6/07/2019

Cambio climático: actores y responsabilidades

Editorial La Jornada


En su Evaluación Estratégica de la Política Nacional de Cambio Climático, el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático (Inecc) señaló que la política en la materia debe ser transversal, pues hasta ahora no ha permeado de manera uniforme en los distintos sectores económicos ni en los mecanismos de planeación de las dependencias. Asimismo, se presentan marcadas diferencias entre los niveles administrativos, pues mientras a escala federal hay avances en la información pública gubernamental disponible, el acceso a ésta es complejo en las entidades federativas y resulta prácticamente inexistente en el ámbito municipal.
Además de esta falta de transversalidad, debe recordarse que el marco normativo actual, impulsado por los gobiernos del ciclo neoliberal, no sólo adolece de insuficiencias sino que se basa en una visión corporativa del combate al cambio climático, en la cual se privilegian la inversión y las ganancias privadas. Así ocurrió, por ejemplo, con la emisión de bonos verdes y del bono de carbono emitidos por los ex jefes de Gobierno de la capital Miguel Ángel Mancera y José Ramón Amieva, y de manera muy significativa con el impulso a los parques eólicos y las granjas solares por las dos pasadas administraciones federales. En estos últimos casos, para colmo, el crecimiento de las llamadas energías limpias se desplegó con frecuencia en contra de los deseos de comunidades cuyas tierras fueron requisadas para la instalación de los proyectos, y como parte del programa de desmantelamiento de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) mediante la entrega a privados de todo nuevo desarrollo.
Por otra parte, sin negar en modo alguno el deber de México a reducir su impacto en el ambiente planetario ni la urgencia de actuar al respecto, los compromisos contraídos –reducir 22 por ciento de sus emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, entre otros– parecen cargar al país de obligaciones que rebasan sus posibilidades y se antojan desproporcionadas de acuerdo con la parte de responsabilidad que le corresponde. En efecto, México contribuye con apenas alrededor de 1.3 por ciento de las emisiones de dióxido de carbono (el cual supone 80 por ciento de los gases de efecto invernadero, GEI), y se encuentra igualmente lejos de los mayores contaminantes per cápita, con 3.9 toneladas métricas anuales por habitante, frente a las 45 de Catar o las 16.5 de Estados Unidos, por aportar dos ejemplos contrastantes.
En un escenario en que China y Estados Unidos producen por sí mismos 40 por ciento de las emisiones globales, resulta claro que cualquier esfuerzo emprendido desde nuestro país está condenado a ser estéril, máxime cuando el segundo mayor emisor se encuentra gobernado por un individuo, Donald Trump, que niega la existencia misma del cambio climático y ha retirado a su país de todos los acuerdos internacionales con que se busca atajar la catástrofe.
De manera adicional, existe una distorsión en cuanto a la distribución de las responsabilidades a nivel intra e internacional: mientras todo tipo de organismos apelan al cambio de patrones de consumo individual, los datos muestran que el grueso de las afectaciones al medio ambiente provienen de gigantescos actores corporativos: como indica el conocido reporte del Instituto de Responsabilidad Climática de 2017, sólo 100 compañías son responsables de 70 por ciento de los GEI emitidos desde 1988.
En suma, no se pone en duda la necesidad de elaborar una política de Estado que incorpore a entidades y municipios, al sistema educativo en su conjunto y a todos los actores sociales y privados, pero tal estrategia nacional hará poco o muy poco por mitigar los efectos de un desafío que por su naturaleza es global, y en el que el papel más significativo que puede desempeñar México se encuentra en los foros internacionales y no dentro de sus fronteras.

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