1/31/2011

La infancia como esclavitud


Ricardo Raphael


“Me llamo Francisco López Santiago. Me despierta mi papá a las 6 de la mañana… tengo 10 años y trabajo desde los ocho cortando tomate, desyerbando y quitando varillón, que es como una tela blanca que está en los surcos. En Ocotlán de Morelos, Oaxaca, voy a primer grado. No aprendo mucho porque a veces no me da tiempo.”

Alrededor de 600 mil niños trabajan en el campo mexicano. Francisco López Santiago solía ser uno de ellos. Con su padre y hermanos pasó varias y largas temporadas en el valle de Culiacán y también en San Quintín, Baja California. Desde Oaxaca, viajaban año con año hacia el Noroeste para cultivar tomate a cambio de unos cuantos pesos diarios. Él y sus hermanos gastaron niñez y adolescencia con las manos metidas entre hortalizas.

La suerte de David Salgado Aranda dejó, entre los suyos, una peor memoria. En los campos tomateros de Sinaloa, este otro niño murió aplastado por un tractor. Tenía sólo nueve años. En diciembre de 2007, Agustina, su madre, hizo el viaje acompañada por dos de sus hijos menores, desde el municipio de Tlapa, en Guerrero, hasta la costa este del mar de Cortés. A principios del año siguiente, mientras trabajaba, el más pequeño tropezó con una cuerda y su cabeza fue a parar debajo de un inmenso neumático.

Quienes contrataron a doña Agustina sobornaron al Ministerio Público para que cambiara la versión de lo que había sucedido. A toda costa debía ocultarse la práctica de esclavizar infantes, tan común entre los grandes productores del próspero campo mexicano. ¿Qué harían los consumidores estadounidenses si supieran que los tomates de sus saludables ensaladas se cultivan gracias a la infancia robada a tantos y tantos niños mexicanos?

En nuestro país, uno de cada ocho menores de 17 años se encuentra laborando. La gran mayoría lo hace en la agricultura. La tasa más alta de ocupación infantil se halla en los estados de Guerrero, México, Michoacán y Zacatecas.

Como lo fueron Francisco o David, un número elevado de esos niños ejerce de jornaleros agrícolas. Porque no gozan de ninguna protección, laboran de lunes a sábado y suelen trabajar más de 12 horas diarias. Sólo uno de cada tres recibe un salario “justo”. Anualmente, uno de cada seis sufre un accidente grave de trabajo.

En más de un sentido, el trabajo infantil está emparentado con la esclavitud. Carece de atributos tales como la autonomía o la dignidad; no se produce por el acuerdo entre dos sujetos iguales en voluntad, sino entre personas cuya relación —por razones de edad— es injustamente asimétrica. De ahí que el consentimiento del menor no constituya un elemento que aporte legitimidad al contrato laboral.

El trabajo infantil es uno de los mecanismos que mejor aseguran una vida carente de oportunidades para cuando el individuo llega a la edad adulta. La mitad de los menores que comienzan a trabajar antes de cumplir los 10 años no suelen concluir la secundaria. A su vez, la gran mayoría de las y los niños que trabajan, tienen o tuvieron padres que no terminaron de cursar la educación básica.

Esta relación laboral es una sentencia implacable; una expresión social que sistemáticamente reproduce exclusión gracias a la responsabilidad de quien la promueve, y también a la complicidad de quien la tolera.

Recientemente, el Banco de México reportó que en nuestro país ha crecido el trabajo infantil en el campo, como producto de la caída de las remesas que los mexicanos expatriados envían mensualmente a sus familiares. Días después, en la Cámara de Diputados comenzó a discutirse una propuesta que quiere elevar las penas y las sanciones hacia todos aquellos involucrados en esta forma de esclavitud.

Sin duda, la ley puede ser una solución para enfrentar tan detestable fenómeno, sobre todo si existiera una autoridad laboral preocupada por ejercer cabalmente su responsabilidad.

Sin embargo, en el corazón del problema se halla otra razón aún más dolorosa: se halla una sociedad convencida de que está bien si el niño trabaja cuando sus padres necesitan dinero.

Es con esta torcida convicción que todos le vamos robando el porvenir a miles de mexicanos menores de edad. Nuestra indolencia cultural hacia el trabajo infantil es fuente principal de esta forma de esclavitud.

Qué bien nos haría una profunda reforma sobre nuestras mentalidades, tal, que nos volviera insoportable ver a un niño pidiendo limosna, a un menor cargando bultos en el mercado, a una niña de 13 años haciendo el aseo de las casas ricas, a un menor desyerbando y quitando varillón.
Analista político

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