En La amante de Mussolini (Vincere), el realizador Marco Bellocchio, cuya implacable disección de la familia y la religión católica en Italia arranca desde su notable cinta Con los puños en los bolsillos (I pugni in tasca, 1965), presenta en la historia de Ida Dalser la metáfora de la fascinación del pueblo italiano por un dictador y la penosa retribución de este hombre a una entrega semejante. El título original, Vencer, alude a un himno fascista. Mussolini desconoce cualquier tipo de reciprocidad con el pueblo, o con la mujer, que lo venera; el culto que rinde a su propia persona es delirante, como también su manía de compararse ventajosamente con figuras de culto público como Napoleón o Cristo. La cinta narra el itinerario de una doble enajenación, la del dictador ebrio de poder y megalomanía, y la de su esposa clandestina, quien a todo precio busca la legitimación social, a pesar de estar recluida en un manicomio y condenada a ser un paria absoluto en la nueva nación fascista. Amante y esposa incómoda, Ida Dalser es privada de todo reconocimiento por la decisión de Mussolini de no incomodar a una jerarquía católica a la que acaba de reconocer y que lo consagra entusiasta, pero que condenaría su condición de hombre bígamo.
Para obtener una mejor recreación histórica y una inmediatez narrativa, Bellocchio recurre con habilidad a material de archivo y a no pocos extractos de películas populares que ilustran convenientemente la trama. Luego de un arranque en el que se yuxtaponen caprichosamente las cronologías, retrocediendo de 1914 al año 1907, en que el joven Mussolini seduce a Ida Dalser, la cinta prosigue hasta 1945 su crónica sentimental, a la vez trágica y patética. Destaca la formidable caracterización de Giovanna Mezzogiorno y la revelación de Fabrizio Costelli como Benito Albino, el hijo bastardo que paulatinamente compartirá los delirios de sus padres. El drama pronto rebasará el terreno estrictamente sentimental para volverse un comentario muy ácido sobre la sumisión voluntaria de todo un pueblo a una ideología populista anclada en el totalitarismo y la intolerancia religiosa. Pocos directores conservan hoy, al abordar estos temas, la capacidad de indignación y el acerado filo crítico de este viejo enfant terrible del cine italiano. Hay algo, sin embargo, que sorprende todavía más: el realizador acompaña, mejor que nunca, el discurso político incisivo con imágenes de un lirismo intenso. El hijo del dictador parodiando en una escena desgarradora las grotescas gesticulaciones de su padre, tiene como inesperado complemento estilístico la calma melancolía y el vano combate de Ida Dalser, quien desde los barrotes de su celda contempla la caída nocturna de la nieve.
La cinta es a la vez el relato de una derrota personal y colectiva: la engañada amante de Mussolini resume e ilustra los años de plomo que la dictadura fascista impone a un pueblo mistificado. No hay un despertar realmente liberador a la caída del dictador y tampoco en la Italia actual que una vez más asiste complaciente a los desvaríos de sus nuevos líderes. Tal parece ser en definitiva el señalamiento mayor del veterano Bellocchio, ese infatigable fustigador de la venalidad política.
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