Sin miedo: de la crisis, la política y la respuesta social
Arcadi Oliveres
Profesor de Economía Aplicada de la Universitat Autònoma de Barcelona y presidente de Justícia i Pau
Dentro de la serie Más Madera que viene editando desde hace
unos meses Icaria editorial, ha aparecido recientemente un libro de
conversaciones entre Teresa Forcades y Esther Vivas con el título de Sin miedo: de la crisis, la política y la respuesta social.
Me parece apreciar tres elementos importantes fruto de una riquísima
conversación entre dos mujeres conocidas como pensadoras, luchadoras y
activas militantes.
Dividiré mi reflexión en tres partes. Primero, el libro lleva a cabo
un análisis exhaustivo de la crisis de este sistema desastroso llamado
“capitalismo”, una de sus crisis más profundas y que a mí me gustaría
que fuese la definitiva. Una crisis que ha tenido consecuencias
sociales muy graves. No hay que olvidar que en determinados casos
incluso algunas personas han llegado al suicidio. Hay otros elementos
nefastos que lo acompañan como una deuda impagable por parte del Estado
español, medidas de ajuste antisociales, diferencias cada vez mayores
entre ricos y pobres, aumento de la pobreza en Catalunya y el Estado
español. Este es el análisis de la crisis en el que profundizan ambas
autoras.
La crisis económica, y esta sería la segunda parte de mi reflexión,
incorpora, asimismo, profundos déficits políticos. Teresa Forcades y
Esther Vivas hablan de “la violencia del Estado” y en algún caso se
atreven a hablar de “terrorismo de Estado”. Y creo que no se equivocan.
Hacen referencia a una política sometida completamente al poder
financiero, con importantes dosis de corrupción y “puertas giratorias”.
En el libro aparece el interesantísimo debate entre lo que sería legal
y lo que sería legítimo. Evidentemente, optando por lo legítimo y no
por lo legal. Vale la pena hacer hincapié en las críticas que en la
obra se hacen al actual modelo político y social de la Unión Europea,
con importantes lagunas democráticas. Especialmente, cuando un tratado
que tenía que ser constitucional fue convertido en un Tratado de Lisboa
que solo necesita de los votos parlamentarios y disminuye,
consecuentemente, los niveles de participación. Una maniobra que se
llevó a cabo cuando desde las instancias políticas se percibió de forma
clara que una parte importante de la población europea no lo quería.
Segunda parte de la obra, pues, interesante crítica a la situación
política.
Y por último, la parte esperanzadora, la de una respuesta que ambas
autoras señalan que debe de ser pacífica pero siempre radical, y ponen
como ejemplo el Procés Constituent en Catalunya. Sin olvidar
antecedentes como el de los indignados, dos años atrás, que nos
brindaron un magnífico ejemplo de cómo empezar a cambiar las cosas. La
obra hace referencia a un principio básico que tiene que regir
cualquier alternativa que es la coherencia entre los medios y los
fines. Por otro lado, se aborda una cuestión de gran actualidad: el
nacionalismo y el debate sobre la independencia, considerando que este
debe ser un movimiento de ruptura, no excluyente, en ningún caso de
derechas y ni mucho menos egoísta. El libro termina con esa afirmación,
que a mí tanto me gusta, de que “estamos dispuestos a hacer la
revolución y cuando la tengamos hecha la volveremos a hacer”.
Esther Vivas
Sí. El miedo, la resignación y la apatía son la gran victoria del
capitalismo. Convencernos de que no hay nada que hacer, que no hay
alternativas, que no podemos cambiar las cosas es el gran triunfo de
los que mandan. Pero, justamente, la gente está empezando a desafiar al
poder. La profundidad de la crisis y la emergencia del movimiento de
los indignados, y todo lo que ha significado, han hecho caer la máscara
del sistema. Las definiciones oficiales de la realidad se han hundido.
