MÉXICO, DF, 29 de septiembre (apro).- El 19 de septiembre pasado se cumplieron 25 años del terremoto de 1985, fenómeno que destruyó la mitad de la Ciudad de México, y que cimbró al país y al sistema político mexicano en su conjunto.
Esta fecha, para muchos, es considerada como el momento en que “la sociedad rebasó al gobierno” en capacidad de respuesta, organización, movilización y solidaridad.
De manera espontánea y frente a la parálisis gubernamental, las brigadas ciudadanas recolectaron medicamentos, improvisaron albergues, movieron escombros y organizaron la vigilancia de las calles y casas desalojadas, salvando vidas y evitando, hasta donde se pudo, el despojo.
De esta organización emergente surgieron las primeras agrupaciones ciudadanas autónomas y no corporativas que se transformaron en las articuladoras de las demandas para solucionar el problema de la vivienda en la capital mexicana.
Estas se sumaron a otras organizaciones de defensa de los derechos humanos que, por su naturaleza y trabajo, eran de carácter autónomo y, por lo general, opositoras al gobierno.
Antes, sólo el movimiento del 1968, sin duda influenciado por el contexto internacional, había generado tal impacto en cuanto a la articulación de la protesta social en contra del autoritarismo, la exclusión y la represión del gobierno.
Las consecuencias fueron episodios sombríos como la guerra sucia y la proliferación, desde la clandestinidad, de diversos movimientos guerrilleros que buscaban no una “mediación entre estructuras hegemónicas”, sino un cambio profundo en el sistema político y en la sociedad en general.
A pesar de esto, fue un momento clave en el cual las demandas de una sociedad reprimida y amordazada ocuparon el primer lugar en la agenda nacional, obligando al gobierno a abrir espacios políticos y hasta a reconocer la legalidad del Partido Comunista Mexicano.
Desde entonces y hasta ahora, el camino de la sociedad civil organizada ha tenido momentos de protagonismo importante generando cambios estructurales. El crecimiento de las organizaciones civiles fue, en la década de los ochenta y noventa, casi exponencial.
Con todo y la dificultad que representa el cuantificarlas (por su naturaleza, vocación y nivel de autonomía), se estima que mientras en 1993 existían unas 12 mil 485 organizaciones, en 1998 sumaban casi 22 mil en todo el país. De todas ellas, sólo un porcentaje reducido (no más de 3 mil) eran de carácter social y civil.
Este crecimiento no se podría entender sin el proceso de liberalización económica con la privatización de las empresas y la pulverización de los sindicatos, los ciclos de crisis, el fortalecimiento de los monopolios y el aumento de la brecha social.
Aunque tampoco podría entenderse sin la relevancia del movimiento zapatista, otro “despertar”, sólo que ahora primordialmente indígena y campesino, en el cual las mismas demandas sociales de democratización, justicia, inclusión social e igualdad volvieron a ocupar el primer lugar en la agenda nacional.
A partir del movimiento zapatista se hicieron reformas político-electorales, aumentó la pluralidad partidista, se crearon organismos autónomos y descentralizados y se canalizaron todas las energías en la transición a la democracia electoral.
En el 2001, toda la propuesta de un movimiento político que buscaba una nueva forma de relación entre ciudadanos, instituciones y gobierno, un nuevo pacto social, pareció quedar resumido, si no es que limitado, a una reforma al artículo segundo de la Constitución.
Con la transición electoral, el tema indígena quedó olvidado o al menos relegado.
Más tarde, en este 2010, ya se tenía un registro de unas 20 mil organizaciones civiles, de las que buena parte carece de alguna figura jurídica.
De ellas, al menos 12 mil 100 grupos no lucrativos y de servicios que cuentan con la Clave Única de Inscripción al Registro Federal de las Organizaciones de la Sociedad Civil (CLUNI), condición que les da la posibilidad de recibir fondos federales para sus proyectos.
Por cierto, la mayoría de las ONG se concentran en el Distrito Federal, Veracruz y Estado de México. Este número es mucho mayor de lo que se tenía registrado en las décadas anteriores, sin embargo, es todavía muy escaso si se compara con el tejido asociativo que existe en países como Francia (225 mil 600) y Suiza (100 mil), o con países con un pasado autoritario y con procesos de transición electoral similares al mexicano, como Chile (83 mil 300 organizaciones, según el PNUD) o Argentina (78 mil 392).
Diversos pasajes recientes nos hacen pensar que la sociedad civil mexicana no atraviesa su momento más brillante en términos de impacto y articulación de demandas.
Por dar algunos ejemplos: la aprobación del Impuesto Empresarial a Tasa Única, la pérdida del poder adquisitivo, la masacre de migrantes indocumentados, la creciente inseguridad y el baño de sangre que vive a diario el país con la llamada “guerra al narcotráfico” hubieran generado en países con mayor tejido asociativo indignación y movilización ciudadana, pero sobretodo articulación eficiente de demandas.
En México, hay indignación de un día, sobre todo mediática, pero no hay proyecto político ni cambio estructural.
Una posible explicación de esta fragmentación de intereses está en la inseguridad. Sí, el miedo paraliza y rompe lazos de solidaridad.
Ya lo detectaba la Encuesta Nacional sobre Seguridad Pública 2008 al mencionar que 84% de la población no confía en su vecino (casi 10% más que lo registrado en 2005). Sin embargo, ¿dónde está hoy la sociedad civil organizada?, ¿no es momento de volver a decir “ya basta”?
La mayoría de las organizaciones han tomado el camino del impacto vía mediatización, protagonismo, reformismo o acompañamiento institucional. Los resultados en su mayoría son positivos pero insuficientes o limitados, por lo cual habría que cuestionarse si en el fondo se ha perdido o no la brújula de la adecuada articulación y canalización de las demandas sociales con la consiguiente propuesta.
Otra posible explicación está en la falta de indignación y el excesivo individualismo. Pero motivos para indignarse hay muchos y a diario, y los desastres naturales muestran que la sociedad no ha perdido del todo su capacidad de crear lazos solidarios.
Por ello, habría que preguntarse ¿indignarse para qué? El chispazo de la indignación no es suficiente sin proyecto político, puesto que en otros lugares del país, como en Oaxaca durante la crisis del 2006, se vieron las consecuencias de una movilización ciudadana sin proyecto político.
En las democracias consolidadas se ha probado que no es posible gobernar sólo desde la administración pública, ya que se requiere más Estado y, por lo tanto, más sociedad civil.
Sin embargo, a 25 años del “despertar de la sociedad civil mexicana” vale la pena cuestionarse cuál es el proyecto político que desde la sociedad, y no desde el gobierno, se quiere para un país que requiere más igualdad, más justicia, más seguridad, y cuál es el camino que se propone para alcanzar esas metas.
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