1/21/2013

Sobre la ley antilavado


Carlos Fazio

Aprobada y promulgada en octubre pasado, a seis semanas de que expirara el sexenio de Felipe Calderón, la Ley para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita entrará en vigor en julio próximo. La nueva ley tiene dos vertientes. Una toca estrictamente el ámbito financiero y obliga a los bancos y otros intermediarios a detectar e informar a las autoridades de cualquier operación anormal de sus clientes, algo que ya existía, pero que ahora puede llevar a una mayor coordinación interinstitucional e investigaciones más profundas, que eventualmente llegarán al ámbito penal.

La otra vertiente trata de operaciones en bienes inmuebles, joyerías, automóviles, blindaje de vehículos, juegos con apuesta y el mercado del arte, donde los estados deberán ocuparse de prevenir las transacciones que involucren recursos de procedencia ilícita.

Más allá de las suspicacias que despertó en su momento –debido a la tardanza que tuvo para su estudio y finalmente la rapidez con que se aprobó en el Senado y fue promulgada por Calderón a dos años de su presentación–, lo más novedoso de la nueva disposición es que, además, hace corresponsables del delito de lavado a bancos, notarías, corredurías públicas, joyerías y quienes realicen operaciones anormales en efectivo y no lo hagan saber a las autoridades.

Resistida por Calderón en el marco de su guerra a las drogas, la demanda de que se debía golpear a los grupos de la economía criminal en lo que más les duele: su patrimonio y capacidad financiera, fue enarbolada por los críticos del modelo, que exhibieron, por ejemplo, lo redituable que resultó a instituciones como la franquicia del HSBC en México realizar presuntas operaciones de lavado de dinero por 7 mil millones de dólares con la subsidiaria en Estados Unidos de ese banco británico, y pagar 387 millones de pesos por las mil 885 multas que les fueron aplicadas por la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (por el incumplimiento de disposiciones relativas a la detección y reporte de operaciones inusuales entre 2007 y 2008). Cabe consignar que todas las multas se dieron en el ámbito administrativo y a la fecha no se inició proceso penal contra quienes presuntamente participaron en esos ilícitos.

Con antecedentes de ese tipo, es previsible, no obstante, que la ley no servirá para detener el lavado de dinero, ya que si se frena existe el riesgo de inestabilidad financiera, dado que la economía mexicana está narcotizada y es dependiente de esa práctica ilícita, por lo que cualquier forma de fiscalizarla pondría en riesgo la estabilidad del país. Con el agregado de que mucho antes de que se emitiera la nueva ley existía una unidad especializada de la Secretaría de Hacienda y su trabajo fue prácticamente nulo.

No es descabellado suponer que gracias al lavado de dinero México puede tener el nivel actual de reservas internacionales. Si se tratara de cambiar el modelo que combina operaciones entre la economía criminal y la legal, ello mermaría la entrada de capitales y, por tanto, se comprometerían las remesas, la deuda externa, la estabilidad del tipo de cambio y la inflación. Por ello es predecible que la administración de Enrique Peña seguirá haciéndose de la vista gorda, porque afectar esos intereses comprometería al sistema bancario y a la industria, y con ello la propia dinámica del país.

A su vez, cada año se confirma que el consumo de cocaína, mariguana, hachís, drogas sintéticas, alucinógenos, metanfetaminas y otras sustancias ilícitas se mantiene y crece en el mundo, a la par que aumenta el poder y la organización de los traficantes. La guerra a las drogas en los países consumidores ricos es más bien aparente. De hecho se da por sentado que las drogas llegaron para quedarse porque son un negocio millonario en dólares y erradicarlas es tan antieconómico como imposible. Por lo que es mejor administrarlas, como ha venido haciendo Estados Unidos, desde que en 1971 el gobierno de Nixon declaró la guerra a las drogas.

Eso explica por qué los estupefacientes prohibidos circulan sin mayores sobresaltos en América del Norte y Europa a través de vastas redes de distribución que surten a millones de consumidores. Y por qué, a diferencia de lo que ocurre hoy en México, sus ciudades, calles y campos no son zonas de guerra entre las bandas criminales, ni entre éstas y las policías y menos con las fuerzas militares. Explica, asimismo, la permisividad de sus gobiernos ante un sistema financiero global al que a veces le hacen reclamos simbólicos, pero que en la práctica ha tenido por décadas luz verde para lavar cientos de miles de millones de dólares al año. Un caso ilustrativo de que lo que se busca no es la erradicación sino el abasto controlado de drogas es Afganistán, productor del 80-90 por ciento del opio que se consume en el mundo, hoy virtual narcoestado bajo la intervención de Estados Unidos.

¿Qué hacer? De manera paulatina se han venido sumando voces, en particular en naciones afectadas de la periferia, como Uruguay, que claman por un cambio global en el enfoque punitivo a las drogas. Se aboga por políticas que prioricen un enfoque informativo y racional, no alarmista, y que se transite de un mercado criminal a un mercado legal controlado. Y, fundamental, que se pase de un escenario de violencia caótica, horror y muerte a uno de paz y seguridad. En ese contexto, México debería tomar acciones unilaterales tendientes a una legalización regulada, como lo vienen haciendo con éxito desde hace años Holanda, España, Australia y Estados Unidos, y lo han empezado a hacer Uruguay y Guatemala. Un objetivo sería desarticular el actual mercado negro que por naturaleza es selvático, y sustituirlo por opciones legales que hagan inútil la violencia como fórmula de mercadotecnia; que neutralicen la corrupción y que salven miles de vidas que ahora se pierden en una guerra horrorosa y sin límites.

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