De golpe, muchos han descubierto que esto es Matrix, que
vivimos en un gran engaño. El pensamiento neoliberal ha quedado
fuertemente desacreditado, aunque sus valores de consumismo, egoísmo y
competencia continúan muy arraigados. Para la mayoría de la población,
aunque sea de forma intuitiva, queda claro que la crisis es
responsabilidad del poder financiero, y de una clase política
supeditada a sus intereses, y que ahora nos pasan a todos la factura.
Ya no nos creemos sus mentiras. Vemos cómo el capitalismo acaba
haciendo negocio con cada uno de los ámbitos de nuestra vida cotidiana
y convierte el derecho a la vivienda, a la alimentación, a la sanidad,
a la educación… en un privilegio.
En el Estado español, por ejemplo, cada día se producen 532
desahucios, mientras existen más de tres millones de viviendas vacías.
A la gente se la echa de casa, se la deja hipotecada de por vida y la
banca continúa ganando dinero a expensas del empobrecimiento y la
miseria de las personas. Como se expresa en tantas manifestaciones: «No
se entiende, gente sin casa y casas sin gente». El derecho a la
vivienda se ha convertido en un negocio. Y lo mismo pasa con el derecho
a la sanidad y a la educación. Se privatizan los servicios públicos
para que unos pocos saquen beneficio a expensas de nuestros derechos.
De hecho, el éxito del sector privado consiste en deteriorar el sector
público, y así lo estamos viendo.
Y con el acceso a los alimentos pasa lo mismo: vivimos en un mundo
de abundancia de la comida, donde se produce más, si cabe, que en
cualquier otro período de la historia. Según la ONU, se cultiva
suficiente como para alimentar a 12.000 millones de personas, y en el
planeta somos 7.000 millones. Contamos, pues, con comestibles
suficientes para todos pero, en cambio, casi una de cada siete personas
en el mundo pasa hambre. Si no tienes dinero para pagar el precio cada
día más caro de la comida o si no tienes acceso a la tierra, al agua y
a las semillas para producirla, no comes. Los alimentos se han
convertido en una mercancía.
Teresa Forcades
Vale la pena citar a Jean Ziegler, una voz crítica muy conocida.
Algunos dicen que el derecho a tener acceso a los productos
alimentarios básicos se ha convertido en una mercancía, y se presenta
esta situación como si hubiera llegado por sí sola. Pero es importante
señalar que esto ocurre a partir de los años noventa, después de la
caída del Muro de Berlín y de la propagación de una globalización
neoliberal sin freno; es en este momento cuando Goldman Sachs decide
especular con productos alimentarios de primera necesidad, con materias
que hasta entonces no habían entrado dentro de este mercado
especulativo. La novedad fue empezar a especular con el arroz, con el
trigo y con el mijo. Y eso quiso decir que se compraba de forma masiva
esta producción, se retenía y se esperaba hasta que subieran los
precios. Jean Ziegler califica esta manera de actuar de asesinato
programado. Y asesinato programado, en números cuantificados, son 37
millones de personas; este ha sido el coste humano de esta especulación
criminal que las leyes actuales condonan y protegen. Por esto, la
magnitud de la crítica tiene que ser tal que no se pierda en los
detalles y permita hacer un análisis sistemático y contundente, pero a
la vez sin abrumar, porque sino parece que las dimensiones de esta
injusticia estructural son tan grandes que estamos sobrepasados por las
circunstancias. A veces he hablado de la metáfora bíblica de un gigante
con pies de barro, y es una metáfora adecuada, porque en el momento
actual la espectacularidad, la potencia y la capacidad de presionar de
una serie de organismos internacionales y de sistemas son tan fuertes,
que la persona puede tener la sensación de estar ante un poder
gigantesco.
