9/12/2020

El trabajo doméstico toca a su fin: una perspectiva de clase

Fuentes: Akal
Tomado de: Davis, Angela (2004): Mujeres, raza y clase, Ediciones Akal, S.A., Madrid
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La infinidad de tareas que reunidas se conocen como «trabajo doméstico» —cocinar, lavar los platos, hacer la colada, hacer las camas, barrer, hacer la compra, etc.— se estima que consumen cerca de entre tres y cuatro mil horas anuales del tiempo de una ama de casa media.[1] Pero a pesar de lo asombrosas que puedan ser estas estadísticas, ni tan siquiera son un reflejo de la constante e inconmensurable atención que las madres deben prestar a sus hijos. Así como los deberes maternales de una mujer se dan siempre por sentados, el interminable trabajo de esta como ama de casa raras veces suscita expresiones de reconocimiento dentro de su propia familia. A fin de cuentas, el trabajo doméstico es prácticamente invisible: «Nadie lo nota hasta que está hecho, notamos la cama sin hacer, pero no el suelo limpio y reluciente».[2] Invisible, repetitivo, extenuante, improductivo, nada creativo: estos son los adjetivos que de manera más atinada capturan la naturaleza del trabajo doméstico.
La nueva conciencia asociada al movimiento de mujeres contemporáneo ha animado a un número creciente de mujeres a exigir que los hombres con quienes conviven asuman parte de la responsabilidad de esta penosa faena. El resultado ha sido que un número cada vez mayor de hombres ha empezado a colaborar con sus compañeras en la casa e, incluso, algunos dedican el mismo tiempo que ellas a las tareas del hogar. Pero ¿cuántos de estos hombres se han liberado de la idea de que el trabajo doméstico es un «trabajo de mujeres»? ¿Cuántos de ellos no describirían las tareas que asumen en la limpieza del hogar como una «ayuda» a sus compañeras?
Si fuera en verdad posible acabar con la idea de que el trabajo doméstico es un trabajo de mujeres y, al mismo tiempo, de redistribuirlo de modo equitativo entre mujeres y hombres, ¿estaríamos ante una solución satisfactoria?
Si se liberara de su adscripción exclusiva al sexo femenino, el trabajo doméstico ¿dejaría de ser opresivo?
Aunque la mayoría de las mujeres acogen con entusiasmo el advenimiento del «amo de casa», la desexualización del trabajo doméstico no alteraría en verdad el carácter opresivo de este trabajo. En resumidas cuentas, ni las mujeres ni los hombres deberían malgastar unas horas preciosas de sus vidas en una labor que no es ni estimulante, ni creativa, ni productiva.
Uno de los secretos más celosamente guardados en las sociedades del capitalismo avanzado se refiere a la posibilidad —real— de transformar de manera radical la naturaleza del trabajo doméstico. En efecto, una parte sustancial de las labores domésticas del ama de casa pueden ser incorporadas a la economía industrial.
En otras palabras, el carácter del trabajo doméstico no tiene por qué seguir siendo considerado, necesaria e inevitablemente, privado. Equipos de personas cualificadas y remuneradas de forma adecuada podrían desplazarse de un domicilio a otro provistos de maquinaria de ingeniería higiénica tecnológicamente avanzada y concluir, rápida y eficazmente, las tareas que el ama de casa actual realiza de manera tan ardua y primitiva.
¿Por qué nos topamos con este velo de silencio que rodea este potencial de redefinir, de manera radical, la naturaleza del trabajo doméstico? Porque la economía capitalista es, en su estructura constitutiva, hostil a la industrialización del trabajo doméstico. La socialización del trabajo doméstico obligaría al gobierno a destinar una gran cantidad de subsidios a garantizar el acceso a tales prestaciones de las familias de clase trabajadora cuya necesidad de estos servicios es más obvia. Puesto que se trata de una medida que no vaticina muchos beneficios económicos, el trabajo doméstico industrializado —al igual que todas las iniciativas no rentables— constituye una abominación para la economía capitalista. Sin embargo, la acelerada expansión de la mano de obra femenina conlleva un ascenso del número de mujeres que cada vez encuentra más difícil cumplir con su papel de ama de casa de acuerdo a los patrones tradicionales. En otras palabras, la industrialización del trabajo doméstico, junto a su socialización, se está convirtiendo en una necesidad social objetiva. El trabajo doméstico, como responsabilidad individual propia de las mujeres y como trabajo femenino desempeñado bajo unas condiciones técnicas primitivas, puede estar aproximándose, al fin, a su obsolescencia histórica.
Aunque exista la posibilidad de que el trabajo doméstico, tal y como se lo conoce en la actualidad, se esté convirtiendo en una reliquia del pasado, las actitudes sociales más generalizadas continúan ligando la eterna condición femenina a las imágenes de la escoba y el recogedor, del cubo y la fregona, del delantal y la cocina y de la olla y la sartén. Es cierto que el trabajo de las mujeres, a través de diferentes etapas históricas, ha estado ligado en general a la casa y a sus terrenos aledaños. Pero el trabajo doméstico femenino no siempre ha sido lo que es hoy, ya que como todo fenómeno social es un producto mutable de la historia. Al igual que los sistemas económicos emergen y se desintegran, el alcance y los rasgos del trabajo doméstico han experimentado transformaciones radicales. Como Friedrich Engels sostiene en su clásica obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado,[3] antes del advenimiento de la propiedad privada, la desigualdad sexual no existía tal y como hoy se la conoce. Durante las primeras etapas de la historia, la división sexual del trabajo dentro del sistema de producción económica estaba regida por un criterio de complementariedad y no de jerarquía. En las sociedades donde los hombres habrían sido los responsables de la caza de animales salvajes y las mujeres, a su vez, de recolectar las verduras y las frutas silvestres, ambos sexos desempeñaron tareas económicas igualmente esenciales para la supervivencia de su comunidad. Dado que en aquellas etapas la comunidad era, en esencia, una familia extendida, el lugar central de las mujeres en la economía llevaba aparejado que ellas fueran valoradas y respetadas en calidad de miembros productivos de la comunidad.
