3/12/2016

Mujeres y poder público


¿La profesora Gordillo nos representa a todas las mujeres porque es mujer?

lasillarota.com

“Agáchense, y vuélvanse a agachar,
las niñas bonitas se saben agachar”.
Ronda infantil.

Me ha sucedido escuchar con frecuencia: “El poder masculiniza a las mujeres”, o “¿por qué el poder masculiniza a las mujeres?”, Ya sea que se enuncie como afirmación o como pregunta,  lo que sigue es una lista de nombres de mujeres que ocupan o han ocupado cargos públicos cuyas características en común -nos dicen- corroboran la afirmación. ¿Podríamos siquiera suponer que esas mujeres concretas nos representan a todas las mujeres? ¿Margaret Thatcher -por mencionar un ejemplo muy recurrido en el tema de “la masculinización de las mujeres”- o la profesora Elba Esther Gordillo, mantienen alguna condición de “idénticas” con el resto de nosotras?

¿Más allá de ciertas características en el cuerpo (aún allí marcadas por amplísimas diferencias) en qué podría consistir esa condición de “idénticas”? Cuando un hombre se corrompe, nos referimos a él con sus nombres y apellidos,  no lo consideramos el representante de todos los millones de hombres en el mundo, vivos, muertos y por nacer.  Sabemos que cada ser humano del sexo masculino es libre  de elegir su muy personal manera de relacionarse con el poder y de ejercerlo. Nos guste su manera o no.

Una no dice: “Peña Nieto es un corrupto porque es hombre”. En todo caso se le envuelve en el genérico: “Es un priísta”, pero su pertenencia al sexo masculino no es un dato incluido en el debate de su eficacia o de su ineficacia. Tampoco decimos: “El diputado jamás asiste a sesiones, ¿qué se podría esperar si es un hombre? o “su intervención fue una hilera de mentiras deshilvanadas, claro, es que es hombre”.

Me llama muchísimo la atención cuando las críticas contra las cuotas para las mujeres o contra la paridad, giran alrededor de frases como: “No es posible otorgar más espacios si las mujeres no están preparadas”. “No se trata de que pase cualquiera porque es mujer, sino de que lleguen los mejores”. ¿Podrían estas elucubraciones  sostenerse después de un análisis –ni siquiera tendría que ser demasiado meticuloso- del sector masculino en las cámaras y en general en los puestos de poder?
 
  
¿La profesora Gordillo nos representa a todas las mujeres porque es mujer? ¿Acaso todas las mujeres somos -¿biológicamente?-  responsables de sus decisiones?
               
“En palabras de Celia Amorós, lo que señala la existencia de universos distintos simbólicos para varones y mujeres  es la existencia de dos órdenes conceptuales, el de los iguales  (entre sí) y el de las idénticas (entre sí). Los iguales se reconocen como individuos, por lo tanto, como diversos, dotados de esferas propias de opinión y poder. Las idénticas carecen justamente de principio de individuación, de diferencia, de excelencia de rango”. Amelia Valcárcel en “Sexo y filosofía. Sobre ‘mujer’ y ‘poder’”.

Un hombre se representa a sí mismo, a su partido, a la corriente en la cual participa, a la historia que  ha escrito… y allí habría que mirar de cerca, persona por persona, historia por historia. Pareciera que una mujer tiene que representarnos a todas y que si esa mujer se empeña en el abuso de poder y en la fiesta siniestra de convertir sus compromisos en privilegios, todas las demás somos responsables de ella. Es más, esa mujer se convierte en la prueba de que otra mujer en su lugar actuaría de la misma manera. ¿Qué no es también una mujer?  ¿Para qué entonces reivindicar espacios para las mujeres si no tienen nada nuevo que aportar? Mejor que se queden en sus hogares donde sí son dulces y buenas (todas y cada una de ellas), o en trabajos que no impliquen niveles importantes en la toma de decisiones.

Sin embargo, hasta los hombres pierden este derecho (de facto) a la individualización en los contextos en los que se trata de estereotipar a las mujeres. Supongo que afirmar que una mujer se “masculiniza”, implica que ejerce el poder de una manera abusiva, que es corrupta, que está dispuesta a aplicar la “mano dura”. ¿Lo anterior nos permitiría deducir que todos los hombres sin excepción son corruptos y represores?  ¿Existe entonces  una esencia masculina que lleve a esos sujetos a los que designamos como “hombres” a optar – a ultranza- por la brutalidad, más que por el diálogo?

Y sí esa “esencia” masculina  existe y así lo consideráramos por qué se escucharía tan absurdo e inaceptable si dijéramos: “La única manera de transformar este país es que ningún hombre acceda al poder. Ninguno. A ningún tipo de poder”. O “¿para qué pedir rendición de cuentas a los funcionarios públicos si todos son biológicamente corruptos?”. O “estamos fritos y sin esperanza porque la mitad del mundo son hombres y todos ellos sin excepción son deshonestos y abusivos”. Pero siguiendo esta línea absurda de pensamiento: que tampoco se vayan a la casa a cuidarnos a los niños porque nos los van a desgraciar. Inaceptable, ¿verdad?

