Claudio Lomnitz
Algo cuadra. Es el comentario de un campesino llamado Jaime, citado por el reportero Arturo de Dios Palma en un reportaje sobre el despoblamiento de las rancherías de la Montaña, en Guerrero, debido a la caída de precios de la goma de opio. El fentanilo le ha dado al traste a la economía de los pequeños cultivadores de amapola en la región, y en cuestión de tres años, el poblado de Jaime se redujo de 130 a 30 familias. Desde 2017 se les cayó el mercado de la amapola, y en 2019, como puntilla, el gobierno se atrasó tres meses en la entrega de los fertilizantes gratuitos que prometió, que son necesarios por lo degradado de la tierra en la región. El resultado fue que esos pobres campesinos tampoco alcanzaron la cosecha maicera, y la mayoría del poblado ha tenido que migrar. Los que se quedaron pasan hambres.
Según el reportaje, publicado en El Universal, había hasta
muy recientemente mil 281 rancherías de la sierra guerrerense que
dependían de cosechar amapola, habitadas por unas 50 mil personas. Si la
ranchería descrita por el reportero fuese típica de esos mil y tantos
ranchos, significaría que en estos últimos dos años habrían emigrado
tres cuartas partes de estas 50 mil personas, la mayoría en condiciones
de gran precariedad.
Las rancherías amapoleras suelen estar bastante aisladas –la
incomunicación ha sido siempre un recurso importante para el cultivo,
por su ilegalidad– pero ese aislamiento empeora ahora la circunstancia
de los pobladores que opten por quedarse ahí: no hay trabajo, llegan muy
pocos productos de consumo y el transporte para entrar y salir de las
comunidades es caro y debe ser pagado en efectivo. Si sumamos la crisis
de producción agrícola de este año, porque los fertilizantes subsidiados
llegaron a los pueblos demasiado tarde, tenemos una situación realmente
grave.
Pero esa tragedia –porque es una tragedia– no es a lo que se refería
la población local cuando decía al reportero Arturo de Dios Palma que
algo no cuadra. Lo que no terminaban de entender, era otra cosa. Resulta que la región amapolera estuvo relativamente tranquila durante los últimos 10 años, cuando la violencia devoraba otras regiones de Guerrero, pero ahora que esas comunidades se están despoblando, que ya no cultivan más la amapola, la región pasan por su momento más violento. Eso no les cuadra. Antes, con la amapola, estaba todo un poco más tranquilo (relativo a estándares guerrerenses, claro) y ahora, en cambio, hay una plaga de asesinatos, desapariciones y plagios. ¿Cómo explicar esto? ¿Qué sucede ahí?
El reportaje, y los pobladores de la Montaña, nos dejan esa pregunta.
¿Cómo explicar que la violencia aumente justo cuando una zona se
empieza a despoblar? ¿O cuándo la zona deja de ser útil para la
producción de un enervante prohibido?
Contra lo que piensa el gobierno, no se puede contestar nada de esto
sin investigación de campo. La realidad no se puede deducir desde el
escritorio del señor Alfonso Durazo. Aun así, la situación sí da para
dos consideraciones preliminares, y algunas conjeturas que tendrían que
ser exploradas para generar una política de seguridad, actualmente
inexistente.
Primero, el aumento de asesinatos y secuestros en estos poblados
serranos no puede ser explicado a partir de la idea de que la violencia
siempre mana de la lucha por el
control de la plazas. Sin amapola y sin un mercado de consumo interno, ¿cuál sería la plaza que se estarían peleando? Tampoco se puede explicar la violencia a partir de otra idea muy socorrida: que la violencia es un mecanismo para controlar las
rutas de trasiego. Los poblados de la montaña no están en la ruta a ninguna parte, sino a la montaña misma. Por otra parte, ¿cómo explicar la falta de violencia cuando sí estaban sembrando amapola? Cuando los poblados
eran plazahabía poca violencia; ahora que ya no lo son, hay mucha violencia.
En otras palabras, la situación descrita en el reportaje sugiere un
momento de paz (relativo), cuando los poblados de una región producían
amapola y la vendían a un precio que garantizaba su subsistencia, y otro
momento, de colapso agrícola, marcado por asesinatos y plagios. O sea,
la violencia aumentó cuando la economía cambió.
Así, una hipótesis para explorar el caso podría ser que en su momento
de buen funcionamiento, la economía amapolera había desarrollado
mecanismos de regulación violentos más o menos estables, y que al
comenzarse a desplomar esa economía, desaparecieron las alianzas
interfamiliares o intercomunitarias que protegían a esas comunidades,
volviéndolas vulnerables a la depredación de actores violentos.
El ejemplo de la caída de precios de la amapola sugiere que el cambio
económico abrupto puede desencadenar la violencia, porque los
equilibrios que existían ya no alcanzan para regular el acceso a los
recursos locales. Así, el gobierno tendría que estar muy atento a los
procesos de cambio económico abrupto –sea por la entrada de un nuevo
recurso o por el desplome de una actividad económica– y atender la
seguridad muy especialmente en esos lugares, hasta que se consigan
nuevos arreglos y equilibrios. La violencia no es resultado ni de la
riqueza ni de la pobreza, sino que se agudiza cuando se rompen los
equilibrios de fuerza que regulan toda economía informal.
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