En 1973, realicé un viaje en jeep a través de las llanuras de Masai, en el que se puso de manifiesto la centralidad de las tareas domésticas de las mujeres en las culturas precapitalistas. En un solitario camino de tierra en Tanzania me fijé en seis mujeres masai que, de manera enigmática, hacían equilibrios con una enorme madera que portaban sobre sus cabezas. Según me explicaron mis amigos de Tanzania, es probable estas mujeres estuviesen transportando el tejado de una casa a una aldea nueva que estarían construyendo. Entonces, supe que, entre los masai, las mujeres son responsables de todas las actividades domésticas y, por lo tanto, también de la construcción de las casas que su pueblo nómada cambia con frecuencia de lugar. Para las mujeres masai, el trabajo doméstico no solo conlleva cocinar, limpiar, criar a los niños, coser, etc., sino que también implica la construcción de las viviendas. A pesar de la importancia que puedan tener las funciones relativas a la cría de ganado que realizan los hombres de su pueblo, el «trabajo doméstico» de las mujeres no es ni menos productivo ni menos esencial que las contribuciones económicas de los hombres masai.
Dentro de la economía nómada y precapitalista de los masai, el trabajo doméstico de las mujeres es tan esencial para la economía como los trabajos de cría de ganado realizados por los hombres. En calidad de productoras, ellas disfrutan de un status social investido de una importancia equivalente a la de ellos. En las sociedades del capitalismo avanzado, la dimensión servil de la función de las amas de casa, que pocas veces pueden producir pruebas palpables de su trabajo, menoscaba el status social de las mujeres en general. En resumen, según la ideología burguesa, el ama de casa no es más que la sirvienta vitalicia de su marido.
La aparición de la concepción burguesa de la mujer como eterna sirvienta del hombre es en sí misma una historia reveladora. Dentro de la historia relativamente corta de Estados Unidos, el «ama de casa», en tanto que producto histórico acabado, apenas cuenta con más de un siglo de antigüedad. Durante el periodo colonial, el trabajo doméstico era por completo distinto a la rutina del trabajo diario que hoy realiza el ama de casa estadounidense.
«El trabajo de una mujer comienza cuando sale el sol y continúa bajo la lumbre hasta que ya no puede mantener los ojos abiertos. Durante dos siglos, prácticamente todo lo que una familia utilizaba o comía se producía en el hogar bajo su batuta. Ella teñía y hacía girar en la rueca el hilo con el que tejía la tela que cortaba y cosía a mano para hacer la ropa. Cultivaba gran parte de la comida que servía para alimentar a su familia y guardaba la suficiente para pasar el invierno. Hacía la mantequilla, el queso, el pan, las velas y el jabón y zurcía las medias de su familia.»[4]
En la economía agraria de la América del Norte preindustrial, una mujer que realizaba las tareas de la casa era hilandera, tejedora y costurera, además de panadera, mantequera y elaboradora de velas, de jabón, y de un largo etcétera. De hecho,
«[…] las presiones del ritmo de la producción doméstica dejaban muy poco tiempo para las labores que hoy en día identificaríamos como trabajo doméstico. Según los criterios actuales, las mujeres de la época anterior a la Revolución Industrial eran unas amas de casa descuidadas. En lugar de la limpieza diaria o semanal, se hacía la limpieza de primavera. Las comidas eran simples y repetitivas, los miembros de la familia pocas veces se cambiaban de ropa, además de dejar que la ropa sucia de la casa se acumulara, y la colada se hacía una vez al mes o, en algunos hogares, una vez cada tres meses. Y, por supuesto, dado que cada colada requería transportar y calentar muchos cubos de agua, fácilmente se descartaban unos elevados niveles de limpieza.»[5]
Más que dedicarse a la «limpieza de la casa» o a «velar por el hogar», las mujeres del periodo colonial eran expertas trabajadoras de pleno derecho dentro de una economía que se basaba en el hogar. No solo fabricaban la mayoría de los productos que precisaban sus familias, sino que también cuidaban de la salud de sus familias y de sus comunidades.
«Era responsabilidad [de las mujeres de las colonias] recoger y secar hierbas silvestres para ser utilizadas […] como medicinas; además, hacían las veces de doctoras, enfermeras y parteras dentro de su propia familia y de su comunidad.»[6]
El United States Practical Receipt Book — un popular libro de recetas colonial— contiene recetas culinarias así como de productos químicos y de medicinas caseras. Por ejemplo, para curar la tiña «hay que tomar un poco de sanguinaria del Canadá […], cortarla y ponerla en vinagre y, luego, lavar el lugar afectado con el líquido».[7]
La relevancia económica de las funciones domésticas de las mujeres en la América colonial se veía agudizada por su visible protagonismo en la actividad económica que se desarrollaba fuera de la casa. Un ejemplo de ello descansa en que solía ser aceptado que una mujer regentara una taberna.
«Las mujeres también tenían aserraderos y molinos de grano, hacían sillas de mimbre y fabricaban muebles, dirigían mataderos, estampaban tejidos de algodón y otras telas, hacían encaje y eran propietarias de mercerías y almacenes de ropa. Trabajaban en tiendas de tabaco, de fármacos (donde vendían preparados elaborados por ellas mismas) y en almacenes generales donde se vendía todo tipo de productos, desde alfileres hasta balanzas para la carne. Las mujeres montaban anteojos, confeccionaban redes y cuerdas, hacían cardas para cardar lana e, incluso, pintaban casas. A menudo eran las directoras de pompas fúnebres de la ciudad.»[8]
La irrupción de la industrialización en la época posrevolucionaria condujo a la proliferación de las fábricas en la parte nororiental del nuevo país. Las fábricas de tejidos de Nueva Inglaterra fueron las exitosas pioneras del sistema fabril. Debido a que hilar y tejer eran ocupaciones domésticas tradicionalmente femeninas, las mujeres integraron el primer contingente de mano de obra que emplearon los dueños de los talleres para manejar los nuevos telares mecánicos. Si se atiende a la subsiguiente exclusión de las mujeres del conjunto de la producción industrial, una de las mayores ironías de la historia económica de este país estriba en el hecho de que los primeros trabajadores industriales fueron mujeres.
El avance de la industrialización, en la medida en que llevó aparejado el desplazamiento de la producción económica del hogar a la fábrica, produjo la erosión sistemática de la importancia del trabajo doméstico realizado por las mujeres. Ellas fueron las perdedoras en un doble sentido: cuando sus trabajos tradicionales fueron usurpados por la floreciente industria, toda la economía salió del hogar dejando a muchas mujeres privadas, en buena medida, de ocupar papeles económicos significativos. A mediados del siglo XIX, la fábrica suministraba tejidos, velas y jabón. Incluso la mantequilla, el pan y otros productos alimenticios comenzaron a ser fabricados en serie.
