5/05/2014

Violencia obstétrica


Ricardo Raphael

En México, incluso antes de nacer, ya se experimentan los síntomas de la violencia y la cultura autoritaria. Lo cuentan las madres y sin embargo todavía se les escucha poco. El ambiente moral de los hospitales suele ser abusivo en contra de ellas.

Gabriela tenía 17 años cuando ingresó al hospital. La enfermera que la recibió dio por hecho que se trataba de una madre soltera y sin morderse la lengua le preguntó si no estaba arrepentida por haber abierto las piernas.

La dejaron sola en el cuarto de labor durante más de cuatro horas. El hospital no contaba con personal suficiente. Durante la quinta hora apareció un médico seguido por seis de sus alumnos. Sin saludarla, el galeno levantó la sábana que la cubría y pidió a sus alumnos que se aproximaran al pubis desnudo: “¿Cuántos centímetros tiene de dilatación?”, preguntó el maestro mientras sus aprendices, uno a uno, se estrenaban en el oficio de practicar tactos.

Poco rato después escuchó que, junto a ella, se quejaba dolorida una mujer mayor. Según se enteró por voz de un enfermero, su vecina había sufrido un accidente de tráfico y no iba a sobrevivir.

Vaya paradoja: Gabriela a punto de dar a luz y otra vida a nada de extinguirse. Tres seres humanos conviviendo en una misma circunstancia, acaso inadecuada para reducir la ansiedad de quien sería madre por primera vez.

Hay mujeres que aseguran haber sido tratadas como un objeto, quienes recuerdan el tono burlón del médico, las que fueron infantilizadas, las que soportaron menciones groseras respecto a su vida sexual o su estado civil.

También están las que experimentaron una cirugía sin consentimiento, las engañadas por un diagnóstico falso, a quienes se les administró un medicamento erróneo, las que nunca más podrán tener hijos por la negligencia de su médico.

En México, 15 de cada 100 quejas presentadas ante la Comisión Nacional de Arbitraje Médico (Conamed) están relacionadas con el abuso en contra de mujeres embarazadas.

El nuestro es el cuarto país donde con mayor frecuencia se utiliza la cesárea. Un síntoma nítido de la violencia obstétrica. Mientras el promedio en el mundo para el ejercicio de tal práctica es de alrededor de 15%, en los hospitales mexicanos poco más del 45% de los bebés nacen a través de este tipo de cirugía.

Huelga decir que la cifra crece en los hospitales privados: 70% de los hijos de las familias pudientes experimentaron una cesárea.

Los ginecólogos suelen ofrecer explicaciones médicas para justificar su proceder. Sin embargo, la inmensa mayoría de ellos inclinan la balanza a favor de la cesárea por argumentos relacionados con su propia agenda.
¿Quién desea atender un parto el día 24 de diciembre por la noche? ¿O esperar 12 horas hasta que una niña morosa decida por fin conocer el mundo? Mejor es programar los alumbramientos como quien lo hace con un almuerzo familiar o una cita de trabajo.

No sobra subrayar que la cesárea es mejor negocio para los hospitales y sus empleados, en comparación con los partos normales. Las facturas se multiplican por tres y los seguros cubren los gastos.

Para todas las partes este procedimiento resulta un buen negocio; a excepción, claro está, de la madre y su recién nacido. Pero estas dos personas —ya se dijo— son la parte menos relevante de la ecuación.

Los médicos aprenden prácticas déspotas y jerárquicas desde que cursan el primer año de medicina. La estructura de mando donde se forman se parece mucho a la militar. Los galenos experimentados son generales mientras los internos son soldados rasos. Y debajo de ellos siempre puede encontrarse una paciente maltratada por el autoritarismo y la violencia obstétrica.

Esta verdad que se escucha en la conversación de las mujeres mexicanas merecería ser atendida con gravedad. Refleja una pila alta de abusos y prejuicios que el Estado estaría obligado a combatir. Una situación que la sociedad habría de repudiar porque es injusta, discriminatoria y moralmente inadmisible.

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