero punto de referencia es la derrota en Zacatecas, que resume los males que aquejan a la izquierda partidista.

Se necesita cambiar la forma de hacer política. ¿Qué quiere decir esto en concreto? Superar las divisiones que han bloqueado acuerdos, paralizado acciones y desdibujado perfiles propios. Se requiere convertir la acción pública en propósito común. La pregunta clave es: ¿en qué sentido hace diferencia para la ciudadanía un gobierno de coalición respecto de los gobiernos anteriores en Puebla, Oaxaca y Sinaloa? La legitimidad futura de estas alianzas depende de cómo gobiernen donde ganan.

Las izquierdas requieren reconstruir su perfil a partir de los problemas centrales –empleo, seguridad, impunidad– que aquejan a los ciudadanos. La transformación del quehacer político puede ser el puente entre las izquierdas partidistas y las redes ciudadanas. Pero las izquierdas partidistas requieren previamente dar un ejemplo de comportamiento, del cual, hasta el momento, han adolecido: un pacto –no componenda, sino pacto político– entres sus abigarradas corrientes y tribus que ponga por delante de sus intereses de grupo los intereses de la ciudadanía.


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