«Antes de finalizar el siglo, casi no había nadie que almidonara o que hirviera su ropa sucia en una olla. En las ciudades, las mujeres compraban su pan y al menos su ropa interior ya hecha, mandaban a sus hijos a la escuela y, también, probablemente, a lavar y planchar algunas prendas de ropa fuera de casa, y debatían sobre las ventajas de la comida enlatada […]. La corriente de la industria se había abierto camino y había dejado abandonado el telar en el desván y la olla del jabón en el cobertizo.»[9]
A medida que se fue consolidando el capitalismo industrial, la escisión entre la nueva esfera económica y la antigua economía doméstica se tornó cada vez más rigurosa. Es indudable que la reubicación física de la producción económica provocada por la expansión del sistema fabril supuso una drástica transformación. Sin embargo, no fue tan radical como la revalorización generalizada de la producción que precisaba el nuevo sistema económico. Aunque los bienes producidos en el hogar eran valiosos ante todo porque satisfacían las necesidades básicas de la familia, la importancia de las mercancías producidas en la fábrica residía en su valor de cambio, es decir, en su capacidad para satisfacer la demanda de beneficios de los empresarios. Esta revalorización de la producción económica revelaba, más allá de la separación física entre el hogar y la fábrica, una separación estructural fundamental entre la economía doméstica del hogar y la economía orientada a la obtención de beneficios del capitalismo. Debido a que el trabajo doméstico no generaba beneficios, de manera necesaria fue definido como una forma inferior de trabajo frente al trabajo asalariado capitalista.
Un importante subproducto ideológico de esta radical transformación económica fue el nacimiento del «ama de casa». Las mujeres comenzaron a ser redefinidas ideológicamente como las guardianas de una devaluada vida doméstica. Sin embargo, en tanto que ideológica, esta redefinición del lugar de las mujeres estaba muy en contradicción con el ingente número de mujeres inmigrantes que engrosaban las filas de la clase trabajadora en el nordeste. En primer lugar, estas mujeres inmigrantes blancas eran asalariadas, y solo de manera secundaria, amas de casa. Además, había otras mujeres, millones de mujeres, que realizaban duras faenas fuera del hogar como productoras involuntarias de la economía esclavista en el Sur. La realidad del papel de las mujeres en la sociedad decimonónica estadounidense englobaba a mujeres blancas que empleaban su tiempo manejando las máquinas de las fábricas a cambio de salarios miserables, del mismo modo que abarcaba a mujeres negras que trabajaban bajo la coerción de la esclavitud. El «ama de casa» reflejaba una realidad parcial en la medida en que, en realidad, era un símbolo de la prosperidad económica que disfrutaban las clases medias emergentes.
Aunque el «ama de casa» hundía sus raíces en las condiciones sociales de la burguesía y de las clases medias, la ideología decimonónica instituyó a esta figura y a la madre como modelos universales de la feminidad. Desde el momento en el que la propaganda popular representaba la vocación de todas las mujeres en función de su papel en el hogar, las mujeres obligadas a trabajar para obtener un salario pasaron a ser tratadas como extraños visitantes dentro del mundo masculino de la economía pública. Al haberse salido de su esfera «natural», las mujeres no iban a ser tratadas como trabajadoras asalariadas de pleno derecho. El precio que pagaron incluía horarios dilatados, condiciones de trabajo por debajo de los mínimos normales y salarios muy insuficientes. Eran explotadas, incluso, de manera más intensa que los hombres de su misma clase. No es preciso indicar que el sexismo se reveló una fuente de salvajes sobre-beneficios para los capitalistas.
La separación estructural de la economía pública del capitalismo y de la economía privada del hogar se ha visto continuamente reforzada por el obstinado primitivismo de las labores de la casa. A pesar de la proliferación de aparatos para el hogar, el trabajo doméstico ha permanecido inalterado, en un plano cualitativo, por los avances tecnológicos propiciados por el capitalismo industrial. El trabajo doméstico todavía consume miles de horas al año al ama de casa media. En 1903, Charlotte Perkins Gilman propuso una definición del trabajo doméstico que reflejaba las sacudidas que habían transformado la estructura y el contenido del trabajo doméstico en Estados Unidos:
«La expresión ‘trabajo doméstico’ no se aplica a un tipo especial de trabajo, sino a cierto nivel de trabajo, a un estado de desarrollo que atraviesa todo tipo de trabajos. Todas las industrias fueron en algún momento ‘domésticas’, es decir, fueron realizadas en el hogar y para el beneficio de la familia. Desde aquella época remota, todas las industrias han alcanzado etapas superiores, salvo un par de ellas que nunca han abandonado su etapa primaria.»[10]
«El hogar», para Gilman, «no se ha desarrollado en proporción al resto de nuestras instituciones». La economía doméstica revela:
«[…] el mantenimiento de labores rudimentarias en una comunidad industrial moderna y el confinamiento de las mujeres en estas labores y en su limitada área de expresión.»[11]
E insiste en que el trabajo doméstico vicia la humanidad de las mujeres:
«Ella es sobradamente femenina, como el hombre es sobradamente masculino; pero ella no es humana como sí lo es él. La vida doméstica no estimula nuestra humanidad, ya que todos los rasgos característicos del progreso humano se encuentran en el exterior.»[12]
La experiencia histórica de las mujeres negras en Estados Unidos corrobora la afirmación de Gilman. A lo largo de toda la historia de este país, la mayoría de las mujeres negras ha trabajado fuera de sus hogares. Durante la esclavitud, las mujeres faenaban junto a los hombres negros en los campos donde se cultivaban el tabaco y el algodón y, cuando la industria se trasladó al Sur, se las podía ver en las fábricas de tabaco, en las refinerías de azúcar e, incluso, en los aserraderos e integrando los equipos que martilleaban el acero para construir las vías del ferrocarril. Las mujeres esclavas eran iguales que los hombres en el trabajo. El hecho de que sufrieran una penosa igualdad sexual en el trabajo hacía que disfrutaran de una mayor igualdad sexual en el hogar, de los núcleos donde residían los esclavos, que sus hermanas blancas «amas de casa».
Una consecuencia directa de su trabajo fuera de la casa —en calidad de mujeres «libres» no menos que como esclavas— radica en que el trabajo doméstico nunca ha sido el eje central de las vidas de las mujeres negras. Ellas han escapado, en gran medida, al daño psicológico que el capitalismo industrial ha infligido a las amas de casa de clase media, cuyas supuestas virtudes eran la debilidad femenina y la obediencia conyugal. Las mujeres negras difícilmente podían esforzarse por ser débiles, tenían que hacerse fuertes puesto que sus familias y su comunidad necesitaban su fortaleza para sobrevivir. La prueba de las fuerzas acumuladas que las mujeres negras han forjado gracias al trabajo, trabajo y más trabajo, se puede encontrar en las contribuciones de las muchas destacadas líderes femeninas que han emergido dentro de la comunidad negra. Harriet Tubman, Sojourner Truth, Ida Wells y Rosa Parles no son tanto mujeres negras excepcionales como arquetipos de la feminidad negra.