Y parece que sea necesaria la fuerza de un gigante para
contraponerse. Y, sí, es verdad, si miras arriba y ves todo el oro y la
parafernalia del poder produce mucha impresión, pero, siguiendo la
metáfora bíblica, no se trata de mirar hacia arriba: se trata de mirar
hacia abajo. Si miras hacia abajo, te das cuenta de dos cosas: primero,
que el gigante, por más impresionante que parezca, en realidad tiene y
siempre ha tenido los pies de barro; y, en segundo lugar, te das cuenta
de que abajo hay una multitud con el potencial de realizar un cambio
social. Tenemos que proponer un cambio de mirada, tenemos que mirar
hacia abajo.
Esther Vivas
Muchas veces se tiende a mirar arriba, como si allá estuviera la
respuesta a nuestros problemas. Cuando es, justamente, todo lo
contrario. El problema, como bien dices, no es arriba sino abajo. No se
trata de que alguien, un líder, como repetidamente señalan los medios,
nos saque de este callejón sin salida. La clave, en mi opinión, recae
en que la gente tome conciencia del porqué de la crisis, de quién gana
y quién pierde con la situación actual, de las causas de la pobreza,
saber que hay alternativas y que, como se decía en las plazas en el
15M, «juntas lo podemos todo». Aquí está nuestra fuerza.
En relación a lo que comentabas de la especulación con los
alimentos, creo que es importante señalar los vínculos existentes entre
la crisis económica y la crisis alimentaria, porque muchas veces parece
que esta última se encuentre muy lejos de nosotros. En cambio, aquí,
cada vez hay más gente que pasa hambre, y los mismos que nos han
conducido a la presente bancarrota económica, que hicieron negocio con
las hipotecas subprime, son los que ahora especulan con cereales
básicos como el trigo, el arroz, el maíz y la soja. Porque, ¿qué es más
seguro y estable que la comida, como negocio, cuando todos nos tenemos
que alimentar diariamente para sobrevivir?
Los fondos de inversión, los bancos, los fondos de pensiones compran
y venden estas materias primas en los mercados de futuro, no en función
de la oferta y la demanda real, sino para ganar dinero. Unas prácticas
que generan el aumento del precio de los alimentos y los convierten, a
menudo, en inaccesibles para amplias capas de la población,
especialmente en los países del Sur. Y esto es lo que han hecho
entidades financieras como Catalunya Caixa, con su depósito «100%
natural», o el Banco Sabadell, con el fondo de inversión
«BS Commodities».
Aquí es donde percibimos la violencia de un sistema que condena al
hambre en un mundo donde abunda la comida, que expulsa a la gente de su
casa, cuando hay miles de viviendas vacías, que nos excluye de la
sanidad y de la educación pública, mientras aumentan las inversiones en
el ámbito privado. A menudo, desde los medios de comunicación y del
poder, se señala la violencia de aquellos que protestan en la calle, de
quienes ocupan bancos, pisos vacíos, escuelas, supermercados,
hospitales… pero estos tan solo reivindican una democracia de verdad.
Lo que es extremamente violento es el sistema en el que vivimos, a
pesar de nos quieran hacer creer todo lo contrario.
La desesperanza es la otra cara de la indignación. Y los datos del
Instituto Nacional de Estadística así lo corroboran: 3.180 personas se
suicidaron en el año 2011, un 0,7% más que el año anterior. El suicidio
es ya la primera causa de muerte no natural en el Estado español. De
hecho, desde que empezó este año 2013, diez personas se han suicidado
ya al no poder hacer frente al pago del alquiler o la hipoteca. Los
problemas económicos, según se dijo en el XVI Congreso Nacional de
Psiquiatría, son el principal desencadenante de los suicidios. Si no
nos rebelamos, lo que cala en nosotros es la vergüenza, la rabia, la
tristeza, la ansiedad, la impotencia, el desaliento.
Teresa Forcades
Algunas leyes actuales creo que se pueden calificar como de
terrorismo de Estado. Parece que la palabra terrorismo solo se pueda
aplicar a grupos que no forman parte del sistema. Violentar a las
personas e inspirarles terror de forma sistemática para conseguir los
objetivos propios es terrorismo, tanto si lo hace un grupo marginal
como si lo hace un Estado.
