Tomás Mojarro
Los romances frustrados, mis valedores. Al que yo aquella vez aspiraba se lo llevó el tren. Uno de juguete. Cierro los ojos y vuelvo a mirar a la sota moza tal como fue en aquella navidad, con su hermoso pelo de ángel de blancura angelical. No una anciana de cabello cano, sino pelo de ángel con el que abatía un arbolillo pandeado a la cargazón de foquitos, esferas, estrellitas y madrecitas de esas. El trenecito eléctrico era mi último recurso.
Mi prima, la oveja negra de mi familia, que brincó el redil, brinco que le produjo aquel lozano chamaco que un trenecito pidió de navidad. Yo, venteando la oportunidad, tomé el sobre destinado a la renta y me fui al juguetero nacional. “Esta noche es nochebuena. Doy este alegrón al hijito, se enternece mi prima, y una vez que nos atasquemos de muslos (del pavo), a la cama el chamaco, y ándenle: nuestros muslos al catre”. Fantasías de solitario incestuoso. Y sì…
Sì, que a su hora el chamaco le desbarató el moño al regalo y sacó la preciosidad de ferrocarril de corriente eléctrica. El alegrón, y a armarlo. Y aquella emoción, la expectación aquella, la ansiedad por mirar la locomotora pita y pita y caminando, y llamar a la sota moza, mostrarle el juguete (el de corriente eléctrica) y enchufarla (la vía del tren). Pero, ¿enchufar la vía? ¿Y cómo enchufarla, si este tramo tenía con qué y toda la disposición de unirse al siguiente, pero el siguiente carecía de orificio por dónde? En el otro extremo se le alzaba un gancho de este grosor, pero trozado por la mitad, que hagan de cuenta circuncisión fallida. Dos, tres tramos se dejaron enchufar, pero el resto, castidad absoluta.
- Tío, ¿y los vagones?
Y a jurgunear carros para un apareamiento imposible. Traté con este, con ese, con aquel. Nada. Tomé este y lo coloqué de ladito, pero enchufarse cómo, por dónde. Lo coloqué boca arriba y le abrí las ruedas. Nada. ¿Por atrás? Un agujero oxidado por falta de uso. Primero se acható el gancho que abrirse el enchufe. Tenso, el sobrinillo: “Con salivita, tío”. Llevé el furgón a mi boca y la saliva agarró un sabor a hojalata oxidada, pintura reblandecida y bilis desparramada. “¡Alicatas, martillo, échatelos para acá!”
- Así menos. Mejor fueras a reclamar a los jugueteros.
- ¿Reclamar a quién, ante quién? ¿En Mèxico?
Con las alicatas empecé a jurgunear rieles y vagones de tren, pero nada. Comencé a resollar recio, a jadear, a pujar. El sobrino: “¡Ma, ven a verlo, ya está echando humo!”
- ¿La màquina?
- Mi tío. Por las orejas, míralo. (Yo, mascullando al resoplar.)
- ¡Bigotón, cierra esa boca! Con lejía y estropajo te la voy a restregar.
Ahí, sobre la alfombra, el desastre. Se acuclilló la prima. Sus formas a seis pulgadas de mis ojos. Yo, bizqueaba al mirarlas, y la súbita sacudida. Me acalambré. Sentí que ojos y boca se me torcían, los tomates chispándose. “¡Que te electrocutas!” Y la sota moza corrió a desenchufar el cable; luego observó el juguete:
“¡Virgen santísima, qué desastre de ferrocarril! ¡Pero si hasta parece que Zedillo regresò al gobierno!
Allí terminó la aventura de la prima, el trenecito y el frustrado enchufe. Ya de vuelta en mi soledad reflexioné en la frustrante experiencia con los juguetes “echos eN mexjico”. Hoy, arrasados por el tsunami chino, los jugueteros rabian, chillan y claman que andan al filo de la quiebra, la ruina, el suicidio. Trágico, sí, ¿pero qué hay de los tiempos en que una industria sobrona y sin competencia nos enchufaba trenecitos sin enchufes? Puro enchufar, jugueteros, acuérdense. (Bah.)
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