Sin embargo, las mujeres negras han pagado un precio muy elevado por las fuerzas que han adquirido y por la relativa independencia de la que han disfrutado. A pesar de que pocas veces han sido «solo amas de casa», nunca han dejado de realizar su trabajo doméstico. Así pues, han asumido la doble carga del trabajo asalariado y del trabajo en el hogar, una doble carga que exige siempre de las trabajadoras estar dotadas de la perseverancia de Sísifo. En 1920, W. E. B. DuBois observaba:
«[…] unas pocas mujeres nacen libres y otras alcanzan la libertad en medio de insultos y de letras escarlatas, pero a nuestras mujeres de piel negra la libertad les fue impuesta como un desprecio. Con esta libertad están comprando una independencia sin trabas y costosa, ya que, al final, el precio lo pagarán con cada uno de sus escarnios y de sus quejidos.»[13]
Al igual que los hombres negros, las mujeres negras han trabajado hasta el límite de sus fuerzas. Como ellos, han asumido las responsabilidades de sostener a sus familias. Las poco ortodoxas cualidades femeninas de la asertividad y la autosuficiencia —por las que las mujeres negras han sido con frecuencia alabadas pero, más a menudo, reprendidas— son un reflejo de su trabajo y de sus luchas fuera del hogar. Del mismo modo que sus hermanas blancas, llamadas «amas de casa», ellas han cocinado, han limpiado y han alimentado y criado a un número incalculable de niños. Sin embargo, a diferencia de las amas de casa blancas que han aprendido a contar con la seguridad económica facilitada por sus maridos, a las esposas y a las madres negras raramente se les ha brindado el tiempo y la energía para convertirse en expertas de la domesticidad.
Como sus hermanas blancas de clase obrera, que también soportan la doble carga de trabajar para vivir y de atender sus hijos y a sus maridos, las mujeres negras han necesitado ser liberadas de esta opresiva situación durante muchísimo tiempo.
En la actualidad, para las mujeres negras y para todas sus hermanas blancas de clase obrera, la idea de que la carga del trabajo doméstico y del cuidado de los hijos pueda ser descargada de sus espaldas y asumida por la sociedad contiene uno de los secretos milagrosos de la liberación de las mujeres. La atención a la infancia y la preparación de la comida deberían ser socializadas, el trabajo doméstico debería ser industrializado, y todos estos servicios deberían estar al alcance de las personas de clase trabajadora.
La escasez, cuando no la ausencia, de un debate público sobre la viabilidad de transformar el trabajo doméstico en un horizonte social da fe de los poderes cegadores de la ideología burguesa. No se trata, en absoluto, de que la función doméstica de las mujeres no haya recibido ningún tipo de atención. Por el contrario, el movimiento contemporáneo de las mujeres ha representado el trabajo doméstico como un elemento esencial de su opresión. Incluso hay un movimiento en algunos países capitalistas cuya motivación principal es la terrible situación del ama de casa. Después de haber llegado a la conclusión de que el trabajo doméstico es degradante y opresivo, primordialmente porque es un trabajo no retribuido, este movimiento ha alzado una reivindicación a favor del salario. Sus activistas sostienen que un cheque semanal del gobierno es la clave para mejorar el status del ama de casa y la posición social de las mujeres en general.
El movimiento a favor del salario para el trabajo doméstico tuvo su origen en Italia, donde se celebró su primera manifestación pública en marzo de 1974. Una de las oradoras que se dirigió a la multitud congregada en Mestre proclamó:
«La mitad de la población mundial no recibe un salario. ¡Esta es la mayor contradicción de clase que existe! Y aquí reside nuestra lucha por el salario del trabajo doméstico. Es la reivindicación estratégica; en estos momentos, se trata de la reivindicación más revolucionaria para toda la clase obrera. Si ganamos, es una victoria para la clase; si perdemos, es una derrota para la clase.»[14]
Según la estrategia de este movimiento, el salario contiene la llave de la emancipación de las amas de casa, y esta reivindicación se presenta como el eje central de la campaña para la liberación de las mujeres en general. Además, la lucha del ama de casa por el salario se proyecta sobre todo el movimiento de la clase obrera convirtiéndola en su elemento cardinal.
Los orígenes teóricos del movimiento a favor del salario para el trabajo doméstico se pueden encontrar en un ensayo escrito por Mariarosa dalla Costa titulado Las mujeres y la subversión de la comunidad[15]. En este texto, Dalla Costa defiende una redefinición de las tareas del hogar basada en su tesis de que el carácter privado de los servicios que se prestan en el hogar, en realidad, es una ilusión. Ella mantiene que el ama de casa solo parece estar atendiendo las necesidades privadas de su marido y de sus hijos porque, en realidad, los auténticos beneficiarios de sus servicios son el patrón, en esos momentos, de su marido y los futuros patrones de sus hijos.
«La mujer […] ha sido aislada en la casa, forzada a llevar a cabo un trabajo que se considera no cualificado: el trabajo de dar a luz, criar, disciplinar y servir al obrero para la producción. Su papel en el ciclo de la producción social ha permanecido invisible porque solo el producto de su trabajo, el trabajador, era visible.»[16]
La exigencia de una retribución para las amas de casa se basa en la presunción de que ellas producen una mercancía poseedora de la misma importancia y del mismo valor que las mercancías producidas por sus maridos en el trabajo. En sintonía con la lógica de Dalla Costa, el movimiento a favor de un salario para el trabajo doméstico define a las amas de casa como las creadoras de la fuerza de trabajo que los miembros de su familia venden como mercancías en el mercado capitalista.
Dalla Costa no fue la primera teórica en proponer este análisis de la opresión de las mujeres. Tanto Mary Inman en su libro In Woman’s Defense (1940)[17] como Margaret Benston en «The Political Economy of Women’s Liberation» (1969)[18] definen el trabajo doméstico de tal forma que colocan a las mujeres dentro de una clase específica de la fuerza de trabajo explotada por el capitalismo que se denomina las «amas de casa». Es indudable que las funciones procreadoras, de crianza de los niños y de mantenimiento del hogar de las mujeres hacen posible que los miembros de sus familias trabajen, es decir, que intercambien su fuerza de trabajo por salarios. Pero ¿de ello se deduce automáticamente que las mujeres en general, independiente de su raza y de su clase, pueden ser, en un plano elemental, definidas por sus funciones domésticas? ¿Se deduce automáticamente que el ama de casa es, en realidad, una trabajadora oculta dentro del proceso de producción capitalista?