Para muchas personas, cuesta creer que los abusos que no dependen de
la avaricia de una persona determinada sino que están instituidos en el
sistema, sean terrorismo de Estado. Es difícil entender cómo hemos
llegado hasta aquí. Me gustaría recordar el discurso de una persona
suficientemente conocida en el mundo político, Margaret Thatcher, que
popularizó la idea de la «sociedad de los dos tercios»: un
planteamiento de tipo político donde se presuponía que era imposible
intentar gobernar para el conjunto de la sociedad, y que para gobernar
correctamente a finales del siglo XX y en el siglo XXI había que
admitir que existía un remanente, no de un 1% o un 2%, que ya sería
gravísimo desde un punto de vista cristiano que hubiera una sola
persona a la que hay que excluir para que los otros disfruten de una
vida próspera, esto ya sería indigno e injustificable.
¡Pero no hablamos de un 1%; hablamos, según Margaret Thatcher, del
33% de la población! Un tercio de la población donde se acumularía,
necesariamente, toda esta bolsa de marginación. Y las personas con
enfermedades crónicas, inválidas, que no se pueden ganar la vida ni
tienen una herencia familiar o alguien que los pueda apoyar, irán
directamente a engrosar esta bolsa de marginación. Personas con
enfermedades mentales, personas que han cometido algún tipo de delito y
que hayan estado mucho tiempo en prisión y al salir no saben volverse a
recolocar; centenares de miles de casos, personas que sufren violencia,
personas excluidas del sistema económico… Este grupo de personas, el
33% de la población, según la teoría económica y política de la
sociedad de los dos tercios, no cuenta. Hay que aceptar que serán
excluidos de forma permanente.
Esta sociedad de los dos tercios incluye un cálculo perverso, porque
con dos tercios de la población se cuenta con un porcentaje suficiente
de votantes para ganar unas elecciones democráticas, tal como las
tenemos organizadas en la actualidad. El tercio marginal y problemático
puede quedar excluido en la práctica no solo de la vida económica sino
también de la política. No cuentan. Esto es terrorismo de Estado.
Plantear este hecho desde el punto de vista teórico e intentar gobernar
según estos postulados, intentar que la población acepte este terror de
tener que sacrificar una de cada tres personas, es terrorismo de
Estado. Y esto sin tener en cuenta las guerras; en Irak, por ejemplo,
las tropas aliadas utilizaron uranio empobrecido, que está prohibido
por todas las convenciones internacionales, y tuvo como resultado que
la incidencia de cánceres y malformaciones entre los niños que han
nacido en Irak después de estos bombardeos se haya multiplicado por
diez. Y esto es a raíz de una actuación que no ha sido fruto de una
decisión de un grupo marginal, o de una persona con una enfermedad
mental, sino que proviene de una decisión tomada por los organismos
oficiales de dos de los países más poderosos del mundo (los Estados
Unidos y el Reino Unido).
O sea, la noción de terrorismo de Estado no es ninguna metáfora.
Cuando escribí sobre los crímenes cometidos por las grandes compañías
farmacéuticas también había gente que decía: «Esto debe de ser una
metáfora, ¿no?». Que las grandes compañías farmacéuticas tengan un
comportamiento que éticamente no sea loable o no sea excelso ya nos lo
creemos, pero que realicen crímenes debe de ser una metáfora. Y no es
una metáfora. Porque desde el año 2000 hasta el año 2003 estas grandes
compañías farmacéuticas, todas ellas de los Estados Unidos, habían sido
condenadas por los tribunales penales. Eran condenas firmes y las
compañías habían admitido la culpa. Por lo tanto, esta palabra,
«crímenes», aplicada a las grandes multinacionales, no es una metáfora,
y la noción terrorismo de Estado aplicada a los estados capitalistas
neoliberales tampoco es una metáfora.
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