León Bendesky
La Jornada
La actividad política
conlleva el espectáculo. Así ha sido y así es. Constituye una
manifestación primordial del poder. Y, como ocurre con todo espectáculo,
los hay de distinta naturaleza y variada calidad.
Los rasgos específicos del espectáculo político son, en ocasiones,
tan sutiles, quizás hasta seductores, para ser tolerables; en otras, se
notan a leguas, causan controversias y conflictos; en algunos casos dan
pena.
A esto puede asociarse el papel de la verdad en la política. No se
trata de exigir de modo absoluto –adaptando un viejo adagio– que se diga
la verdad aunque perezca el mundo. Sino, al menos, que haya cierta
legitimidad en la forma, el contenido y la oportunidad.
La mentira en las cuestiones de Estado, considerada en un sentido
general y, por tanto, sin las cualificaciones que son ciertamente
necesarias y que acaban por aparecer en un determinado momento, puede
ser necesaria. En otras ocasiones es de plano un hecho burdo, sin dejar
de ser por ello potencialmente muy peligroso.
El filósofo Harry Frankfurt ha advertido de modo radical que los
discursos de los políticos no están condicionados por la verdad; ese no
es su interés primordial y, en cambio, sus argumentos se escogen o se
inventan para obtener fines muy concretos e inmediatos.
La magnitud de esta cuestión puede plantearse a la manera de Hannah
Arendt, cuando afirma que la mentira es vista como instrumento
justificable de políticos y demagogos y se pregunta si es que forma
parte de la esencia de la verdad el ser impotente y de la esencia del
poder ser falaz.
Dos casos pueden ilustrar diferencias con respecto al asunto de los
medios y fines asociados a lo que dicen los políticos y de los bordes
entre mentira y verdad.
En su famoso discurso tras ser nombrado primer ministro en mayo de
1940, en plena guerra con los nazis, Winston Chirchill dijo a los
británicos:
No tengo nada que ofrecer excepto sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor. Sabía que era verdad, pero también que las cosas podían ser mucho peores.
Muy distinto, por ejemplo, es el entramado político construido en torno a la frase pegajosa de “ Make America great again”,
que se usa para sostener que los mexicanos que cruzan sin documentos la
frontera con Estados Unidos son violadores o narcotraficantes, o bien
que los musulmanes son criminales.
Hace apenas unos días sucumbió finalmente el penoso gobierno
encabezado por Theresa May en Gran Bretaña; el que heredó luego de la
gran pifia política de David Cameron, que con el referendo de 2016
generó el movimiento del Brexit.
A ambos les ha costado el poder y la carrera política. A May la
remplazó Boris Johnson, un tipo hecho precisamente para el momento que
vive ese país, lo que, por cierto, no apunta al éxito de lo que se
propone hacer para dejar la Unión Europea.
La reina, que según el protocolo recibió a Johnson, ironizó cuando le dijo:
No entiendo cómo en las actuales circunstancias nadie puede estar interesado en formar gobierno. Una lección de realismo histórico que debe haber rebasado al nuevo inquilino de Downing Street 10.
En una de sus primeras declaraciones triunfales, el nuevo primer ministro afirmó:
En 2050, Reino Unido tendrá la economía más próspera de toda Europa. Esta declaración no puede ser verdadera, por la mera existencia irremediable de la incertidumbre y por la posibilidad de que el país mismo no exista como tal para entonces. Habrá que preguntarle a escoceses e irlandeses.
Todo esto no es un asunto anecdótico. Repercute adversamente en las
condiciones de existencia de la gente, los que optan por la salida o se
oponen; vidas, todas ellas, que son finitas.
Los gobiernos no son hoy capaces de ofrecer estabilidad y se
benefician de la confrontación con quien sirva para ese propósito.
España es un caso en cuestión; ni siquiera se alcanzan los mínimos
pactos sostenibles en un entorno disfuncional que se ha estancado.
En cada época hay circunstancias específicas que provocan el
extremismo de los discursos políticos y el enfrentamiento entre los
ciudadanos. Hoy, en todo el mundo abundan tales condiciones. Esa
generalidad es una circunstancia que acarrea constantes disputas
políticas e ideológicas. Las migraciones, el nacionalismo, la xenofobia
aliada a la discriminación y la degradación del medio ambiente muestran
apenas una parte de las bases en que se asienta el poder, más allá de
sus manifestaciones públicas.
En México, las cosas tienen su manera particular de expresarse. No
debería haber confusión alguna de lo que significa cumplir con la ley
vigente. Es obligación de todo ciudadano y más aún de aquellos que
reciben un mandato por la vía de las elecciones y tienen por ello poder
político explícito. Si esa obligación es real, no hay necesidad de
firmar compromisos notariales en un escenario público. Basta cumplir
cabalmente con la Constitución. No debería haber confusiones al
respecto, tampoco tendrían que alentarse las suspicacias.
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