Si la Revolución Industrial produjo la separación estructural entre la economía doméstica y la economía pública, el trabajo doméstico no puede ser definido como un elemento integrante de la producción capitalista. Más bien, este se encuentra ligado a la producción en tanto que precondición. En última instancia, el empresario no está preocupado por el modo en el que se produce y se sostiene la fuerza de trabajo, puesto que a él solo le preocupa su disponibilidad y su capacidad para generar beneficios. En otras palabras, el proceso de producción capitalista presupone la existencia de una masa explotable de trabajadores.
«El reemplazo de la fuerza de trabajo (de los trabajadores) no es una parte del proceso de producción social, sino un prerrequisito del mismo. Tiene lugar fuera del proceso de trabajo. Su función es la conservación de la existencia humana, que es el fin último de la producción en todas las sociedades.»[19]
En la sociedad sudafricana, donde el racismo ha llevado la explotación económica a sus límites más brutales, la economía capitalista traiciona su separación estructural de la vida doméstica de un modo en particular violento. Sencillamente, los artífices sociales del apartheid han determinado que el trabajo negro proporciona más beneficios cuando la vida doméstica está excluida por completo. Los hombres negros son considerados unidades de trabajo cuyo potencial productivo les dota de valor para la clase capitalista. Pero sus esposas y sus hijos…
«[…] son apéndices superfluos, es decir, no productivos, las mujeres no son más que accesorios de la capacidad procreadora que posee la unidad de fuerza de trabajo masculina negra.»[20]
Esta caracterización de la mujer africana como «apéndice superfluo» no tiene mucho de metáfora. A tenor de la legislación sudafricana, las mujeres negras tienen prohibida la entrada en las zonas blancas (¡el 87 por 100 del país!), que en la mayoría de los casos son las ciudades donde viven y trabajan sus maridos.
Los defensores del apartheid consideran que la vida doméstica negra en los centros industriales de Sudáfrica es superflua y carece de rentabilidad. Pero, también, que supone una amenaza.
«Los funcionarios del gobierno reconocen el papel de las mujeres en la formación de los hogares y temen que su presencia en las ciudades conduzca al establecimiento de una población negra estable.»[21]
La consolidación de familias africanas en las ciudades industrializadas es percibida como una amenaza porque la vida doméstica podría convertirse en una base para aumentar el nivel de resistencia al apartheid. Esta es la razón por la que, a un elevado número de mujeres con permisos de residencia en las zonas blancas, se les asigna vivir en residencias segregadas por un criterio sexual. Las mujeres casadas, así como las solteras, terminan viviendo en estas viviendas de construcción oficial donde la vida familiar está rigurosamente prohibida, de modo que los esposos no pueden visitarse y que ni la madre ni el padre pueden recibir visitas de sus hijos.[22]
Este intenso ataque contra las mujeres negras en Sudáfrica ya ha pasado su factura, puesto que hoy solo el 28,2 por 100 opta por el matrimonio[23]. Por razones de rentabilidad económica y de seguridad política, el apartheid está erosionando —con el objetivo evidente de destruirlo— el propio tejido de la vida doméstica negra. De este modo, el capitalismo sudafricano demuestra, de manera desgarradora, hasta qué punto la economía capitalista es dependiente del trabajo doméstico.
El gobierno no tendría por qué haber emprendido la disolución deliberada de la vida familiar en Sudáfrica si en verdad sucediera que los servicios prestados por las mujeres en el hogar fueran un elemento constitutivo, esencial, del trabajo asalariado bajo el capitalismo. El hecho de que la versión sudafricana del capitalismo pueda prescindir de la vida doméstica es una consecuencia de la separación entre la economía privada del hogar y el proceso de producción en la esfera pública que caracteriza a la sociedad capitalista en su conjunto. Todo parece indicar que resulta fútil sostener, en virtud de la lógica interna del capitalismo, que las mujeres tendrían que ser retribuidas por el trabajo doméstico.
No obstante, aun aceptando que la teoría subyacente a la reivindicación del salario padece una debilidad incurable, a un nivel político podría ser deseable insistir en que las amas de casa deben ser retribuidas. ¿No se podría apelar a un imperativo moral para fundamentar el derecho de las mujeres a cobrar por las horas que dedican al trabajo doméstico? Es probable que a muchas mujeres les suene bastante atractiva la idea de pagar un talón a las amas de casa. Pero seguro que esta atracción no duraría mucho. Porque ¿cuántas de esas mujeres estarían en verdad dispuestas a resignarse a realizar las tareas nada prometedoras e interminables del hogar solo por un salario? Tampoco está claro que un sueldo alteraría el hecho descrito por Lenin:
«[…] el banal trabajo doméstico frustra, estrangula, embrutece y degrada [a la mujer], la encadena a la cocina y al cuidado de los niños y hace que malgaste su fuerza de trabajo en una labor penosa, salvajemente improductiva, banal, irritante, embrutecedora y frustrante.»[24]
Todo indica que estos cheques salariales para las amas de casa, emitidos por el gobierno, legitimarían más esta esclavitud doméstica.
El hecho de que las mujeres que dependen para subsistir del sistema público de protección social pocas veces hayan exigido una compensación por asumir las responsabilidades domésticas ¿no es una crítica implícita al movimiento por el salario doméstico? La consigna en la que en la mayoría de las ocasiones se articula la alternativa inmediata que ellas proponen al deshumanizante sistema asistencial no ha sido «un salario para el trabajo doméstico», sino preferiblemente «una renta anual garantizada para todos». Sin embargo, su deseo a largo plazo es un empleo y un servicio de atención a la infancia público y accesible. Por lo tanto, la renta anual garantizada sirve como un seguro de desempleo hasta que no se creen más puestos de trabajo dotados de salarios adecuados y esto no vaya acompañado de un sistema de financiación pública de atención a la infancia.
