8/02/2019

4T: la espada y la cruz



Religión y Estado. En las sociedades que durante tres siglos fueron objeto de la colonización occidental, ambos temas constituyen problemáticas importantes no sólo en términos de sus propias singularidades, sino, además, en las relaciones que se establecen entre una dimensión y la otra en el espacio público y las dinámicas de configuración de la subjetividad de las naciones en las cuales actúan.
Ambas, en su especificidad, implican un serio cuestionamiento si bien no a la totalidad de las personas que habitan un país, si a grandes sectores de su población por una razón fundamental: religión y Estado, en sus configuraciones ideológicas e históricas hegemónicas, han significado en las periferias globales procesos muy extensos, intensos y profundos de explotación, de aniquilamiento de la diversidad social y de disciplinamiento de las formas de reproducir la práctica política. Pero ello, hay que insistir, no porque una y otro sean, en sí mismos (como por naturaleza), esas grandes estructuras destinadas a operar estas dinámicas como una suerte de destino manifiesto o proyecto de realización de sus fundamentos.
Y es que, si de algo da cuenta la Historia de la humanidad es que, en su curso, ha existido una multiplicidad de configuraciones de ambos en los que la explotación, la aniquilación y el disciplinamiento fueron las dinámicas sociales a las que se opusieron y en gran medida combatieron. La primera Compañía de Jesús, impulsada por la orden mendicante de los Jesuitas, a lo largo de los siglos XVI y XVII, en América (y principalmente en México), es un ejemplo de ello. Y uno, como bien lo señaló durante toda su trayectoria el filósofo mexicano Bolívar Echeverría, que llegó a ser de tal radicalidad que inclusive buscó oponerse y desmontar la lógica de funcionamiento del capitalismo moderno; en vías de su consolidación global en aquellas centurias.
El problema, claro está, es que esas experiencias de constitución de formas teológicas y estatales articuladas alrededor de principios sólidos de liberación individual (sin sacrificar por ello el ordenamiento y la concreción socializante de lo comunitario, es decir, de la colectividad); por supuesto, se desarrollaron en escalas espaciales y temporales muy pequeñas y con potencialidades muy escasas debido a que su surgimiento e implementación se dio dentro del marco contextual de un modo de producción (el capitalista) que ya para ese entonces contaba con legitimaciones ideológicas, dispositivos de poder y ejercicios de violencia lo suficientemente sólidos como para contenerlas, destruirlas o someterlas y refuncionalizarlas a las necesidades de su reproducción orgánica.
Es, en este sentido, esa configuración estricta y decididamente capitalista de la teología y de la experiencia colectiva y comunitaria la que históricamente se ha posicionado como la versión hegemónica de ambas; traicionando, en uno y otro caso, sus promesas liberadoras por su claudicación en favor del capital global. De ahí provienen, también, los conflictos que sociedades como la mexicana experimentaron a lo largo de siglo y medio de separación entre la iglesia y el Estado-nación modernos. Y es que, si bien es cierto que los dos operan para favorecer las dinámicas de reproducción y concentración del capital, también lo es que, pese a converger en esa gran empresa mercantilizante, en cada caso se defienden intereses propios en los que aquello que se encontraba en juego (y aún lo está) redundaba en la posibilidad de controlar y determinar la trayectoria mundial de la totalidad del sistema.
En México, las guerras que las fracciones liberales (burguesas) de la cultura, la política y la economía emplearon en contra del clero (principalmente católico) entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX son la expresión más clara de esa disputa intracapitalista. Y el resultado, hoy conocido y festejado en la vida pública nacional lo mismo en tanto fiesta patria que como segunda gran transformación (de las cuatro que hoy se proclaman a los cuatro vientos por la plataforma de Gobierno de Andrés Manuel López Obrador), por eso, y en contra de la visión histórica dominante —formulada por los intereses gubernamentales que se enquistaron en la estructura estatal durante toda una centuria, desde el final de la Guerra Civil de 1910-1921, para legitimar sus instituciones— no es el de una supuesta victoria del iluminismo moderno en contra del oscurantismo decimonónico, sino, antes bien, la redefinición, primero, de los espacios de acción de la iglesia y del Estado; y en seguida, de la jerarquía que debe prevalecer para asegurar la continuidad del capitalismo; y en donde la iglesia sólo pasa a ocupar el rol de un dispositivo más dentro de los aparatos represores del Estado.