¿A esa esencia masculina –a modo y a conveniencia- se contrapondría una esencia femenina –a modo y a conveniencia- generosa, honesta,  abnegada, incorruptible y preocupada sin falla por el bien común? Pareciera que a las mujeres que acceden a un cierto tipo de poder se les exigiera mantener los ideales atribuidos a La Madre, y que en la realidad, millones de madres en este mundo no estamos en posibilidad de cumplir, porque son eso: ideales.  Porque esos ideales arrastrados a la cotidianidad terminan convirtiéndose en estereotipos.  Y los estereotipos son camisas de fuerzas destinadas a enmarcar un inamovible deber ser para los hombres y otro para las mujeres.

Si aceptamos como válida la frase: “El poder corrompe” (agregaría, a quien se lo permite), ¿qué nos haría suponer que ningún hombre es capaz de no corromperse y que ninguna mujer es corruptible? Pero ese es el detalle en la “lógica de las idénticas” que tan bien señala Celia Amorós: cada hombre tiene el derecho a ser distinto del hombre que tiene al lado. Es mucho más difícil concebir –fuera de los estereotipos clásicos y “diferenciales”: “las santas” y “las putas”—que cada mujer tiene el derecho a ser distinta  de la mujer que tiene al lado. Y que en la realidad: es distinta.  


 ¿Una mujer política en riesgo –cada segundo-  de “masculinizarse”, porque ejerce el poder que se ha ganado con su muy singular propuesta?

La afirmación “las mujeres se masculinizan cuando acceden al poder”, tiene seguramente cantidad de posibilidades de análisis, me limito a dos: vivimos en un sistema corrupto construido –a través de los siglos- sobre todo, por los hombres. Esa desilusión, esa desesperación ante todo lo que falla podría conducirnos a una esperanza que de hecho ha sido ampliamente analizada por los distintos feminismos: ¿Las mujeres podemos representar una alternativa más leal y justa en el ejercicio del poder? Si nos arropamos en la utopía (me encantaría hacerlo) la respuesta sería: sí. La realidad nos ha dado muy tristes pruebas de lo contrario.  Una mujer sólo puede representar una manera distinta de relación con el poder, si así lo trabaja y si así lo elige. Igual para los hombres.

Sin embargo, el planteamiento de formas más justas y honestas de ejercer el poder ha sido un largo debate dentro de los  colectivos feministas, es más, el debate incluye como motor una pregunta: ¿Las mujeres deseamos acceder al poder o elegimos convertirnos en una fuerza de lucha en su contra? Un contra-poder. La respuesta individual ha dado resultados muy diferentes. Pero es un hecho: hay decenas de miles de mujeres que sí quieren acceder a ese poder que tiene que ver con la toma de decisiones públicas. Y ese es su inalienable derecho.  ¿Cómo van a ejercer su poder? En esa libertad –acotada por la ley, si la ley se ejerce- en la que se mueven los hombres.

La segunda posibilidad de análisis que me interesa es la siguiente: esta afirmación podría ocultar un temor –que puede llegar hasta la categoría del pánico- de muchos hombres a aceptar a las mujeres –de una manera creciente- como sus interlocutoras, ya no sólo en los territorios de lo privado, como es la costumbre, sino en los territorios de lo público.  Y dado que por siglos no ha sido así, hay cantidad de reglas que aprender de ambas partes. En todo caso, esa afirmación contribuye a crear lo que se ha llamado “Los techos de cristal para las mujeres” es decir, ese punto en donde el sistema no permite que una mujer, por más capacitada que esté para hacerlo, continúe avanzando hacia puestos de mayor toma de decisiones.          

“Estaríamos encantados de que más y más mujeres participen en lo público, pero ¿qué será de ellas si se “masculinizan?”. Las pobres.  O, “¿cómo para que las querríamos si terminan actuando igual que nosotros, no es mejor quedarnos entre nosotros? Es evidente que en algún lugar de los imaginarios colectivos una mujer con poder político tiene mucho de indecoroso, de incómodo y de amenazante. No es lo mismo el “No al poder” desde aquellos feminismos que consideran que si la reflexión y la acción feministas son legítimas,  el feminismo tiene/tendría que ser un movimiento anti-poder, que la necesidad de crear impedimentos muy subjetivos desde reflexiones que son bien distintas y cuya finalidad consciente o inconsciente sería atajar la participación femenina. Regresar a las mujeres a lo privado.

Desde la sorpresa bienintencionada y auténtica, hasta la magnanimidad, esa amenaza de “masculinización” construye un techo de cristal para las mujeres. Uno que se construye desde el exterior, otro que se construye desde las prohibiciones introyectadas. Si un hombre actúa conforme a una ética basada en la honestidad y el bienestar común, es un hombre ético. Si una mujer lo hace, ¿sería lo menos que puede hacer dado que no le implica ni el más mínimo esfuerzo? Ninguna elección particular, ninguna decisión, nada sino seguir el libre llamado de su naturaleza honesta y bondadosa. Existen hombre y mujeres éticas/os. Hombres y mujeres que no lo son.  Esa transformación: las mujeres a compartir los espacios de lo púbico y los hombres a compartir los espacios de lo privado (en el caso de que así lo deseen) nos obliga a re-pensar las rígidas definiciones que han marcado la diferencia entre los sexos.