La naturaleza problemática de la estrategia que consiste en exigir un «salario para el trabajo doméstico» se pone de manifiesto en las experiencias de otro grupo de mujeres. Las mujeres de la limpieza, las empleadas de hogar, o las criadas, son las que saben mejor que nadie lo que significa recibir un salario por este trabajo. La película de Ousmane Sembene titulada La Noire de… captura de modo brillante su trágica situación[25]. La protagonista de la película es una joven senegalesa que, después de intentar encontrar trabajo, se convierte en la institutriz de una familia francesa que reside en Dakar. Cuando la familia regresa a Francia, ella les acompaña llena de ilusiones. Sin embargo, al llegar a este país, no solo tiene que responsabilizarse de los niños sino que, además, tiene que cocinar, limpiar, lavar y realizar todo el resto de las tareas de la casa. No pasa mucho tiempo antes de que su inicial entusiasmo haya dejado paso a una depresión tan profunda que le lleve a rechazar la paga ofrecida por sus empleadores. El salario no puede compensar su situación sumamente parecida a la de una esclava. Como no dispone de los medios para regresar a Senegal, le embarga la desesperación y opta por el suicidio ante un destino indefinido de dedicación a cocinar, barrer, limpiar el polvo, fregar, etcétera.
En Estados Unidos, las mujeres de color —y, en especial, las mujeres negras— llevan un sinfín de décadas recibiendo salarios por el trabajo doméstico. En 1910, cuando más de la mitad de las mujeres negras tenía un empleo fuera de su hogar, una tercera parte de ellas trabajaba como empleada doméstica asalariada. En 1920 más de la mitad tenía un trabajo en el servicio doméstico y en 1930 la proporción había aumentado hasta alcanzar a tres de cada cinco[26]. Una de las consecuencias de la enorme transformación operada en el empleo femenino durante la Segunda Guerra Mundial fue el ansiado declive en el número de mujeres negras en este sector. Sin embargo, en 1960, un tercio de todas las que tenían un puesto de trabajo todavía estaba atrapada en sus ocupaciones tradicionales[27]. Su proporción en el servicio doméstico no tomó una dirección definitivamente descendente hasta que el trabajo de oficina no se volvió algo más accesible para ellas. En la actualidad la cifra se sitúa alrededor del 13 por 100.[28]
Las enervantes obligaciones domésticas descargadas sobre el conjunto de las mujeres proporcionan una muestra flagrante del poder del sexismo. A raíz de la injerencia añadida del racismo, un ingente número de mujeres negras ha tenido que hacer frente a sus propias labores del hogar y, también, a las tareas domésticas de otras mujeres. Y, en muchas ocasiones, las exigencias del trabajo en la casa de una mujer blanca han obligado a la empleada doméstica a desatender su propio hogar e incluso a sus propios hijos. Como trabajadoras del hogar asalariadas, ellas han sido llamadas a ser esposas y madres subrogadas en millones de hogares blancos.
Durante sus más de cincuenta años de esfuerzos por organizarse, las empleadas domésticas han intentado redefinir su trabajo oponiéndose al papel de ama de casa subrogada. Las labores del ama de casa son interminables e indefinidas. Lo primero que han exigido las trabajadoras del hogar es una clara delimitación de las tareas que se espera que realicen. El nombre mismo de uno de los sindicatos de empleadas domésticas más importantes en la actualidad —Técnicas del Hogar de Estados Unidos [Household Technicians of America]— incide en su rechazo a servir de amas de casa subrogadas cuyo trabajo es «simplemente las tareas propias del hogar». Mientras las trabajadoras domésticas permanezcan a la sombra del ama de casa, continuarán recibiendo salarios mucho más cercanos a la «asignación» del ama de casa que al cheque salarial de un trabajador. Según la Comisión Nacional para el Empleo Doméstico, en 1976 el salario medio de un técnico del hogar con una jornada laboral completa era solo de 2,732 dólares, y dos tercios de los mismos percibía menos de 2 dólares[29]. A pesar de que han transcurrido muchos años desde que se extendió la protección de la regulación del salario mínimo al personal empleado en el servicio doméstico, en 1976 un asombroso 40 por 100 recibía salarios muy por debajo del mínimo establecido. El movimiento a favor del salario por el trabajo doméstico asume que si las mujeres cobraran por ser amas de casa disfrutarían de un status social más elevado. Sin embargo, nada de ello se deduce del dilatado pasado de luchas protagonizado por la trabajadora doméstica retribuida, cuya condición es más paupérrima que la de ningún otro grupo de trabajadores bajo el capitalismo.
Más del 50 por 100 de las mujeres estadounidenses trabaja para mantenerse, constituyendo el 41 por 100 de la fuerza de trabajo del país. Sin embargo, hoy día, un gran número de ellas es incapaz de encontrar un empleo digno. Al igual que el racismo, el sexismo es una de las justificaciones más importantes para explicar las elevadas tasas de desempleo femenino. En realidad, muchas mujeres son «solo amas de casa» porque son trabajadoras desempleadas. Por lo tanto, ¿no cabe que sea más efectivo, para transformar el papel de «solo ama de casa», exigir empleos para las mujeres en condiciones de igualdad con los hombres y presionar para obtener servicios sociales —como, por ejemplo, de atención a la infancia— y beneficios laborales —como permisos de maternidad, etc.— que permitan a más mujeres trabajar fuera de casa? El movimiento a favor del salario por el trabajo doméstico desalienta a las mujeres a salir de casa en busca de empleo, sosteniendo que «la esclavitud en la cadena de montaje no es la liberación de la esclavitud en la pila de la cocina»[30]. No obstante, las portavoces de la campaña insisten en que no promueven la continuación del confinamiento de las mujeres dentro del entorno aislado de sus hogares. Proclaman que aunque se niegan a trabajar en el mercado capitalista per se, no desean asignar a las mujeres la responsabilidad definitiva de las tareas del hogar. En palabras de una representante estadounidense de este movimiento:
«[…] no estamos interesadas en hacer más eficiente o más productivo nuestro trabajo para el capital. Nos interesa reducir nuestro trabajo y, en último término, la negación absoluta a realizarlo. Pero mientras sigamos trabajando en la casa a cambio de nada, nadie prestará en verdad atención a cuánto tiempo trabajamos y a lo duro que lo hacemos. Porque el capital solo introduce tecnología avanzada para reducir los costes de producción después de que la clase obrera haya conseguido victorias salariales. Solo si contabilizamos nuestro coste de producir (es decir, si hacemos que no sea rentable) el capital «descubrirá» la tecnología para aminorar dicho coste. Hoy día a menudo tenemos que salir a cumplir con otro turno de trabajo para poder permitimos el lavaplatos que reduce nuestro trabajo doméstico.»[31]
Una vez que las mujeres hayan alcanzado el derecho a percibir un salario por su trabajo, podrán exigir salarios más elevados y, de este modo, obligar a los capitalistas a emprender la industrialización del trabajo doméstico. ¿Se trata de una estrategia concreta para la liberación de las mujeres o de un sueño irrealizable? ¿Cómo se supone que las mujeres van a conducir la lucha inicial por el salario? Dalla Costa recomienda la huelga de las amas de casa:
«Debemos rechazar la casa porque queremos unirnos a otras mujeres para luchar contra todas las situaciones que parten del supuesto de que las mujeres permanecerán en la casa […]. Abandonar la casa es ya una forma de lucha porque los servicios sociales que desempeñamos dejarían de ser llevados a cabo en esas condiciones.»[32]
Pero, si las mujeres han de dejar la casa, ¿adónde van a ir? ¿Cómo se unirán a otras mujeres? ¿En verdad van a dejar sus hogares movidas por el único deseo de protestar por su trabajo doméstico? ¿No es mucho más realista invitar a las mujeres a «dejar la casa» para buscar un empleo o, al menos, para participar en una campaña masiva a favor de empleos dignos para las mujeres? Por supuesto, bajo las condiciones del capitalismo el trabajo significa trabajo embrutecedor. Y, por supuesto, no es creativo y sí es alienante. Pero a pesar de todo ello, el hecho sigue siendo que en el trabajo las mujeres pueden unirse con sus hermanas —y, de hecho, con sus hermanos— en aras de desafiar a los capitalistas en el centro de producción.
