Religión y Estado. En
las sociedades que durante tres siglos fueron objeto de la colonización
occidental, ambos temas constituyen problemáticas importantes no sólo en
términos de sus propias singularidades, sino, además, en las relaciones
que se establecen entre una dimensión y la otra en el espacio público y
las dinámicas de configuración de la subjetividad de las naciones en
las cuales actúan.
Ambas, en su especificidad, implican un serio
cuestionamiento si bien no a la totalidad de las personas que habitan un
país, si a grandes sectores de su población por una razón fundamental:
religión y Estado, en sus configuraciones ideológicas e históricas
hegemónicas, han significado en las periferias globales procesos muy
extensos, intensos y profundos de explotación, de aniquilamiento de la
diversidad social y de disciplinamiento de las formas de reproducir la
práctica política. Pero ello, hay que insistir, no porque una y otro
sean, en sí mismos (como por naturaleza), esas grandes estructuras
destinadas a operar estas dinámicas como una suerte de destino
manifiesto o proyecto de realización de sus fundamentos.
Y es
que, si de algo da cuenta la Historia de la humanidad es que, en su
curso, ha existido una multiplicidad de configuraciones de ambos en los
que la explotación, la aniquilación y el disciplinamiento fueron las
dinámicas sociales a las que se opusieron y en gran medida combatieron.
La primera Compañía de Jesús, impulsada por la orden mendicante de los
Jesuitas, a lo largo de los siglos XVI y XVII, en América (y
principalmente en México), es un ejemplo de ello. Y uno, como bien lo
señaló durante toda su trayectoria el filósofo mexicano Bolívar Echeverría,
que llegó a ser de tal radicalidad que inclusive buscó oponerse y
desmontar la lógica de funcionamiento del capitalismo moderno; en vías
de su consolidación global en aquellas centurias.
El problema,
claro está, es que esas experiencias de constitución de formas
teológicas y estatales articuladas alrededor de principios sólidos de
liberación individual (sin sacrificar por ello el ordenamiento y la
concreción socializante de lo comunitario, es decir, de la
colectividad); por supuesto, se desarrollaron en escalas espaciales y
temporales muy pequeñas y con potencialidades muy escasas debido a que
su surgimiento e implementación se dio dentro del marco contextual de un
modo de producción (el capitalista) que ya para ese entonces contaba
con legitimaciones ideológicas, dispositivos de poder y ejercicios de
violencia lo suficientemente sólidos como para contenerlas, destruirlas o
someterlas y refuncionalizarlas a las necesidades de su reproducción
orgánica.
Es, en este sentido, esa configuración estricta y
decididamente capitalista de la teología y de la experiencia colectiva y
comunitaria la que históricamente se ha posicionado como la versión
hegemónica de ambas; traicionando, en uno y otro caso, sus promesas
liberadoras por su claudicación en favor del capital global. De ahí
provienen, también, los conflictos que sociedades como la mexicana
experimentaron a lo largo de siglo y medio de separación entre la
iglesia y el Estado-nación modernos. Y es que, si bien es cierto que los
dos operan para favorecer las dinámicas de reproducción y concentración
del capital, también lo es que, pese a converger en esa gran empresa
mercantilizante, en cada caso se defienden intereses propios en los que
aquello que se encontraba en juego (y aún lo está) redundaba en la
posibilidad de controlar y determinar la trayectoria mundial de la
totalidad del sistema.
En México, las guerras que las fracciones
liberales (burguesas) de la cultura, la política y la economía
emplearon en contra del clero (principalmente católico) entre la segunda
mitad del siglo XIX y la primera del XX son la expresión más clara de
esa disputa intracapitalista. Y el resultado, hoy conocido y festejado
en la vida pública nacional lo mismo en tanto fiesta patria que como segunda gran transformación
(de las cuatro que hoy se proclaman a los cuatro vientos por la
plataforma de Gobierno de Andrés Manuel López Obrador), por eso, y en
contra de la visión histórica dominante —formulada por los intereses
gubernamentales que se enquistaron en la estructura estatal durante toda
una centuria, desde el final de la Guerra Civil de 1910-1921, para
legitimar sus instituciones— no es el de una supuesta victoria del
iluminismo moderno en contra del oscurantismo decimonónico, sino, antes
bien, la redefinición, primero, de los espacios de acción de la iglesia y
del Estado; y en seguida, de la jerarquía que debe prevalecer para
asegurar la continuidad del capitalismo; y en donde la iglesia sólo pasa
a ocupar el rol de un dispositivo más dentro de los aparatos represores
del Estado.