Ahora bien, aunque tras el triunfo liberal sobre el clero éste aceptó su condición de subordinación y de dispositivo funcional a las lógicas del Estado-nación y del capital, en el día a día, desde ese momento, no ha dejado de pugnar por la recuperación de espacios de influencia en el espacio público y privado que hoy se encuentran por completo colonizados por la mercantilización capitalista. Y el punto aquí es que, siempre que el clero ha buscado transgredir y redefinir los límites trazados en ese pasado no tan distante, los andamiajes gubernamentales del Estado y la sociedad han reaccionado prácticamente de la misma manera, aunque por dos vías distintas.
Por un lado, los distintos gobiernos que se han sucedido en la historia de México han optado o bien por realizar concesiones que no pongan en peligro sus propios intereses y su condición privilegiada (si bien no hegemónica, pues este estatuto lo detenta el capital) en el ordenamiento de la vida comunitaria o bien por incorporar a algunos de los actores más destacados del funcionamiento clerical a los procesos de toma de decisiones políticas. Los múltiples casos de sacerdotes, obispos, arzobispos y cardenales al servicio de administraciones locales y federales, como operadores políticos o influencers de la opinión pública, son el mejor ejemplo de ello (sobre todo cuando se conforman simbiosis como las del Estado de México, para el priísmo; Guanajuato, para el panismo; o la Ciudad de México, para el perredismo). Y esto, hay que recalcarlo, con independencia de que en el discurso se mantenga una posición laica e, inclusive, hasta anticlerical.
Para el caso de la sociedad civil, por otra parte, las respuestas ante el acercamiento entre Estado (es más preciso decir: gobierno) e iglesia suelen ser más ambiguas y hasta cierto punto eclécticas porque las fronteras entre lo público y lo privado (división por antonomasia entre individuo y comunidad, inaugurada por la modernidad capitalista) se ve atravesada por los valores familiares (de fuerte tradición católica) y el papel que estos deben jugar en el desarrollo de la sociedad en general. En este país, sin ir más lejos, el sentido común de que todo problema social comienza por los valores y la educación que se inculcan en la casa y la familia (y en donde la metáfora del espacio público como una versión ampliada del hogar es dominante e intransigente) suele ser la explicación que se ofrece para dar razón de los porqués de la violencia, la ausencia de respeto por lo ajeno, la agresión, el vocabulario y los modales inapropiados, etcétera.
El problema viene, no obstante lo anterior, cuando esa respuesta termina por estar condicionada, en algún punto, por el recuerdo de una iglesia que ha cometido abusos a lo largo de la historia. Abusos que van desde el empleo de recursos de sus feligreses o del erario para constituir fortunas personales hasta los más persistentes y sistemáticos de casos de pederastia y otros abusos sexuales de miembros del clero en contra (principalmente) de niños y niñas. El punto aquí es que, llegada la discusión a este punto, la polarización es tal que, ante el anticlericalismo de quienes acusan esos atropellos, la defensa se escuda en el reduccionismo tanto de la particularización de casos (suponiendo que son sólo individuos aislados quienes cometen tales actos, lo cual omite que existen, al interior de la iglesia, estructuras que premian, favorecen, permiten condonan y ocultan esas prácticas) como de la experiencia religiosa del creyente en cuestión: argumentando que, a pesar de los abusos, la fe en las doctrinas clericales ha brindado un sentido de vida a millones de personas.
Este debate comienza hoy a tener más visibilidad que en otros momentos de la historia reciente del país debido a que la plataforma de gobierno del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) ha optado por incluir a la iglesia católica (aun dominante entre los mexicanos y las mexicanas) y a otras ordenes religiosas en el Plan Nacional de Desarrollo para el actual sexenio. El otorgamiento de una licitación a La Visión de Dios A.C. para usar y aprovechar bandas de frecuencias del espectro radioeléctrico, tanto en radio y televisión; y las reuniones del presidente con las religiones que tienen presencia dominante en México para integrarlas como parte activa de la operación del objetivo gubernamental de conseguir paz, estabilidad, felicidad y gobernabilidad en el territorio nacional, son los dos eventos que empiezan a desbordar la discusión sobre las relaciones conflictivas entre iglesia y Estado.