Como trabajadoras, y como militantes activistas en el movimiento obrero, las mujeres pueden generar la fuerza real para luchar contra el pilar y el beneficiario del sexismo, que no es otro que el sistema capitalista monopolista.
Si la estrategia del salario para el trabajo doméstico apenas sirve para proporcionar una solución a largo plazo al problema de la opresión de las mujeres, tampoco aborda, en lo sustantivo, el profundo descontento que sienten las amas de casa. Recientes estudios sociológicos han revelado que las amas de casa actuales están más frustradas con sus vidas que en ninguna época anterior. Cuando Ann Oakley realizó una serie de entrevistas para su libro The Sociology of Housework[33], descubrió que incluso las amas de casa que en un principio parecían no estar preocupadas por su trabajo doméstico acababan expresando una honda insatisfacción. Los siguientes comentarios provenían de una mujer que tenía un empleo externo en una fábrica:
«(¿Te gusta el trabajo doméstico?). Me da igual […]. Supongo que me es indiferente porque no le dedico todo el día. Voy a trabajar y solo hago el trabajo doméstico la mitad del tiempo. Si lo hiciera durante todo el día no me gustaría; el trabajo de la mujer nunca se acaba, te pasas el día trajinando e incluso antes de irte a la cama te queda algo que hacer como vaciar ceniceros o fregar unas copas. No paras de trabajar. Todos los días lo mismo; no puedes decir cosas como que no lo vas a hacer; porque tienes que hacerlo. Como preparar la comida: se tiene que hacer porque si tú no lo haces los niños no comen […]. Supongo que te acostumbras, simplemente lo haces de manera automática […]. Soy más feliz en el trabajo que en casa.
(¿Cuáles dirías que son las peores cosas que tiene ser ama de casa?). Supongo que tienes días con la sensación de que te levantas y de que tienes que hacer las mismas cosas de siempre y de que te aburres, que estás estancada en la misma rutina. Creo si le preguntas a cualquier ama de casa, si es honesta, te dirá que la mitad del tiempo se siente como una esclava; todo el mundo piensa cuando se levanta por la mañana: «Oh no, hoy tengo que hacer las mismas cosas de siempre, hasta que me acueste por la noche». Es siempre hacer lo mismo, es un aburrimiento.»[34]
¿Los salarios disminuirán el aburrimiento? Por supuesto, esta mujer diría que no. Un ama de casa que no trabajaba fuera de su domicilio habló a Oakley del carácter obligatorio del trabajo doméstico:
«Supongo que lo peor es que tienes que hacer el trabajo porque estás en casa. Aunque tengo la opción de no hacerlo, no siento que en verdad pudiera no hacerlo porque tendría que hacerlo.»[35]
Lo más probable es que recibir un salario por hacer este trabajo agravaría la obsesión de esta mujer.
Oakley llegó a la conclusión de que el trabajo doméstico, en particular cuando ocupa toda la jornada, invade tanto la personalidad femenina que el ama de casa se torna indistinguible de su trabajo.
«El ama de casa es, en gran medida, el trabajo que realiza: por ello la separación entre los elementos subjetivos y objetivos en la situación que se crea es, en esencia, más difícil de establecer.»[36]
A menudo, el efecto psicológico es una personalidad trágicamente inmadura y abrumada por sentimientos de inferioridad. Es muy difícil que la liberación psicológica se pueda alcanzar pagando un salario al ama de casa.
Otros estudios sociológicos han confirmado la honda desilusión que sufren las amas de casa contemporáneas. En las entrevistas realizadas por Myra Feree[37] a más de cien mujeres en una comunidad obrera cercana a Boston, «casi el doble de las amas de casa, con respecto a las esposas empleadas, manifestaron estar descontentas con sus vidas». Como es lógico, la mayoría de las mujeres trabajadoras no tenían trabajos per se gratificantes: eran camareras, empleadas fabriles, mecanógrafas, dependientas en supermercados y en grandes almacenes, etc. Sin embargo, su facultad para dejar el aislamiento de sus hogares «saliendo fuera y viendo a otra gente» era tan importante para ellas como sus salarios. ¿Las amas de casa que sentían que se estaban «volviendo locas quedándose en casa» acogerían con agrado la idea de recibir un salario por volverse locas? Una mujer se lamentaba de que «quedarse en casa todo el día es como estar en la cárcel», ¿los salarios derribarían los muros de las prisiones? El único camino realista para escapar de esta cárcel es la búsqueda de un trabajo fuera del hogar.
