Para serlo en verdad, un
partido político debe cumplir con varios requisitos; no sólo los de la
ley, sino los que reconocen los estudiosos de esta materia. Un partido
es una pluralidad de personas que coinciden en participar juntos para
alcanzar el poder y así establecer un gobierno que actúe y tome
decisiones a partir de los principios, programas y valores que el mismo
partido haya propuesto. En un partido hay una causa material, para usar
el lenguaje de la lógica tradicional, y una causa formal; la material es
la gente, los afiliados, los integrantes del grupo y la causa formal es
el ideario, las motivaciones que unen a los militantes; se puede decir
que esta causa formal encarna en los documentos fundacionales,
principios, valores y reglas de organización.
Si algunos se agrupan para tener el poder, pero no tienen ideas ni
ideales, si sólo buscan el mando para su beneficio personal o de grupo,
no son un partido, son una banda de pícaros ambiciosos.
La etimología de la palabra no deja lugar a dudas: un partido
presupone que en la comunidad en que actúa hay otros partidos, al menos
uno más; no puede haber en los estados modernos que adoptan la
democracia como forma de gobierno, ni un partido único ni un partido
oficial que abarque a toda la población o que se identifique con el
Estado; el sistema de partidos presupone competencia limpia y equitativa
entre las diversas corrientes de opinión que se organizan formalmente
para participar en la vida pública. Además, debe competirse con
propuestas, con ideas, con convicciones frente a otras convicciones y
otras ideas; una simple lucha de propaganda, de mercadotecnia, es
realmente un engaño, una simulación de la democracia.
Como los conocemos hoy, los partidos aparecen en Europa y en América a
finales del siglo XVIII y principios del XIX, aun cuando sus
antecedentes datan de largo tiempo; en las comunidades políticas han
existido históricamente divisiones, rivalidades, diferencias que son el
pan de todos los días en este campo específico de la actividad humana.
Los horacios y los curiacios, en la Roma de los primeros tiempos; los
capuletos y los montescos, en la Italia del Renacimiento; los
partidarios del Papa y los del emperador, en la Edad Media; los whigs y los tories,
en la Inglaterra del Renacimiento, y podríamos seguir con una larga
lista de rivalidades políticas que dan forma a la historia de la
humanidad.
Desde que México es independiente han existido partidos; apenas se
habían firmado los Tratados de Córdoba y ya se dividían los triunfadores
del Ejército Trigarante en borbonistas e iturbidistas; muy pronto se
enfrentaron monárquicos contra republicanos, centralistas contra
federalistas y durante buena parte del siglo XIX liberales contra
conservadores. Es hasta el siglo XX cuando aparecen verdaderos partidos
con las características que en sus grandes rasgos persisten.
No se trata aquí de la historia de los partidos mexicanos. Hay obras y
datos en las hemerotecas y en los archivos para ello; solamente
mencionaré que hoy, prácticamente, no hay uno que no se encuentre en
crisis.
Más bien, trataré de identificar cuál es la principal causa del
deterioro y la erosión que lleva a los partidos a convertirse en
caricaturas de ellos mismos o a desaparecer: muchos han escrito sobre
este tema, Duverger, Sartori, Pareto y otros; voy a recordar a un
clásico que escribió a principios del siglo XX, me refiero al alemán que
vivió y actuó en Italia como catedrático y militante de izquierda, el
sociólogo Robert Michels. En su obra Los partidos políticos
pone énfasis en las tendencias oligárquicas que encuentra en los
partidos de su tiempo; señala con mucha precisión cómo los grupos que
nacen con gran entusiasmo popular, muchos planes de cambio y mucha
confianza en la democracia, pronto caen en un vicio que él denomina
ley del hierro de los partidos políticos, que no es otra cosa que la toma de las estructuras partidistas por las burocracias que los administran.
Cuando los clubes y comités que hacen surgir a los partidos, las
brigadas de militantes, el trabajo de casa en casa, las discusiones que
dan vida a las agrupaciones políticas, son sustituidas por reglas
rígidas no conocidas por todos y que se convierten más que en una norma a
cumplir en un santo y seña para ingresar a los cargos privilegiados,
los partidos empiezan a decaer. Los dirigentes que
sabenlos mecanismos y las reglas impiden el paso a los idealistas, a los militantes de base y a quienes sin demasiado interés por los protocolos y las formalidades, conservan ideales y convicciones.
¿Como detener esa decadencia, esa erosión? No es imposible, sólo hay
que mantener las posiciones, militar abajo, en los comités de base y
vencer a los usurpadores en las elecciones internas y en los debates,
pero principalmente, nunca darse por vencidos. Si se construyó un
partido, si se ganaron las elecciones, no será imposible dejar atrás a
los oportunistas.
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