Las reverberancias de las afirmaciones del presidente mexicano prosiguen en las redes sociales, en los medios de comunicación masivos y en los comentarios de la opinión pública por tres razones fundamentales:

El presidente mexicano hilvanó en su improvisada intervención –y quizá, por ello, más genuina– una serie de frases que corrieron el velo de quien transforma el cuidado rostro de un político sereno en el de un hombre de resentimientos e irascible ante su propio legado.

La más citada de sus afirmaciones ha sido la siguiente: “Mi único propósito es que a México le vaya bien. Estoy seguro de que los anteriores presidentes no han tenido otra misión que esa. Nadie despierta… Un presidente no despierta pensando en cómo joder a México. Siempre pensando en cómo hacer las cosas bien para México”.
Peña Nieto quiso ser “empático” con su auditorio y con quienes lo escucharan o leyeran. El resultado fue exactamente el inverso. Lo hizo en un tono irascible, utilizó un verbo de clara connotación sexual para defenderse frente a las críticas públicas y, quizá, frente a las privadas, y se quitó el telepromter para subirse al lenguaje del cabroñol.
En comunicación política y en psicoanálisis una negación encubre una afirmación y más cuando se trata de asuntos de percepción pública. Por más que niegue Peña Nieto que no gobierna para las encuestas, su obsesión al citarlas indica su preocupación y molestia por los bajos índices de aprobación. Por más que niegue sentirse solitario en su cruzada por un sexenio que fenece mucho antes de tiempo, las expresiones de Peña Nieto indican lo contrario: la soledad del que se siente “incomprendido”.
La percepción negativa de estas frases se reforzó por dos decisiones tomadas por el propio Peña Nieto el mismo martes 25 y avaladas sin discusión alguna por el Senado en los dos días posteriores: remover a la procuradora general Arely Gómez y nombrar en su lugar a Raúl Cervantes Andrade, un constitucionalista que se ha caracterizado por defender intereses corporativos y partidistas, y no por tener el prestigio de ser un abogado autónomo a poderes fácticos o partidistas.
Peña Nieto “jodió” en sus propios términos la delicada y frágil operación de simulación y de presunto interés en consultar a la sociedad civil o a los organismos que la representan nombrando a Arely Gómez como nueva titular de la Secretaría de la Función Pública (SFP) y, por tanto, cabeza del Sistema Nacional Anticorrupción, y a Raúl Cervantes como procurador y posible fiscal general por nueve años.
En otras palabras, Peña Nieto demostró que en sus decisiones no impera el criterio de “cómo hacer las cosas bien”, sino cómo salvarse de un relevo sexenal que no garantice impunidad, protección y salvaguarda a sus intereses.

En el mismo evento, Peña Nieto demostró su memoria selectiva. Dijo que no recordaba aquella declaración pública al programa Tercer Grado, de Televisa, presumiendo que “la nueva generación” de políticos priistas estaba representada por Javier Duarte, César Duarte y Roberto Borge, justo los tres mandatarios que perdieron la elección en sus estados, están envueltos en acusaciones de corrupción y encubrimiento que llegan hasta la cúpula del poder priista y presidencial.
“No recuerdo la alusión, pero seguramente en algún momento la hice”, afirmó Peña ante los empresarios y periodistas convocados por Grupo Interacciones.

Peña Nieto perdió otra oportunidad de oro para asumir una declaración fallida, deslindarse de los exgobernadores priistas y sencillamente decir: “En ese momento eran la nueva generación, pero degeneraron en corrupción”.
En lugar de eso, el político de Atlacomulco se volvió a enredar con sus propias excusas. “Yo lo único que sí he sido crítico (sic) es de aprovecharse o tomar oportunidad política en un señalamiento poco fundado”. ¿Alguien entendió esta advertencia?
Seguramente quería referirse a las críticas del PAN, del PRD y de Morena a los exgobernadores corruptos del PRI y volver a repetir que en todos los partidos existen cleptócratas. No lo dijo así. Mucho menos admitió que las acusaciones contra Javier Duarte, César Duarte y Roberto Borge se ventilaron antes de que perdieran las elecciones estatales de este año y que el gobierno federal no hizo nada para frenar el desfalco, el carácter sanguinario y represor de sus administraciones (sobre todo, en el caso de Veracruz), y la exhibición de cinismo que es una condición natural de quienes se sienten cómplices “del jefe”.
Para rematar su alusión a los gobernadores acusados, Peña Nieto retornó a la retórica de abogado de barandilla: “Las autoridades competentes serán las responsables de definir si en ellos y en otros más señalados hay o no responsabilidades. Es una tarea de las áreas de procuración de justicia”. ¿Acaso el titular del Ejecutivo federal no es también “autoridad competente” para frenar la escalada de corrupción que se observa en los distintos niveles de la administración pública?

Peña Nieto también abordó el tema de la visita de Donald Trump a Los Pinos, aquel fatídico 31 de agosto.
El primer mandatario volvió a transformar la negación en una afirmación sin tiempo verbal definido: “No volvería a suceder. O, por lo menos, no en los mismos términos”. Admitió que traer al enemigo número uno de los migrantes mexicanos y de los intereses nacionales en Estados Unidos fue “una decisión apresurada”.

“El hubiera no existe y asumo la responsabilidad de la decisión y su costo. Creo que tomé una decisión muy acelerada. Fue muy polémica: quizá hoy sería distinta (¿Por qué “hoy” y no hace dos meses?, no lo explicó). He dado muchas veces la explicación de por qué busqué un encuentro con ambos candidatos y no era más que cuidar a los mexicanos y los intereses de México”, justificó Peña Nieto.
Los errores en el caso de Trump no fueron sólo de forma sino de fondo. Y eso no lo admitió Peña Nieto. No fue una decisión “apresurada”. Fue una decisión absurda en franca violación a décadas de política exterior de no intervención en asuntos electorales de otros países. No fue polémica. El 80 o 90% de las opiniones, incluso de analistas que han defendido su gestión, fueron claramente negativas. La polémica hubiera significado una confrontación de puntos de vista.
Peña Nieto no ha dado explicación alguna de por qué era tan urgente y necesario recibir a Donald Trump en esa fecha y sin tener la confirmación de Hillary Clinton ni haber informado a la embajada de Estados Unidos. Ha dado excusas que es distinto. No cuidó los intereses de México ni de los mexicanos. Cuidó la escenografía y el montaje que tenía preparado Donald Trump. Trabajó para los intereses, la agenda y las condiciones impuestas por el candidato republicano.
Lo peor es que en esa decisión tan “apresurada” el propio Peña Nieto jodió su sexenio. Si la prensa internacional no había sido lo suficientemente atenta a su mala gestión, el encuentro con Trump lo catapultó como una burla mundial.
Y eso, efectivamente, debe doler mucho al ego de cualquiera. El problema es que ya no hay discurso que borre esta decisión.
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