Cada una de las más del 50 por 100 de las mujeres estadounidenses que en la actualidad trabajan es un poderoso argumento para aliviar la carga del trabajo doméstico. De hecho, los empresarios capitalistas ya han comenzado a explotar la nueva necesidad histórica de las mujeres de emanciparse de su papel de amas de casa. Innumerables y boyantes cadenas de comida rápida como McDonald y Kentucky Fried Chicken confirman el hecho de que si hay más mujeres en el trabajo ello significa que hay menos comidas preparadas en casa. Aparte de la mala calidad de la comida, de que su nivel nutritivo deje mucho que desear y de que exploten a sus trabajadores, el despliegue de estas cadenas de comida rápida llama la atención sobre el hecho de que el ama de casa está tocando a su fin. Como es natural, se necesitan nuevas instituciones sociales que asuman buena parte de sus antiguas tareas. Este es el desafío que se deriva de las copiosas filas de mujeres en la clase obrera. La demanda de una atención a la infancia universal y financiada públicamente es una consecuencia directa del creciente número de madres trabajadoras. Y a medida que más mujeres se organicen en torno a la reivindicación de que se creen más empleos —de empleos en condiciones de plena igualdad con los hombres—, de manera progresiva se irán planteando más cuestiones importantes sobre la futura viabilidad de las labores de ama de casa de las mujeres. Es muy probable que «la esclavitud en la cadena de montaje» no sea en sí misma la «liberación de la pila de la cocina», pero no cabe duda de que la cadena de montaje es el mayor incentivo para que las mujeres hagan presión para acabar con su vieja esclavitud doméstica.
La abolición del trabajo doméstico como responsabilidad exclusiva e individual femenina es un objetivo estratégico de la liberación de las mujeres. Pero la socialización de este trabajo —incluida la preparación de las comidas y el cuidado de los niños— presupone el final del reinado de la búsqueda del beneficio en la economía.
De hecho, el único paso significativo para terminar con la esclavitud doméstica se ha dado en los países socialistas.
Por lo tanto, las mujeres trabajadoras tienen un interés especial, y vital, en la lucha por el socialismo.
Bajo el capitalismo, las campañas a favor de que se creen más empleos en igualdad de condiciones con los hombres, acompañadas de movimientos a favor de instituciones que proporcionen una atención a la infancia pública y subvencionada, contienen un potencial revolucionario explosivo. Esta estrategia cuestiona la validez del capitalismo monopolista y, en última instancia, debe indicar el camino al socialismo.

Notas:

[1] A. Oakley, Woman’s Work The Housewife Past and Present, Nueva York, cit., p. 6.
[2] Barbara Ehrenreich y Deirdre English, «The Manufacture of Housework», Socialist Revolution 26, vol. 5, núm. 4 (octubre-diciembre de 1975), p. 6.
[3] Friedrich Engels, Origen of the Family, Private Property and the State, ed. e intro. de Eleanor Burke Leacock, Nueva York, International Publishers, 1973. Véase capítulo II. La introducción de Leacock a esta edición contiene numerosas observaciones esclarecedoras sobre la teoría de Engels acerca de la emergencia histórica de la dominación masculina [ed. cast.: El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, Madrid, Fundamentos, 1982].
[4] B. Wertheimer, We Were There: The Story of Working Women in America, cit., p. 12.
[5] B. Ehrenreich y D. English, «Microbes and the Manufacture of Housework», cit., p. 9.
[6] B. Wertheimer, We Were There: The Story of Working Women in America, cit., p. 12.
[7] Citado en R. Baxandall et al. (eds.), America’s Working Women: A Documentary History — 1600 to the Present, cit., p. 17.
[8] B. Wertheimer, We Were There: The Story of Working Women in America, cit., p. 13.
[9] B. Ehrenreich y D. English, «The Manufacture of Housework», cit, p. 10.
[10] Charlotte Perkins Gilman, The Home: Its Work and Its Influence [1903], Urbana, Chicago y Londres, University of Illinois Press, 1972, pp. 30–31.
[11] Ibíd., p. 10.
[12] Ibíd., p. 217.
[13] W. E. B. DuBois, Darkwater, cit., p. 185.
[14] Discurso pronunciado por Polga Fortunata. Citado en Wendy Edmon y Suzie Fleming (eds.), All Work and No Pay. Women, Housework and the Wages Due!, Bristol, Falling Wall Press, 1975, p. 18.
[15] Mariarosa dalla COsta y Selma James, The Power of Women and the Subversion of the Community, Bristol, Falling Wall Press, 1973 [ed. cast.: El poder de la mujer y la subversión de la comunidad, México, Siglo XXI, 1975].
[16] Ibíd., p. 28.
[17] Mary Inman, In Woman’s Defense, Los Angeles, Comittee to Organize the Advancement of Women, 1940. Véase, también, de la misma autora, The Two Forms of Production Under Capitalism, Long Beach, California, publicado por la autora, 1964.
[18] Margaret Benston, «The Political Economy of Women’s Liberation», Monthly Review XXI, 4 (septiembre de 1969).
[19] «On the Economic Status of the Housewife», comentario editorial en Political Affairs LIII, 3 (marzo de 1974), p. 4.
[20] Hilda Bernstein, For TheirTriumphs and For Their Tears: Women in Apartheid South Africa, Londres, International Defence and Aid Fund, 1975, p. 13.
[21] Elizabeth Landis, «Apartheid and the Disabilities of Black Women in South África», Objective: Justice VII, 1 (enero-mayo de 1975), p. 6. Algunos fragmentos de este documento fueron publicados en Freedomways XV, 4 (1975).
[22] H. Bernstein, For Their Triumphs and For Their Tears: Women in Apartheid South Africa, cit., p. 33.
[23] E. Landis, «Apartheid and the Disabilities of Black Women in South Africa», cit., p. 6.
[24] Vladimir llich Lenin, «A Great Beginning», panfleto publicado en julio de 1919. Citado en Collected Works, vol. 29, Moscú, Progress Publishers, 1966, p. 429.
[25] Estrenada en Estados Unidos bajo el título de Black Girl.
[26] J. J. Jackson, «Black Women in a Racist Society», cit., pp. 236–237.
[27] Victor Perlo, Economics of Racism U.S.A., Roots of Black Inequality, Nueva York, International Publishers, 1975, p. 24.
[28] R. Staples, The Black Women in America, cit., p. 27.
[29] Daily World, 26 de julio de 1977, p. 29.
[30] M. Dalla Costa y S. James, El poder de la mujer y la subversión de la comunidad, cit., p. 42.
[31] Pat Sweeney, «Wages for Housework: The Strategy for Women’s Liberation», Heresies (enero de 1977), p. 104.
[32] M. Dalla Costa y S. James, El poder de la mujer y la subversión de la comunidad, cit., p. 51.
[33] Ann Oakley, The Sociology of Housework, Nueva York, Pantheon Books, 1974.
[34] Ibíd., p. 65.
[35] Ibíd., p. 44.
[36] Ibíd., p. 53.
[37] Myra Feree, Psychology Today X, 4 (septiembre de 1976), p. 76.

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