1/31/2012

Militares contra los mayas; Chiapas y Guatemala


Rafael Landerreche


Gilberto López y Rivas, miembro de la Cocopa cuando se ejecutó la masacre de Acteal, ha dicho que el juicio entablado en Estados Unidos contra Zedillo por esos hechos no ha sido aquilatado en sus debidas dimensiones. Más allá de las críticas que insinúa contra Las Abejas de Acteal (que como principales afectados tienen todo el derecho a mantener las reservas que mantienen) López y Rivas tiene razón. Dos cosas menciona en particular: el hecho de que la demanda se sustente en una investigación oficial hecha por la fiscalía especial creada por el gobernador Sabines y el hecho de que se incluya un documento de la Sedena que delínea el plan contrainsurgente –paramilitares incluidos– que condujo a la masacre de Acteal.

En cuanto a lo primero, ya Las Abejas respondieron exigiendo una explicación a Sabines (véase nota de Hermann Bellinghausen en La Jornada, 24/1/12). Lo segundo necesita una mirada más a fondo.

Resulta paradójico que esa prueba usada para inculpar a Zedillo en realidad lo exculpa; no totalmente, por supuesto, pero sí lo desplaza del papel central que se le atribuye (y que jurídicamente tuvo) para llamar la atención hacia los verdaderos autores intelectuales del plan contrainsurgente: los militares. Detrás de Zedillo estaban los poderes reales, políticos, económicos y militares. Y lo que no deberíamos olvidar mientras discutimos sobre los posibles papeles y responsabilidades de Zedillo, Salinas y Calderón, e incluso del PRI, el PAN o el PRD, es que presidentes y partidos van y vienen, pero el Ejército permanece. Y es el Ejército el que tiene la visión articulada y a largo plazo de la guerra de contrainsurgencia… y de otras guerras.

Puede ser muy instructivo echar un ojo a lo que sucede en la vecina Guatemala, que tiene con Chiapas tantos vínculos geográficos, históricos y culturales, así como de insurgencia maya y de contrainsurgencia militar. Por supuesto, no son casos idénticos y cualquier parecido con nuestra realidad… es motivo de honda preocupación.

Hace apenas unos días tomó posesión Otto Pérez Molina como nuevo presidente de nuestra hermana república. El nuevo mandatario puso la lucha contra la inseguridad como prioridad de su gobierno; ofreció mano dura y dijo que usará al Ejército contra los criminales y profundizará la cooperación con Estados Unidos (¿suena familiar?). Y añadió el toque siniestro de color local: para ese combate llamará a los kaibiles, los mismos que aterrorizaron las aldeas mayas de Guatemala y que engrosaron después las filas de Los Zetas. Pérez Molina es un general retirado, pero prácticamente la única alusión a su pasado, y por asociación lógica al pasado del Ejército en Guatemala, fue para disipar cualquier sombra inconveniente. Según la agencia de noticias Ap, Pérez Molina nunca ha sido implicado en crímenes atribuidos a los militares. Explicación no pedida y además demostrablemente falsa.

En El arte del asesinato político: ¿quién mató al obispo?, libro de Francisco Goldman (ver La Jornada, 9/6/09) se presenta el caso del obispo Juan Gerardi, asesinado el 26 de abril de 1998, dos días después de que hizo público el informe Guatemala: nunca más, el cual documentaba los crímenes cometidos por el Ejército durante cerca de dos décadas de guerra contrainsurgente.

El escritor presenta las peripecias del asesinato y el juicio que culminó en la sentencia contra dos militares de alto rango y un sacerdote cómplice del homicidio. El tribunal dejó la puerta abierta, pero no entró a la cuestión de la autoría intelectual. Pero el libro menciona el nombre de uno de los principales sospechosos: el general Otto Pérez Molina.

Francisco Goldman afirma que hay una continuidad entre la violencia de los años 70 y 80 contra la guerrilla y la violencia actual relacionada con el narcotráfico y el crimen organizado. Añade que en Guatemala la línea que separa la política, el crimen y los negocios es cada vez más delgada, si es que existe. Cuando el ejército de Guatemala aplicaba la contrainsurgencia creció en poder político y económico, esto incluía su participación con grupos del crimen organizado, en ocasiones alentados por la CIA (o la inteligencia militar o la DEA) y a veces por cuenta propia.

Otro valioso testimonio es el de Jennifer Harbury, una de las pocas personas que se atrevió a hablar contra Pérez Molina en vísperas de las elecciones (ver www.democracynow.org/es/destacados/otto_guatemala). Sostiene que es absurdo que Pérez Molina ofrezca mano dura contra el crimen organizado cuando “la mayor parte de esa violencia es llevada a cabo por los militares que se quitaron el uniforme después de la guerra, crearon grandes mafias para dirigir el negocio de la droga y contrataron y armaron a bandas como Los Zetas para ayudarlos”.

Las Abejas de Acteal se han sumado al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y han insistido una y otra vez en que existe un vínculo entre la violencia contrainsurgente que ellos padecieron y la violencia de la espuria guerra contra el crimen organizado a la que responde el movimiento encabezado por Javier Sicilia. Estos testimonios sobre Guatemala sugieren una posible explicación: que ese vínculo sea el descubrimiento del Ejército de que el crimen organizado es un buen negocio y fuente de poder por partida doble y aparentemente contradictoria: es negocio practicarlo (por las ganacias que deja) y es negocio combatirlo (porque justifica su protagonismo e incrementa su presupuesto).

El panorama pinta más que sombrío. Pero al conmemorar en San Cristóbal el primer aniversario del Tatik, se recordó que don Samuel no fue sólo el hombre de la denuncia, sino sobre todo el hombre de la esperanza. Nuestra esperanza, para transformar la Iglesia y para transformar la sociedad, son los pobres solía repetir. Por eso no es irrelevante la cuestión de quiénes son los autores de la demanda contra Zedillo: los mayas de Chiapas en busca de justicia o los políticos de siempre en busca de venganza.

A la memoria del Tatik Samuel, a un año de su pascua

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