La Jornada
De acuerdo con el Informe anual sobre niños y conflictos armados
que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) dio a conocer ayer,
2018 fue el año más letal para los menores de edad, desde que se tiene
registro, con alrededor de 12 mil niños muertos o mutilados durante
conflictos armados, 7 mil reclutados por actores beligerantes y más de
24 mil que fueron víctimas de actos de violencia que incluyen, además de
los mencionados, secuestros, abusos sexuales y otras violaciones a sus
derechos humanos.
Aunque las cifras anteriores resultan escalofriantes, Virginia Gamba,
representante especial de las Naciones Unidas para la Cuestión de los
Niños y los Conflictos Armados, advirtió que representan estimaciones
conservadoras, pues desde hace tres años las limitaciones presupuestales
han causado una reducción continua en el personal dedicado a supervisar
la situación de los niños.
Según la funcionaria, de seguir esta tendencia existe el riesgo de
perder por completo cualquier posibilidad de conocer las amenazas contra
la infancia.
Si bien el mayor número y las más atroces formas de violencia contra
los niños se concentran en menos de una decena de naciones de África y
Asia –Somalia, República Democrática del Congo, Siria, Yemen,
Afganistán, Nigeria y Malí–, la situación reclama esfuerzos concertados
del conjunto de la comunidad global.
En particular, los dirigentes de los estados occidentales que han
azuzado, financiado o proveído armamento a los actores en conflicto en
varios de las naciones enlistadas deberían sentirse llamados a cuentas
en lo tocante a la protección de los menores que han quedado atrapados
en las acciones bélicas.
Cualquier forma de violencia resulta inaceptable en un orden
internacional que se pretende democrático y regido por el respeto a los
derechos humanos, pero la persistencia de las agresiones contra niños y
niñas suponen una vergüenza adicional, por cuanto se ceban en los
miembros más desprotegidos de la sociedad.
En suma, la comunidad internacional está llamada a tomar las medidas
necesarias para poner fin a todas las prácticas que atenten contra el
desarrollo pleno y armónico de los menores de edad, un objetivo que debe
colocarse por encima de cualquier restricción política o financiera.
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