5/02/2014

Amor desdichado



Tomás Mojarro

Media tarde de domingo en el jardincillo del manicomio, a donde acudí a visitar a la tía Gabriela. Aquí el final de esta historia de amor sin ventura:

Que con su marino danés, amor malaventurado, la susodicha tía Gabriela tocaba muelles fantasmales y en barrios penumbrosos se hundía en el desaforado amor entre negras de pechos empitonados que llevan pelambre color azafrán. Una jornada marinera que esta vez realizaba en sueños, atrapada en los roquedales zacatecanos.  Lóbrego.

La tía Gabriela tiró su fortuna al mar. En una de sus fugas  cayó en la manía:  barco que llegaba a puerto, barco al que trepaba la malmaridada de la soledad, y entre los marineros buscaba al ausente, y al desengaño se acercaba a babor, echaba al vuelo las zarcas pupilas, humedecidas de yodo y de sal, y de su escarcela extraía las monedas que sus dedos alcanzaban a tomar y, los ojos cerrados y en la boca, en susurro, la invocación del ausente, a lo calmoso las dejaba ir a las ondas del mar…

Y hasta aquí la verídica historia de amor. Tan verídica como son todas esas historias donde intervienen amor y cordura, locura y  soledad. “La herencia me hubiese durado unos años más, y con ella mi chifladura de maromear de barco en barco navegando con bandera de trascuerda, pero qué fortuna resiste tantos sexenios de infamia. Pero  nosotros, aguantando…

Yo agaché la cabeza. No lejos, un esquilón. El rosario. Aquí, la cabeza se nos llenaba de pájaros. En el follaje, condóminos alboroteros, los visitantes alados se disponían a dormir. Dije, nomás por decir:

- Qué relación pueda haber entre el derroche de su fortuna y la mala fortuna de permitir que una cáfila de logreros trepe a Los Pinos. Usted arrojó al mar todos sus oros hasta quedarse como está, mírese. Por qué culpar a Los Pinos.

- ¿Por qué? Ahora lo verás. Antes, cuando el país disfrutaba de un discreto pasar, ¿cuántos barcos nos llegaban a los puertos? Pocos, y a cargar mercancía. Uno a Manzanillo, a Veracruz, algún desbalagado a Acapulco. ¿Cuántas monedas podría yo sembrar en el mar? Ah, pero los proyankis se culimpinaron ante la rapacidad del modelo neoliberal, ¡y la invasión de los barcos! Navíos fuereños copeteados de frijol para puercos (que consumimos nosotros), ¡y maíz, y  frutas del trópico!,  falluca, quincalla, y tú sabes: quincalla otorga. Barcos y más barcos, cargas y más cargas, pacas y más pacas: calzones de segundos cachetes, armamento para narcos, dinero sucio del Vaticano, el del bergante JPII. No, y los huevos que aquí faltan.  A ver si a ti, cuando menos, te da algún amago de vergüenza. Ah, tantos navíos, tantos marineros, ¡pero nunca el de mi danés!

Y aquel manso llorar en el más apartado rincón de un manicomio hasta donde la intolerancia familiar fue a empozar a la tía Gabriela, “¡Porque quien alimenta el mar con dinero sólo puede estar mal de la cabeza!”

- Hijo Tomás, ¿me llevarás algún día a las orillas del mar?

La tarde se oscurecía cuando dejé a la tía Gabriela. Mientras trepaba en el volks me sentí basura y humano redrojo, porque eso de prometer llevarla hasta los puertos donde decenas y más decenas de barcos, frenéticos, siguen acarreándole al México soberano e independiente su qué comer. (¿Y nosotros, en tanto?)

Ahí, sobre el asiento del volks., en La Jornada del pasado lunes: La dependencia alimentaria de México ha aumentado de manera alarmante.

- ¿Y? (el del pasado régimen.) ¿Por qué preocuparnos?, Sale más barato importarlos.

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