3/03/2013

CINE: Anna Karenina


Carlos Bonfil
Posiblemente los ánimos de muchos espectadores, adictos a las consultas rápidas por Internet y a la comunicación telegráfica en las redes sociales, ya no estén lo suficientemente dispuestos a acometer la tarea de leer una novela de 600 páginas, tarea que, solía decir Carlos Monsiváis, adquiere hoy las proporciones de un proyecto de vida. Y posiblemente el cine rehúya también la adaptación tradicional de una obra literaria y se sienta obligado a retener el interés del público con artificios novedosos.
 
Presentar a Shakespeare, por ejemplo, bajo la forma de una comedia romántica en un Shakespeare enamorado (John Madden, 1998) o conquistar públicos masivos para un musical como Los miserables (Tom Hooper, 2012), con el fin de dispensar al mayor número de personas de la laboriosa lectura de Víctor Hugo. La idea es que en el nuevo siglo de una modernidad a ultranza, la única manera aceptable, o si se prefiere rentable, de llevar a la pantalla un clásico de la literatura universal es respetando lo esencial de su trama, pero aderezándola con artificios formales que la vuelvan más dinámica aún, menos académica y polvosa, más acorde con lo que el público admite hoy como un entretenimiento efectivo.

No sorprende que al elegir como guionista al británico Tom Stoppard, el también ingenioso director de Rosencrantz y Guildersten han muerto (1990), Joe Wright, realizador de Orgullo y prejuicio (2005) y de Expiación, deseo y pecado (2007), adaptaciones de Jane Austen y de Ian Mac Ewan, respectivamente, haya querido sacudir las convenciones académicas y optado en Anna Karenina por una teatralización posmoderna de la obra homónima tantas veces llevada a la pantalla.

¿Tenía algún caso intentar reproducir el trágico abandono glamoroso con que Greta Garbo encarnó a la gran protagonista adúltera en la cinta homónima de Clarence Brown, hace ya más de siete décadas? ¿O la vivacidad lastimada de Vivien Leigh en la Anna Karenina, de Julien Duvivier, en 1947? Cuando inclusive un cineasta francés veterano como Eric Rohmer decide que la forma más interesante de abordar la historia de su país es acudiendo sin reparos al cine digital y al artificio escénico en La inglesa y el duque (2001), y a decorados que ostentosamente desechan el realismo, poco puede sorprender la apuesta de Joe Wright colocando la trama de Tolstoi en un proscenio muy abierto, frente a butacas vacías, con tramoyas muy visibles y continuos cambios de escenario que lo mismo evocan a Moscú que a San Petersburgo, y que en un primer plano capturan un detalle de la maquinaria de un tren para luego evocar con sólo una maqueta su recorrido.

La parte por el todo, y ese todo será, en trazos muy breves, la Rusia zarista, el drama social de un país con violentas desigualdades que aceleradamente se aproxima a la Revolución, y la mayor historia literaria de pasión adúltera desde La princesa de Cleves, de Madame de La Fayette, o de Madame Bovary, de Gustave Flaubert.

Una escena clave revela al inicio de la cinta la estrategia narrativa de Stoppard basada en una suerte de premonición metafórica, signo de la fatalidad que recorre toda la novela. En su primer encuentro con el conde Vronsky (Aaron Taylor-Johnson) en el andén de una estación ferroviaria, Anna Karenina (Keira Knightley) se topa también con un maquinista cubierto de hollín, cuyo cuerpo será minutos después destrozado por un accidente de trabajo. En este breve trazo se opone al mundo de una aristocracia displicente y al repelente fantasma del proletariado que ocasionará su ruina, y literalmente se prefigura el destino final de la protagonista.

El mundo de las convenciones sociales, esas reglas no escritas que la protagonista viola con consecuencias funestas, se muestra por medio de figuras rígidas, semejantes a maniquíes de cera, frente a los cuales Anna pasea su temperamento transgresor y su espíritu libre. A lado suyo todo palidece, desde su metódico esposo Karenin (Jude Law) hasta esa tiesa proyección de su fantasía romántica que es Vronsky.

Desafortunadamente, la apuesta estilística de la cinta confía demasiado en el atractivo de caprichos formales que pronto se vuelven facilidades expresivas, cuando no un lucimiento visual gratuito.

Los restos de una carta destrozada echados al aire se vuelven copos de nieve, en un baile la pareja romántica hace desaparecer mágicamente todo lo que le rodea, la condena social se traduce en acelerados barridos de cámara, y un maniqueísmo moral ajeno a la complejidad dramática de Tolstoi, opone en automático la felicidad conyugal y el respeto a la tradición, a la miserable suerte de los parias amorosos. Escénicamente, estamos a un paso del mundo del australiano Baz Luhrmann y su Romeo + Julieta, sin entrar de lleno en el espectáculo; en términos narrativos, la novela de Tolstoi queda reducida a lo que el crítico Richard Brody califica en su blog del New Yorker como un equivalente de, digamos, Danielle Steel, a la vez simplista y sobre elaborado.

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