5/11/2011

Este país vive una crisis ética sin precedentes




Bernardo Barranco V.

Estuve en el Zócalo este domingo 8 de mayo, horas antes de que llegara la caravana encabezada por Javier Sicilia. Desde las dos treinta, con el sol a plomo, escuché los estrujantes testimonios de decenas de personas que, además de haber padecido violencia o pérdidas familiares, sufrieron la corrupción e impunidad de las autoridades; varias veces los ojos se me enrojecieron y la garganta se me apretaba por el llanto contenido. Son testimonios de un país fracturado: ¿cómo es posible haber llegado a esto?, se preguntaba un atormentado padre del estado de Guerrero, que aún busca a su hija desaparecida y que airadamente reprocha el autismo de una clase política aclimatada en el confort de sus privilegios. La gente estaba muy enojada, miles de gargantas coreaban mezclando con despecho entre: fuera y muera Calderón. La dolorosa pérdida de Javier Sicilia es, al mismo tiempo, la experiencia de miles de familias desgarradas que han llorado pérdidas y han cargado con un país torcido. Las víctimas no son sólo aquellos que de manera directa han padecido la violencia y la zozobra, de alguna manera todos hemos sido heridos por una absurda guerra en un México que ha venido perdiendo el rumbo. Vivimos en una crisis ética sin precedentes en este país; el drama de Javier ha detonado una enorme ola social de indignación y hartazgo que va más allá de la inseguridad y de la violencia que ha invadido nuestro entorno cotidiano. Esta ola puede convertirse en un incontrolable tsunami, siguiendo al antropólogo Roger Bartra, de la implosión a la explosión social. Además de reconstruir tejido social, se necesita un proyecto común, como dice Sicilia, que enderece el rumbo de una nación herida.

Es necesario conservar entereza, evitar enrutarse en diagnósticos alarmistas y entender con serenidad los principales ejes de nuestra actual encrucijada. Javier Sicilia apuntó a los responsables de esta madeja, a los señores de la política, los del crimen, y añadiría a los señores del dinero y los señores de los medios. El ciudadano común tampoco puede eximirse de su responsabilidad. Sin embargo, estamos ante una evidente pérdida de autoridad moral de los principales actores que conducen y simbolizan el rumbo de la nación: la Presidencia, los gobernadores, los actores legislativos y de justicia, los empresarios, los líderes gremiales, las jerarquías religiosas. Existe un claro desencuentro político. Es notorio el terreno pantanoso entre la regresión y el dudoso desempeño de las instituciones democráticas, como los tribunales, los institutos electorales, de derechos humanos, de transparencia, los partidos, con la emergencia de una cultura de la invisibilidad. Desde la cañería del sistema se pactan acuerdos, la clase política va tasando la realidad por cuotas de poder, repartos voraces y equilibrios imperfectos. Es el reino de los intereses particulares; estamos bajo el imperio de grupos cuyo móvil es el provecho propio. Sólo hay retazos, parcelas e intereses políticos que se definen desde la lógica electoralista y que están llevando a la deconstrucción de la propia democracia. El narco y la violencia florecen porque la sociedad está fracturada.

La relación entre la ética y la política es un debate antiquísimo; se le ha rehuido por ser uno de los temas más espinosos por la falta de consenso sobre los parámetros del debate público. Es un debate filosófico que se antoja fuera del alcance de nuestra clase política, intelectualmente pobre. La idea de crisis debe hacer referencia a la crisis de valores y a las huellas en la historia del pensamiento, es decir, al incesante cuestionamiento de los valores. Caracterizar nuestra dramática circunstancia como una crisis de ética consiste en tomar una posición con respecto al significado que le atribuye a la ética.

En su texto La política como vocación, Max Weber aborda la cuestión definiendo dos vectores, por un lado, lo que llamó la ética de la convicción y la otra, ética de la responsabilidad, esto es, las perspectivas en que se asumen las consecuencias de las decisiones y acciones. La ciencia política ha avanzado mucho en el terreno teórico, por lo que las propuestas weberianas son, para muchos, simplistas. Kant se coloca en el extremo, converge a la idea de que toda la actividad humana práctica debe estar sujeta a un máximo de imperativo moral. Hegel rechaza el moralismo político y la subordinación kantiana de la política a la moral, pretende recuperar la construcción histórica de la subjetividad moral moderna, es decir, la ética. Lamentablemente, la clase política mexicana no cubre estos principios básicos ni mucho menos la vocación de la política como servicio.

En su pragmatismo extremo, los políticos profesionales han perdido identidad, tradición y memoria. Los partidos se han mimetizado al grado de que los ciudadanos votan más por las cualidades de los candidatos que por las convicciones o tradiciones políticas. Igualmente la responsabilidad social se ha perdido; nadie se hace responsable de nada ni de sus actos. La impunidad impera. Por ello los testimonios del domingo sobre las víctimas están cargadas, con toda razón, de rabia contenida. El movimiento social que encabeza Javier Sicilia es fundamentalmente ético y, por supuesto, es altamente político. Nos invita a recuperar una tradición perdida y un debate más que necesario de la relación entre ética y política, entre la ética de la responsabilidad y la vocación política.

Modelo, violencia y bienestar

Luis Linares Zapata

Una parte sustantiva de la sociedad mexicana ha dado muestra activa de un ácido malestar que la atosiga. Y ha sido mostrado por parte del segmento más consciente de ella. Numeroso conjunto que, además, ha logrado conquistar aceptables grados de desenvolvimiento personal y familiar. El descontento llevado a las calles es digno de consideración por todos y cada uno de los actores que ocupan posiciones de mando, riqueza, difusión o influencia. Trátese de partidos políticos, gobiernos en sus varias ramas y niveles, medios de comunicación, sindicatos, iglesias, organizaciones empresariales o la multitud de esas células integradas que ha procreado la misma sociedad. Todos tienen el deber de meditar en lo que está sucediendo en el país y actuar en consecuencia.

