10/24/2012

Derechos Humanos: legalidad demolida




Editorial La Jornada

Javier Hernández Valencia, representante de la alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, dio cuenta ayer de la situación desastrosa que enfrenta México en esa materia. Dijo que la tortura y las detenciones arbitrarias siguen siendo el pan de cada día en el país y son además un mecanismo de investigación al que no dejan de recurrir los cuerpos policiacos y militares, y puso de ejemplo el caso de Israel Arzate, joven de 26 años detenido y torturado en febrero de 2010 por policías estatales y militares, quienes pretendían que se declarara culpable por la matanza de jóvenes ocurrida en la colonia Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, a principios de ese mismo año.
El caso comentado, junto con las afirmaciones del funcionario de la ONU, constituye un desmentido contundente a un discurso oficial que insiste en afirmar que el propósito principal de la política vigente de combate al crimen organizado es el fortalecimiento de la legalidad.

La realidad es que el saldo de dicha estrategia de seguridad pública –además de los más de 60 mil muertos, de una creciente descomposición institucional y una pérdida de soberanía inaceptable– no ha sido el reforzamiento del estado de derecho y la paz pública, sino el de la ilegalidad y la barbarie, así como la colocación del país en escenarios de guerra sucia parecidos a los que se vivieron durante las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo, caracterizados por la incorporación de las desapariciones forzadas y la tortura como prácticas cada vez más frecuentes de las fuerzas públicas.
Hace más de un lustro, cuando la actual administración inició los espectaculares operativos y desplazamientos de soldados y policías por todo el territorio nacional, con el supuesto propósito de restablecer el estado de derecho en las regiones controladas por la criminalidad, diversas voces de la sociedad organizada, la clase política y la academia señalaron que combatir a la delincuencia mediante la violencia oficial y la militarización de la vida pública no sólo no garantizaba el éxito, sino alentaba peligrosamente la configuración de circunstancias de pesadilla como las que hoy enfrentan el país y su población.

En el momento presente, resulta imperativo recordar que la tarea irrenunciable del Estado de combatir a la delincuencia no excluye de ninguna manera la obligación de velar por las garantías individuales de todos los ciudadanos –independientemente de su situación jurídica– y de vigilar que las acciones de la autoridad se desarrollen en el marco de la ley. 

En cambio, la relación directa existente entre las acciones oficiales para combatir a la criminalidad y el incremento de las violaciones a la legalidad por parte de las propias autoridades constituye una razón adicional para demandar el viraje y la reformulación radical de la estrategia de seguridad en curso.

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