Editorial La Jornada
El inicio de las diligencias de la Comisión Federal de Competencia (CFC) para notificar su resolución sobre la fusión de Televisa y Iusacell, adoptada la semana pasada por el pleno de ese organismo, se vio obstaculizado ayer por presuntos guardias de seguridad de la telefónica que impidieron, a golpes y forcejeos, la entrada de los funcionarios de la CFC a las instalaciones de la compañía. Por añadidura, según fuentes del organismo regulador, la empresa propiedad del grupo que encabeza Ricardo Salinas Pliego llegó al extremo de cambiar el número exterior de sus instalaciones –de 460 a 409– y de retirar el logotipo de su fachada a fin de no recibir la notificación del organismo regulador.
Horas más tarde, por medio de un comunicado, Iusacell informó que la CFC había rechazado la adquisición de 50 por ciento de sus acciones por parte de Televisa; calificó tal decisión de cuestionable
y dijo que no fomenta la competencia en el mercado de la telefonía en México
.
Con todo lo cuestionable que pueda parecerle la resolución de la CFC, no hay justificación alguna para que la empresa de Grupo Salinas haya entorpecido, como lo hizo, la realización de un trámite administrativo a cuyo cumplimiento estaba tan obligada como la propia entidad reguladora. El uso de golpeadores y la alteración de la numeración y la fachada de las oficinas de Iusacell recuerdan lo ocurrido en el sexenio anterior, cuando guardias armados al servicio de Tv Azteca tomaron por asalto el transmisor de Canal 40 en el Cerro del Chiquihuite para apoderarse de la señal correspondiente. Entonces, como ahora, Grupo Salinas recurrió a medidas de fuerza ajenas al marco legal para defender sus intereses corporativos. La maniobra perpetrada ayer, de cambiar el número del establecimiento y retirar el logotipo corporativo, significó un insólito tránsito a la clandestinidad, así fuera por unas horas, de una empresa legalmente constituida.
Se confirmó, además, la proclividad del consorcio mencionado a operar como poder fáctico, tendencia que muestra un sector prominente del empresariado y se exhibió la falta de capacidad o de voluntad de las autoridades para meter en cintura a esos actores.
Mal termina lo que mal empieza. Si la autoridad reguladora de la actividad económica nacional hubiera dado a conocer desde un principio el sentido de su resolución sobre la alianza entre Televisa y Iusacell –como lo demandaba el elemental sentido de la transparencia y el derecho a la información de los mexicanos– en vez de reservarse esa información por una semana, tal vez habría podido evitarse el bochornoso episodio de ayer en las oficinas de la telefónica. Sin embargo, el desempeño errático y opaco de las autoridades no sólo abrió un margen para la suspicacia en torno a posibles presiones de las empresas involucradas en la operación, sino también, a lo que puede verse, terminó por envalentonar a una de ellas en su empeño por eludir y entorpecer la acción de la autoridad.
Semejante confrontación de los intereses mediático-empresariales con las instituciones del Estado sólo puede tener un desenlace deseable: la acotación del referido poder fáctico acumulado por los propietarios de grandes conglomerados empresariales, el establecimiento de regulaciones estrictas que les impidan abusar del músculo económico para defender sus intereses y, por lo que hace al sector de las telecomunicaciones, la adopción de mecanismos de fomento para la democratización del espectro y el otorgamiento de frecuencias radiales y televisivas a empresas medianas y pequeñas, entidades gubernamentales, universidades, organizaciones sociales, cooperativas y entidades públicas de interés social. Si la autoridad no actúa en esos sentidos, estará enviando a la opinión pública una señal inequívoca de debilidad, ineficiencia e irresponsabilidad, y se alentarán las pretensiones de impunidad de importantes sectores empresariales para los que la legalidad es un mero formulismo.
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