Teniendo en consideración el contexto aquí delineado en sus rasgos más generales, es cierto que esta aproximación de la administración de López Obrador con las jerarquías religiosas contiene en sí todo el potencial para reactivar dinámicas sociales, políticas, económicas y culturales que en otros tiempos desembocaron en disputas sumamente cruentas. Un punto importante a recuperar aquí es, sin embargo, que no hay que descartar por el puro recurso ideológico en defensa del más intransigente liberalismo burgués el enfoque que, por lo menos en las apariencias (y hasta donde es posible conocer con la información ventilada al público), busca darle el gobierno en turno a ese acercamiento. Y es que, en los fundamentos ofrecidos por éste para justificar el diálogo sostenido con las iglesias en México, algo que resalta a primera vista es que el objetivo final que se quiere es conseguir, en alguna medida, la reconstrucción del tejido social que los últimos tres sexenios de muerte y desapariciones destruyeron en la manera de socializar de las personas que lo habitan.
En términos de las propuestas ofrecidas por López Obrador para conseguir este propósito, la Cartilla Moral y la colaboración estrecha y directa de las iglesias forman parte de una misma estrategia de actuación frente a los grados de violencia tan avasallantes a los que ha llegado la sociedad. Y es que, en la lógica del presidente, si hay algo que explica la degradación social en la que se encuentran sus gobernados y gobernadas, eso es la renuncia sostenida y prolongada al respeto por algunas directrices éticas básicas para la convivencia entre individuos y entre colectividades.
La idea de recuperar eso que se perdió, ese algo que se rompió en la socialidad de las personas, no es por sí misma deleznable (con todo lo criticable que es el buscar obtenerlo recurriendo a esos dispositivos de represión del Estado y de reproducción del capital que son hoy las iglesias y sus dogmas). Los puntos críticos a debatir son, no obstante, tan grandes que rebasan las intenciones del presidente porque implican dos cosas.
De un lado, sería un absurdo creer que la pura cooperación con ellas es capaz de subsanar todo lo que se pretende sanar en el dolor de la sociedad sin tomar en cuenta que éstas necesitan transitar por un proceso propio de reforma de sus fundamentos y sus prácticas; es decir, sin tomar en cuenta que éstas deben regresar a esa radicalidad con la que, en algún momento, se posicionaron como proyectos políticos de liberación individual y concreción colectiva opuestos a la lógica del valor del capitalismo. Esto, por supuesto, no está en manos de la administración federal mexicana, pues implica el atacar a las más grandes y profundas estructuras globales de poder de las que se sirven esas instituciones para hacer valer sus intereses.
Del otro, es necesario no perder de vista que si bien la violencia en el país es letal y generalizada, ella misma encuentra su fundamento en una lógica aún más profunda y destructiva que tiene sus cimientos en la necesidad del capital de configurar y sostener personas individualizadas, renuentes a establecer lazos de socialidad con el prójimo; compromisos y reciprocidades de cuidado y sanación. Y es que no es para nada un secreto que si el capital ha sobrevivido hasta ahora a sus crisis más profundas ello se debe a la incapacidad que han tenido los sujetos sociales, por lo menos desde mediados del siglo XX (luego de la subsunción a la que sometió el capitalismo a las revoluciones del 68), de articular proyectos políticos colectivos y de configurar sentidos históricos compartidos.
Retornar a ese grado de comunitarización, de colectivización de la vida pública y privada no es sencillo, pues no únicamente requiere dar marcha atrás al nivel tan hondo de fragmentación, individualización y atomización al que ésta ha llevado a la población, sino que, además, implica combatir la radicalidad con la que el modo de producción reproduce y sostiene sistemáticamente esas dinámicas. Es decir, de nuevo nos encontramos ante la eterna falacia de este gobierno: creer que es posible gobernar al capitalismo por la vía de correcciones sociales (programas de salud, alimentación, educación, vivienda, salario digno, etc.) sin llegar al fondo de su lógica valorizante y mercantilizante de la vida, de la cultura, de la política, de la economía, de la subjetividad. 
Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional

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