4/21/2020

La vita nuova



El confinamiento, impuesto con la fuerza de una ley por numerosos gobiernos en el planeta, tiene por objeto proteger a las poblaciones contra el riesgo de ser contaminadas por la temible pandemia de Covid-19 esparcida por el nuevo coronavirus. La ley impone a todos la dura restricción de confinarse en su casa. Los organizadores de esta medida de prudencia habrían podido preparar el público y convencerlo de las ventajas y bondades del encierro aludiendo al célebre pensamiento del matemático filósofo Blaise Pascal, según el cual toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: la de no saber demorar en reposo, en una recámara. Así, la ley, en lugar de sufrirse como una penosa coerción impuesta a los desdichados ciudadanos, habría podido ser presentada, con la ayuda del filósofo, como un favor reservado a los dichosos elegidos al confinamiento. Estos privilegiados ignoran su buena suerte. Corren en todos sentidos con la esperanza de encontrar una ocasión que les proporcione una razón de vivir, y esta agitación es la fuente de los males de estos insensatos.
Quizá no es necesario recordar una evidencia que no presenta dudas a nadie: el confinamiento actual es, primero y ante todo, una penosa obligación para la mayoría de los trabajadores. Quedarse en casa, no poder salir para acudir a su lugar de empleo, fábrica, construcción, oficina, comercio u otro, puede representar una catástrofe para quienes no tienen la posibilidad de laborar por teletrabajo (Internet). La amenaza del desempleo se desarrolla, como es ya el caso, en numerosos países. Una crisis económica de dimensión mundial, la más grave desde 1929, se propaga y promete mañanas muy difíciles para los pueblos. El filósofo Blaise Pascal vivía en una época sacudida por otras desgracias. No siendo economista ni sociólogo, este pensador se preocupaba, sobre todo y en forma esencial, del verdadero sentido que es necesario buscar para llegar a dar a la vida humana una justificación. Observador atento y sin ilusión sobre el comportamiento de sus contemporáneos, se inclinó más bien hacia una visión bastante pesimista de nuestro destino. Para Pascal, el hombre estaba necesariamente loco. ¿Es una razón por la cual el hombre se cree obligado a huir de él mismo?
Quedarse en casa es, en primer lugar, quedarse consigo. Hallarse en presencia de sí mismo, ¿sería el peor destino que pudiese suceder a un ser humano? ¿Sería uno su propio infierno? Habrá quien pueda alegar, para tratar de defenderse de ser su propio verdugo, que el infierno son los otros, remedando la sugerente e insidiosa frase con la cual Jean-Paul Sartre termina con broche de oro su pieza de teatro Huis clos (A puerta cerrada).
Que el infierno sea uno mismo o sean los otros no alivia las penas y pesadumbres del confinado. Sin embargo, estas aflicciones no parecen ser tan graves. ¿De qué se quejan los sometidos al confinamiento? Desde luego, de no poder salir de sus casas ni reunirse con amigos; se lamentan de los cines, restaurantes, cafés o teatros cerrados. Se tiene derecho a unas salidas: pasear al perro, hacer ejercicio, ir al médico o asistir a un pariente enfermo. Y cada salida debe ser anotada y precisada en un documento a disposición de las autoridades que puedan solicitarlo. Cuando no es imprescindible la presencia física en el lugar de empleo, se practica el trabajo por Internet. ¡Ah!, quedan los niños, obligados a quedarse en casa con las escuelas cerradas. Y los deliciosos bambini necesitan mostrar su creatividad, su energía de sobra. Los juegos de mesa o Internet no bastan, hay que inventar. Imaginar. Encontrar cómo pasar el tiempo.
A pesar de todo, hay gente que se aburre. Esta es la palabra clave: aburrirse, un verbo sin acción, una situación que se sufre. Y se sufre pasivamente, sin dejo de melancolía. El aburrimiento es un mal extraño. Aunque quizá no sea siempre un mal. Más bien un manantial de agua silenciosa donde nos murmuran las gotas de luz de una vita nuova.

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