Ahora bien, aunque tras el triunfo liberal sobre el
clero éste aceptó su condición de subordinación y de dispositivo
funcional a las lógicas del Estado-nación y del capital, en el día a
día, desde ese momento, no ha dejado de pugnar por la recuperación de
espacios de influencia en el espacio público y privado que hoy se
encuentran por completo colonizados por la mercantilización capitalista.
Y el punto aquí es que, siempre que el clero ha buscado transgredir y
redefinir los límites trazados en ese pasado no tan distante, los
andamiajes gubernamentales del Estado y la sociedad han reaccionado
prácticamente de la misma manera, aunque por dos vías distintas.
Por un lado, los distintos gobiernos que se han sucedido en la historia
de México han optado o bien por realizar concesiones que no pongan en
peligro sus propios intereses y su condición privilegiada (si bien no
hegemónica, pues este estatuto lo detenta el capital) en el ordenamiento
de la vida comunitaria o bien por incorporar a algunos de los actores
más destacados del funcionamiento clerical a los procesos de toma de
decisiones políticas. Los múltiples casos de sacerdotes, obispos,
arzobispos y cardenales al servicio de administraciones locales y
federales, como operadores políticos o influencers de la opinión
pública, son el mejor ejemplo de ello (sobre todo cuando se conforman
simbiosis como las del Estado de México, para el priísmo; Guanajuato,
para el panismo; o la Ciudad de México, para el perredismo). Y esto, hay
que recalcarlo, con independencia de que en el discurso se mantenga una
posición laica e, inclusive, hasta anticlerical.
Para el caso de la sociedad civil,
por otra parte, las respuestas ante el acercamiento entre Estado (es
más preciso decir: gobierno) e iglesia suelen ser más ambiguas y hasta
cierto punto eclécticas porque las fronteras entre lo público y lo
privado (división por antonomasia entre individuo y comunidad,
inaugurada por la modernidad capitalista) se ve atravesada por los
valores familiares (de fuerte tradición católica) y el papel que estos
deben jugar en el desarrollo de la sociedad en general. En este país,
sin ir más lejos, el sentido común de que todo problema social comienza
por los valores y la educación que se inculcan en la casa y la familia
(y en donde la metáfora del espacio público como una versión ampliada
del hogar es dominante e intransigente) suele ser la explicación que se
ofrece para dar razón de los porqués de la violencia, la ausencia de
respeto por lo ajeno, la agresión, el vocabulario y los modales
inapropiados, etcétera.
El problema viene, no obstante lo
anterior, cuando esa respuesta termina por estar condicionada, en algún
punto, por el recuerdo de una iglesia que ha cometido abusos a lo largo
de la historia. Abusos que van desde el empleo de recursos de sus
feligreses o del erario para constituir fortunas personales hasta los
más persistentes y sistemáticos de casos de pederastia y otros abusos
sexuales de miembros del clero en contra (principalmente) de niños y
niñas. El punto aquí es que, llegada la discusión a este punto, la
polarización es tal que, ante el anticlericalismo de quienes acusan esos
atropellos, la defensa se escuda en el reduccionismo tanto de la
particularización de casos (suponiendo que son sólo individuos aislados
quienes cometen tales actos, lo cual omite que existen, al interior de
la iglesia, estructuras que premian, favorecen, permiten condonan y
ocultan esas prácticas) como de la experiencia religiosa del creyente en
cuestión: argumentando que, a pesar de los abusos, la fe en las
doctrinas clericales ha brindado un sentido de vida a millones de
personas.
Este debate comienza hoy a tener más visibilidad que
en otros momentos de la historia reciente del país debido a que la
plataforma de gobierno del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena)
ha optado por incluir a la iglesia católica (aun dominante entre los
mexicanos y las mexicanas) y a otras ordenes religiosas en el Plan
Nacional de Desarrollo para el actual sexenio. El otorgamiento de una
licitación a La Visión de Dios A.C. para usar y aprovechar bandas
de frecuencias del espectro radioeléctrico, tanto en radio y
televisión; y las reuniones del presidente con las religiones que tienen
presencia dominante en México para integrarlas como parte activa de la
operación del objetivo gubernamental de conseguir paz, estabilidad,
felicidad y gobernabilidad en el territorio nacional, son los dos
eventos que empiezan a desbordar la discusión sobre las relaciones
conflictivas entre iglesia y Estado.