“No puede asegurarse que la igualdad entre varones y mujeres nos haga mejores a todos, como fue la optimista presunción del sufragismo y el reformismo, debe resaltarse, kantianamente, que la igualdad es mejor por la universalidad que comporta. El asunto es como se lo planteaba Russell: si conseguiremos hacer una igualdad por arriba o por abajo”. Amelia Valcárcel, “Sexo y filosofía. Sobre ‘mujer’ y ‘poder’”. El poder existe en sus muy diversas formas y no dejará de existir, tenemos, por supuesto, cantidad de preguntas dirigidas a lo que podríamos llamar una ética en el ejercicio del poder. Tanto en lo privado como en lo público.

La voluntad de dominio existe en los seres humanos, creo –por supuesto- que de manera más intensa en unas personas que en otras, de maneras menos trabajadas en unas personas que en otras.  Así como la honestidad, el compromiso y la lealtad. La mitad de la población mundial somos mujeres. Pensar en continuar excluyendo a las mujeres del derecho a compartir  los espacios de toma de decisiones en lo público, es una empresa que no sólo es excluyente e injusta, es –además- a estas aturas, ya imposible. Se puede acotar, estorbar, desacelerar el acceso de las mujeres a la igualdad de derechos, pero es imparable. ¿Existen mujeres corruptas, prepotentes, abusivas? Sí.  “El derecho de las mujeres al mal”, como escribe la filósofa Amelia Valcárcel. ¿Es un llamado a convertirnos en unas miserables? No. Es sólo un llamado a aceptar la individualización de cada mujer. Una manera de reventar la tan irreal: “Lógica de las idénticas”.

Es interesantísimo discutir en este contexto –lo dejo para textos posteriores, por cuestiones de longitud en este texto- ¿por qué cierto estilo de “mujeres malas” resultan tan fascinantes cuando el poder que ejercen deriva de su atractivo sexual y sus talentos seductores, en una diferencia notoria de esos talentos femeninos colocados en la reflexión, la inteligencia y el poder de decisión en asuntos públicos? Lo que de ninguna manera niega los atractivos y la seducción de esas mujeres en otros espacios. Tampoco estos datos significan que las mujeres que usan su atractivo sexual como fuente de poder en sus vidas privadas, sean tontas, banales o sujetos merecedores de discriminación.  Son distintas. Y ese es su derecho.
 
 

 Una narcotraficante convertida por los medios -en su momento- casi en un símbolo sexual femenino. ¿Ella no corría el riesgo de “masculinizarse”?

Hay casos en los que la inquietud me gana: ¿por qué una narcotraficante como Sandra Ávila Beltrán fue convertida en casi un ícono de la femineidad,  (la Vamp de la cocaína), mientras que las mujeres que ejercen un poder político viven -ante cada decisión- amenazadas con “virilizarse?”  ¿Una mujer regentea una red de asesinos seriales y los medios se extraviaban en su belleza real o imaginaria? Interesantísimo.

¿Una asesina serial de sonrisa extraviada y psicótica  es elevada a reina de belleza y Patricia Mercado cualquier día de estos se nos convierte, ya no en un hombre, sino en un macho, porque es Secretaria de Gobierno de la Ciudad de México? Lo que tenemos que discutir no es si el poder político “masculiniza” a las mujeres,  discusión que se convierte en una trampa absurda y coercitiva, sino, ¿cuál es la sociedad que necesitamos y deseamos? ¿Cuáles son los debates, las leyes, y las prácticas indispensables para construirla?  

Hay una parte de mí que se horroriza más cuando la crueldad viene de una mujer. Sí. Me sucede todo el tiempo.  Me encuentro pensando, ¿cómo es posible? Sí. Y me enojo y me entristezco.  Las sicarias. Alguna parte de mí sigue soñando que las mujeres podríamos encarnar maneras distintas de ejercer el poder, y que hay cierto tipo de poderes a los que jamás podríamos sumarnos. Y sin embargo.  Esas son mis muy personales necesidades y fantasías.  La realidad es otra y no podemos participar de los discursos que contribuyen a la exclusión de las mujeres.

¿Cómo construimos una sociedad incluyente, equitativa y justa?  Las mujeres y los hombres.  ¿Cómo nos sumergimos en nuestros inconscientes  por un ratito para intentar analizar y desarmar nuestras contradicciones?  No hay demasiado de racional en toda esa construcción de estereotipos. Oh, no. No hay demasiado de racional en principio. Pero se convierten en una herramienta de control. Se sostienen y recrean porque son útiles. La construcción del “techo de cristal”.  Las mujeres ganamos espacios de participación y surgió Sandra Ávila. La realidad, por el momento, así va.

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