3/31/2014

Sobre mitos, crimen y política




Carlos Fazio /III

Con el antecedente de un plan del Pentágono para cazar a Joaquín El Chapo Guzmán igual que a Osama Bin Laden en Pakistán –mediante un operativo quirúrgico ejecutado por comandos especiales de infantes de marina estadunidenses−, la fabricación del mito en torno al traficante nacido de Badiraguato, Sinaloa, incluiría el 14 de febrero de 2013, ya con Enrique Peña Nieto en la Presidencia de México, una declaración de enemigo público número uno de la Comisión Anticrimen de Chicago. Según J. R. David, director de la comisión, comparado con Guzmán, el gángster Al Capone parece un amateur.

Ya entonces resultaba evidente que Washington no iba a cejar en su empeño por matarlo o capturarlo. Era cuestión de tiempo. Y finalmente, el 22 de febrero de 2014 Joaquín Guzmán se entregó mansamente en un edificio de Mazatlán. Según la versión oficial de las autoridades mexicanas, la detención del Chapo se debió a una acción quirúrgica de un comando de élite de la Marina de guerra mexicana y se produjo sin disparar un solo tiro, como se ufanó en destacar el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam. Ni rastro de los 300 hombres que según la agencia estadunidense Associated Press (Ap) custodiaban al capo día y noche, según la versión atribuida al ex secretario de Defensa general Guillermo Galván.

Casualidad o no, la primera noticia sobre el operativo la dio en Washington la misma Ap, que citó como fuente a un alto funcionario de seguridad pública estadunidense que pidió el anonimato. Agentes de la DEA y oficiales del servicio de alguaciles estuvieron ampliamente involucrados en la detención, reveló la agencia.
A su vez, la primera imagen tras la captura, que exhibió a un Chapo con magullones en el rostro, el pelo revuelto y el torso desnudo, fue difundida por The New York Times cuatro horas antes de que aquí el titular de la PGR anunciara el hecho. Aunque admitió que hubo colaboración tecnológica de agencias estadunidenses, el procurador exaltó el trabajo de inteligencia y la acción coordinada de los distintos cuerpos de seguridad del Estado mexicano, elementos éstos que han venido siendo el eje de la nueva narrativa oficial en materia de seguridad del gobierno de Enrique Peña, en un intento discursivo por desmarcarse de la cruenta guerra del ex presidente Felipe Calderón, que sumió al país en una catástrofe humana.
Un día después, La Jornada reveló que drones (aviones no tripulados) de la DEA permitieron localizar el equipo de comunicación satelital de Guzmán Loera en los alrededores del condominio Miramar, en Mazatlán. Y según consignó Proceso, la información de inteligencia fue suministrada a la Secretaría de Marina de México, con la cual la DEA tiene una excelente cooperación (en alusión implícita a la desconfianza que le generan el Ejército y la Policía Federal). Un agente de esa corporación, que no quiso identificarse, reveló al semanario que se trató de una operación conjunta: agentes de la DEA “estuvieron presentes en el operativo al momento de la captura” y “fotografiaron al Chapo” después de que los efectivos de la Marina lo sometieron. Incluso, tomaron de inmediato sus huellas digitales y pruebas de ADN para corroborar su identidad, que se enviaron a Washington y en el curso de la mañana resultaron positivas.
Más allá del papel protagónico que no quiso ocultar la DEA, las siete horas que mediaron entre el operativo militar y el anuncio oficial de la captura por las autoridades mexicanas, más una serie de contradicciones en la trama expuesta al público, vinieron a generar dudas acerca de la verdad de los hechos.
Por razones de soberanía el gobierno priísta quiso minimizar la intervención de Washington, amén de su interés por aprovechar el golpe para fines propagandísticos de Peña. Si la DEA no intervino más que con inteligencia operacional y a los efectos de la geolocalización del sujeto, como afirmaron el procurador y el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, ¿cómo fue que The New York Times obtuvo la primera foto de Guzmán Loera detenido?
De allí que afloraran interrogantes acerca de si se trató de una entrega acordada o impuesta por interés de Washington, que pudo haber seguido los procedimientos estándar utilizados por agencias estadunidenses que suelen negociar la entrega de un delincuente a cambio de beneficios durante el juicio.
Despertó suspicacias el énfasis del procurador Murillo en la versión de que fue una cacería de una semana, que se inició en Culiacán, donde El Chapo habría estado a punto de ser capturado el lunes 17 de febrero, cuando se le ubicó en un conjunto de siete casas de seguridad conectadas por túneles, que a su vez derivaban en el drenaje pluvial de la ciudad.
Uno de esos túneles fue encontrado oculto debajo de una tina de baño que conectaba con el sistema de desagüe en una casa de la colonia Libertad, cuya puerta de entrada estaba reforzada con acero. Cuando entraron los comandos descubrieron que el capo se había esfumado en sus narices por las cañerías. Según Murillo, los minutos que los marinos tardaron en abrir la puerta facilitaron la fuga. Pero gracias al apoyo tecnológico de la DEA, que con geolocalizadores de última generación detectó el teléfono satelital que utilizaba El Chapo y logró cotejar su voz, sus perseguidores supieron que ese día Guzmán lo encendió y apagó varias veces para hacer llamadas, presuntamente solicitando auxilio para escapar.
Horas después, la señal del aparato fue localizada en Mazatlán y se procedió a cerrar el cerco. Después de ese día hubo varios momentos en que pudo haber sido aprehendido, pero la prudencia y el sentido común hicieron que evitáramos hacer la detención en un lugar donde pudiera ser afectada la ciudadanía y preferimos no ponerla en riesgo. Y ese momento se dio con una enorme eficiencia y sin un solo disparo, relató a los medios Murillo. Una chingonería, pues.

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