Hermann Bellinghausen
México
es gobernado por sus traidores hace medio siglo, en escala progresiva y
en la cadenita detrás-de-ti-vendrá-quien-bueno-te-hará. Al formalizarse
la cesión del espectro energético a las potencias extranjeras –que ya
no consisten sólo en gobiernos, pues se trata de empresas sin los
compromisos formales de cualquier gobierno– sólo dimos otro paso
decisivo al precipicio como nación. Las falacias de los traidores han
cambiado, son más cínicas, pero en esencia sirven para lo mismo: medrar
con la patria, un negocio tan inagotable como la riqueza que ella
contiene. (Llama la atención que la mayor riqueza, su gente, sea lo que
tratan con mayor desprecio los poderosos y los legisladores que
sobornaron.)
El ciclo de traición inicia formalmente el 23 de mayo de 1962 en las
inmediaciones de Xochicalco, Morelos, donde fueron hallados los restos
del líder campesino Rubén Jaramillo y toda su familia. Horas antes los
había secuestrado el Ejército federal por órdenes del secretario de
Gobernación Gustavo Díaz Ordaz, que también mandató el sacrificio. Para
que vieran que no le temblaba la mano. En 1968, ya presidente, en
Tlatelolco confirmaría de qué estaba hecho el tipo. Al asesinar, con la
evidente venia de Adolfo López Mateos, al último revolucionario en
activo en la senda de Zapata y Cárdenas (y además amnistiado), inaugura
el ciclo ya largo de traición histórica que no hecho sino profundizarse.
El despeñadero al que nos llevan los poderes de la Unión representa
el paso siguiente de un viejo y repugnante plan que consiste en
enajenar México de los mexicanos, vecinos inevitables –hoy finalmente
sometidos– del
coloso del norte, cuyo destino manifiesto, y por extensión del capitalismo global, siempre ha sido devorarnos.
El ciclo se define en el periodo donde dos presidentes sucesivos,
Díaz Ordaz y Luis Echeverría, quedan incluidos en la nómina de la CIA.
¿Qué tanto es tantito cuando se trata de traición a la patria? Los
sucedería un accidental sombrerero loco a quien le volvió a saltar la
libre en el cuerno de la abundancia y se dejó flotar de muertito. El
periodista Manuel Buendía me dijo un buen día, y pidió no divulgarlo,
que José López Portillo gobernaba
como el príncipe de Gales: que otros decidieran. En ese contexto se gesta un sutil golpe de Estado neoliberal que se afianza con la tecnocracia galopante de Miguel de la Madrid, es decir, Carlos Salinas de Gortari, su zar económico y su Díaz Ordaz, que en 1988 se hace de la Presidencia y encamina la definitiva integración de México (o sea su desintegración) al proyecto imperial que hacía más de un siglo aguardaba un nuevo santanato. Con esa fijación nacionalista de los mexicanos a quienes hoy insultan los Beltrones, no se pudo ni con Porfirio Díaz, que como quiera le plantaba cara al invasor.
Como
los traidores se traicionan entre sí (onda la fábula del alacrán y la
rana: el que nace para alacrán no se puede resistir), Ernesto Zedillo
traicionó a Salinas (éste lo dice cada que puede) y quedó en posición
de convertirse en el presidente más genocida del siglo pasado. Ya
vendría Felipe Calderón Hinojosa a disputarle el récord. Zedillo
rescató (regaló) fraudulentamente la banca y transmitió, copeteado, el
negocio privatizador a Vicente Fox, ese gran demócrata de la transición
que clarito dijo que gobernaría para los empresarios, a cuyo círculo
anhelaba unirse. Parece que lo logró.
El botín ha sido tan bueno que se multiplicaron los apostadores en
la imparable subasta. A los suculentos negocios de Estados Unidos se
sumaron mineras canadienses, banqueros y saqueadores eólicos de España,
inversionistas e importadores chinos.
Un novedoso sistema empresarial paralelo e ilegal, llamémoslo
narcotráficopara abreviar, metió baza y la sacó colmada, en franco entendimiento funcional con los gobiernos (que lo combaten con oportuna ineficacia) y los poderes económicos transnacionales a los que allana terreno para vaciar y vaciar nuestra proverbial cornucopia.
En los viejos tiempos, los libros de texto gratuito de la Secretaría
de Educación Pública nos enseñaban a millones de niños que vivíamos en
el cuerno de la abundancia. Hasta la forma teníamos en el mapamundi.
De allí salían frutos, bellezas y riquezas inagotables. Hoy a nadie
se le ocurre pregonar tan ingenua alegoría (¿dónde guardar la otrora
citable Suave Patria, de Ramón López Velarde?) La abundancia no se acaba, nomás que ya no es nuestra.
Al comentar con agudeza el fallecimiento de Nelson Mandela, el
periodista encarcelado Mumia Abu Jamal hace una referencia que viene al
caso rescatar: Kwame Nkrumah, primer presidente de la Ghana
poscolonial, dijo alguna vez que
la independencia política sin independencia económica es sólo una ilusión. Que nos lo digan a los mexicanos.
Cincuenta años les tomó a los gobernantes liquidar la impráctica
soberanía nacional. De independencia queda el cascarón partido. Eso sí,
con todas las de la ley.
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