Se está llegando a puntos de conflicto donde el anhelado retorno a la normalidad se torna de difícil inflexión. Simplemente el régimen de la vida organizada del país ya no es capaz de prolongar, por tiempo indefinido, su actual modus operandi. El estado de cosas prevaleciente agotó sus capacidades para mejorar las condiciones de la convivencia desde hace bastantes años. No fue concebido, es cierto, para el bienestar de las mayorías ni para garantizar que accedieran, masivamente, a crecientes oportunidades de desarrollo. Fue un entramado carente de sensibilidad, plagado de egoísmo y con valores invertidos. Los pocos momentos que se han tenido para introducir modificaciones correctivas fueron desaprovechados o, francamente, trampeados con cinismo cabalgante por parte de las elites conductoras. Sólo la inercia, el enorme cúmulo de complicidades que entrelazan intereses ilegítimos (ilegales incluidos) y el uso indebido de los aparatos de propaganda han logrado esta mediocre continuidad de un sistema de privilegios para unos cuantos y exclusiones para todos los demás.

La violencia y su concomitante inseguridad no se curan, sin embargo, con acciones policiacas esporádicas de los cuerpos represivos. Tampoco priorizando la aprobación de leyes más severas cocinadas al vapor de urgencias, iras colectivas o venganzas a duras penas contenidas. Menos aún solicitando renuncias instantáneas de los irresponsables que, en primera instancia, nunca debieron ocupar puestos de alta jerarquía. Exigir cambios drásticos en las estrategias, conductas o formas de operar de los incrustados en la cúspide del poder decisorio resulta, al final de cuentas, estéril. Aun cuando los puntos que componen el pliego de exigencias estén bien orientados y basados en experiencia probada, bien consensuados y apoyados en el conocimiento de los autores, al final giran, en su mayor parte, sobre asuntos de seguridad. La inclusión de atenciones prioritarias para la juventud (recreación, trabajo o educación, por ejemplo) se sabe de sobra, encuban sus salidas al mediano y largo plazos. En cambio, la íntima relación entre inseguridad, violencia y desigualdad queda en la retaguardia en vez de ocupar el lugar primordial. Los partidos no van a modificar sus maneras de operar o destituirán a sus jerarquías y así continuarán en la brega por su cacho de poder. Unos con más, otros con menos inteligencia o sensibilidad. Los candidatos ya prefigurados seguirán sus rutas prestablecidas. Pero unos son mejores que otros y habrá que saber distinguir.

La base que deforma la realidad mexicana yace casi intacta desde hace ya varias décadas. Esa trastocada base es la causal de la decadencia y el punto hacia el cual hay urgencia de dirigir la mirada y canalizar las energías colectivas. Mucho se puede aún hacer para mejorar la convivencia. Pero esa mejora no pude provenir de la cúspide del poder. La razón de la negativa es simple: la cúspide misma es, en efecto, parte sustantiva del problema que aqueja a la nación. El señor Calderón se lanzó al combate sin contar con la legitimidad requerida. Decidió, en solitario, dar un zarpazo ejemplar y ocupar el centro de la escena pública. Movilizó la enorme fuerza del Ejército sin contar con un plan de combate adecuado que apoyara en sus flancos a los soldados. El trabajo de inteligencia previo fue defectuoso, parcial, mal orientado hacia las regiones amenazadas y a los grupos de maleantes. La prisa por asentarse en la Presidencia, mal conseguida en las urnas, lo llevó a un desatado frenesí de sangre y dolor. Y así, con rencor creciente, continúa dando golpes esporádicos que poco contribuyen a la victoria que, en este caso, siempre será el retorno a una vida decente, productiva y segura. Mucho se hará con detener, con maniatar su comportamiento belicoso, huidizo e ineficaz.

Hay necesidad de prepararse para lo que ya se avecina: la posibilidad de iniciar la tarea reconstructiva del país. Ella será, sin duda, prolongada y llena de sacrificios. Se tiene que empezar el trabajo armados con un modelo distinto de gobierno. Uno que responda a la gente en sus necesidades y deseos y no, como el actual, diseñado para mantener y acrecentar privilegios para unos cuantos. Elegir liderazgos confiables y honestos será el objetivo. Otorgarles la legitimidad de las mayorías votantes para darles un mandato inequívoco de ser servidores y no atender las ambiciones de sus allegados, cómplices o patrones.

En lugar de renuncias hay que exigir al señor Calderón que no malgaste los escasos recursos que se tienen. Detener el dispendio de la alta burocracia que lo rodea. Ese billón de pesos que ha empleado en cebar a la capa dorada de burócratas centrales con prestaciones onerosas bien pudo ser destinado para crear cientos de miles de empleos, invertidos en centros educativos y recreacionales para los jóvenes que hoy esperan, como opción malsana, ser reclutados por el crimen organizado. Que el descontento social haga olvidar que, a la plutocracia que manda, poco le importa la vida, el bienestar o el dolor de los demás. Ellos quieren exprimir un tanto más a los trabajadores, precarizar salarios, apropiarse de lo que queda de Pemex, inducir normas favorables para seguir sin pagar impuestos y agrandar, en exceso, sus privilegios e impunidad. Será en la elección presidencial venidera cuando se podrá forzar el cambio de ruta, de modelo o su continuidad asesina. Se espera que este momento de inflexión colectiva insuflado por la marcha conduzca, después, a las transformaciones que se desean.


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