Teniendo en consideración
el contexto aquí delineado en sus rasgos más generales, es cierto que
esta aproximación de la administración de López Obrador con las
jerarquías religiosas contiene en sí todo el potencial para reactivar
dinámicas sociales, políticas, económicas y culturales que en otros
tiempos desembocaron en disputas sumamente cruentas. Un punto importante
a recuperar aquí es, sin embargo, que no hay que descartar por el puro
recurso ideológico en defensa del más intransigente liberalismo burgués
el enfoque que, por lo menos en las apariencias (y hasta donde es
posible conocer con la información ventilada al público), busca darle el
gobierno en turno a ese acercamiento. Y es que, en los fundamentos
ofrecidos por éste para justificar el diálogo sostenido con las iglesias
en México, algo que resalta a primera vista es que el objetivo final
que se quiere es conseguir, en alguna medida, la reconstrucción del
tejido social que los últimos tres sexenios de muerte y desapariciones
destruyeron en la manera de socializar de las personas que lo habitan.
En términos de las propuestas ofrecidas por López Obrador para conseguir este propósito, la Cartilla Moral
y la colaboración estrecha y directa de las iglesias forman parte de
una misma estrategia de actuación frente a los grados de violencia tan
avasallantes a los que ha llegado la sociedad. Y es que, en la lógica
del presidente, si hay algo que explica la degradación social en la que
se encuentran sus gobernados y gobernadas, eso es la renuncia sostenida y
prolongada al respeto por algunas directrices éticas básicas para la
convivencia entre individuos y entre colectividades.
La idea de recuperar eso que se perdió, ese algo
que se rompió en la socialidad de las personas, no es por sí misma
deleznable (con todo lo criticable que es el buscar obtenerlo
recurriendo a esos dispositivos de represión del Estado y de
reproducción del capital que son hoy las iglesias y sus dogmas). Los
puntos críticos a debatir son, no obstante, tan grandes que rebasan las
intenciones del presidente porque implican dos cosas.
De un
lado, sería un absurdo creer que la pura cooperación con ellas es capaz
de subsanar todo lo que se pretende sanar en el dolor de la sociedad sin
tomar en cuenta que éstas necesitan transitar por un proceso propio de
reforma de sus fundamentos y sus prácticas; es decir, sin tomar en
cuenta que éstas deben regresar a esa radicalidad con la que, en
algún momento, se posicionaron como proyectos políticos de liberación
individual y concreción colectiva opuestos a la lógica del valor del
capitalismo. Esto, por supuesto, no está en manos de la administración
federal mexicana, pues implica el atacar a las más grandes y profundas
estructuras globales de poder de las que se sirven esas instituciones
para hacer valer sus intereses.
Del otro, es necesario no perder
de vista que si bien la violencia en el país es letal y generalizada,
ella misma encuentra su fundamento en una lógica aún más profunda y
destructiva que tiene sus cimientos en la necesidad del capital de
configurar y sostener personas individualizadas, renuentes a establecer
lazos de socialidad con el prójimo; compromisos y reciprocidades de
cuidado y sanación. Y es que no es para nada un secreto que si el
capital ha sobrevivido hasta ahora a sus crisis más profundas ello se
debe a la incapacidad que han tenido los sujetos sociales, por lo menos
desde mediados del siglo XX (luego de la subsunción a la que sometió el
capitalismo a las revoluciones del 68), de articular proyectos políticos
colectivos y de configurar sentidos históricos compartidos.
Retornar a ese grado de comunitarización,
de colectivización de la vida pública y privada no es sencillo, pues no
únicamente requiere dar marcha atrás al nivel tan hondo de
fragmentación, individualización y atomización al que ésta ha llevado a
la población, sino que, además, implica combatir la radicalidad con la
que el modo de producción reproduce y sostiene sistemáticamente esas
dinámicas. Es decir, de nuevo nos encontramos ante la eterna falacia de
este gobierno: creer que es posible gobernar al capitalismo por la vía
de correcciones sociales (programas de salud, alimentación, educación,
vivienda, salario digno, etc.) sin llegar al fondo de su lógica
valorizante y mercantilizante de la vida, de la cultura, de la política,
de la economía, de la subjetividad.
Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional
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