Carlos Martínez García
La Jornada
Algunos ministros de culto
creen llegada la hora para que las leyes permitan que sean elegidos a
puestos de representación popular. Las normas vigentes les reconocen el
derecho a sufragar, pero no a participar como candidatos en las boletas
electorales. No poder ejercer esta última posibilidad, consideran
algunos, les hace ciudadanos de segunda por no tener derechos políticos
plenos.
Un sector evangélico considera es momento de modificar tanto el
artículo 130 de la Constitución como la Ley de Asociaciones Religiosas y
Culto Público, cuyo artículo 14 señala:
Los ciudadanos mexicanos que ejerzan el ministerio de cualquier culto tienen derecho al voto en términos de la legislación electoral aplicable. No podrán ser votados para puesto de elección popular, ni podrán desempeñar cargos públicos superiores, a menos que se separen formal, material y definitivamente de su ministerio cuando menos cinco años en el primero de los casos, y tres en el segundo, antes del día de la elección de que se trate o de la aceptación del cargo respectivo. Por lo que toca a los demás cargos, bastarán seis meses.
Visto el asunto desde la óptica de los derechos (pero sin
contextualizar los mismos históricamente y dejando de lado las razones
que llevaron a vedar a los ministros de culto la posibilidad de ser
elegidos mediante el sufragio popular) el asunto podría llevar a
concluir que las disposiciones legales antes citadas son
discriminatorias y violatorias de garantías ciudadanas plenas para todos
y todas. La cuestión se matiza cuando se tiene en cuenta el proceso
histórico por el cual México debió transitar en la construcción de la
laicidad del Estado. A la luz de tal proceso es contrapoducente
conjuntar en las personas poder político y poder religioso.
La concentración de poder político y religioso en ministros de culto
es nocivo para el Estado y, me parece, lo es más para las asociaciones
religiosas cuyos liderazgos anhelan ser elegidos para cargos de
representación popular. Es incompatible una vocación con la otra, ya
que, se supone, los ministros de culto sirven a comunidades diversas en
sus preferencias políticas electorales y dejarían de hacerlo si
partidizan a esas comunidades al pedirles (¿tal vez exigirles?) que
voten por sus pastore(a)s.
En el ámbito de la sociedad civil es donde los ministros de culto
pueden buscar influir con sus convicciones a la ciudadanía. Aquí nadie
les prohíbe realizar tal trabajo. Son amplias las oportunidades de hacer
fructificar los valores que, consideran, deben ser reproducidos por la
feligresía. Si no han sido capaces de hacerlo en terrenos que son
propicios para convencer a su audiencia, ¿qué garantiza podrán hacerlo
en la plaza pública, que por definición es más plural? ¿Acaso quieren
que el Estado les haga bien la tarea que ellos han hecho mal?
Además de la enarbolada discriminación de la que son objeto porque la
ley prescribe que no pueden ser votados, el sector evangélico –y hay
que decirlo: es un sector y no la mayoría, que se está organizando para
modificar las normas ya mencionadas– argumenta que los pastores y
pastoras que se postularían para ser favorecidos por el sufragio general
serán mejores representantes populares o funcionarios gubernamentales.
La razón dada es que tienen autoridad moral, son mejores personas que
los políticos profesionales y desarrollarían su ministerio político en
beneficio de la sociedad.
En América Latina existe un fuerte cúmulo de evidencias que muestran
una tendencia contraria al voluntarismo evangélico, el cual considera
que todo será mejor cuando escalen puestos públicos
hombres y mujeres de Dios. La conocida como
bancada evangélicaen Brasil ha producido escándalos semejantes a los de diputados y senadores de los partidos tradicionales locales. Lo mismo ha sucedido en todos los países latinoamericanos donde los políticos evangélicos –¿será mejor llamarles evangélicos políticos?– logran hacerse de escaños o puestos importantes en el aparato gubernamental. La pretendida reserva moral que aducían poseer se diluyó muy rápido ante la seducción del poder.
Los ministros de culto evangélicos que buscan les sea resarcido el
derecho a ser votados suman cuentas alegres de su capital político.
Quieren hacer creer a liderazgos de partidos políticos que tienen tras
ellos un gran ejército electoral. Nada más son pretensiones que no
tienen asidero en la realidad. Basta ejemplificar con el caso del
Partido Encuentro Social en las elecciones del año pasado. El PES –de
inspiración evangélica, le llaman– no tuvo el generoso caudal de votos que prometió a Andrés Manuel López Obrador. Los votantes evangélicos prefirieron sufragar por AMLO marcando el recuadro de otros partidos que lo postularon y no le dieron los votos suficientes en senadores y diputados para alcanzar el 3 por ciento. Consecuencia: perdió el registro.
Una vez más ayuda el dicho de no cofundir la gimnasia con la magnesia.
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