Los tres tienen ante sí, en los próximos cinco meses, la tarea formidable de remontar el desencanto ciudadano ante la clase política y los procesos electorales, la pérdida de credibilidad de las instituciones y la zozobra social generada por la combinación de una circunstancia económica devastadora para los sectores mayoritarios, de una inseguridad gravemente deteriorada en los cinco años del actual gobierno y una delincuencia que no parece detenerse en su expansión por el territorio nacional.
A la ciudadanía le corresponden los esfuerzos no menos significativos de sobreponerse a su escepticismo, abrirse paso por entre el mercadeo político, las campañas de posicionamiento de la imagen personal y la demagogia simple para encontrar las propuestas de gobierno de cada fórmula y elegir una de ellas para otorgarle su sufragio.
Un factor fundamental de cara a este trabajo de discernimiento es el cotejo de cada futuro candidato –pues ninguno de los mencionados posee hasta ahora esa condición– con su respectivo desempeño a su paso por puestos públicos y de representación popular. Tanto López Obrador como Peña Nieto y Vázquez Mota han ejercido diversas responsabilidades ejecutivas, así como legislativas (en el caso del segundo y de la tercera), y existen registros públicos de lo que para bien o para mal hicieron y no hicieron. Por añadidura, en los meses que restan para la cita con las urnas los tres pasarán por una exposición pública que permitirá delinear virtudes y carencias de cada uno.
Es particularmente importante que en la circunstancia actual las instituciones electorales sean inflexibles para atajar factores de distorsión de la voluntad popular como los que se han presentado en comicios presidenciales anteriores, particularmente la intromisión del poder público federal y de gobiernos estatales con el propósito de favorecer a un candidato o de hacer campaña negativa contra otro.
Una beligerancia facciosa como la que desarrolló el gobierno de Miguel de la Madrid a favor de Carlos Salinas de Gortari en 1988, el de éste para favorecer a Ernesto Zedillo, seis años más tarde, o el de Vicente Fox y las cúpulas empresariales para impulsar la campaña de Felipe Calderón y desacreditar a López Obrador sería obligadamente desastrosa para la mermada credibilidad de los procesos e instituciones electorales y podría desembocar en un triunfo huérfano de legitimidad como el que cosechó en 2006 el actual titular del Ejecutivo federal, con la diferencia de que hoy los márgenes de gobernabilidad son mucho más estrechos que hace seis años.
Cabe esperar, por último, que los aspirantes presidenciales protagonicen campañas propositivas y de altura, centradas en la promoción de las propuestas propias y no en el golpeteo a sus rivales, y orientadas a persuadir a los ciudadanos mediante argumentos y no por medio de derroches de dinero en propaganda abrumadora y vacía.
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