Sara Sefchovich
En 2014 cumple 20 años el Tratado, o, para ser más precisos, el Acuerdo, trilateral de libre comercio de América del Norte. Sus promotores mexicanos insistían en que nos traería riqueza y prosperidad; sin embargo, en el lapso transcurrido la tasa promedio de crecimiento de la economía mexicana ha sido particularmente baja; incluso ahora, se estima que la tasa de crecimiento para 2013 será 1.3 por ciento. En algunos casos esta debilidad fue resultado de su vulnerabilidad frente a la economía de Estados Unidos, como ocurrió en 2008.
Contrariamente a lo que nos habían prometido, no sólo no hubo una prosperidad generalizada, tampoco hubo riqueza, más que para unos cuantos; como lo prueba el incremento de la proporción de la población que vive por debajo de la línea de pobreza, a un poco más de 50 por ciento.
Así que, si bien es cierto que en el marco del TLC los intercambios comerciales de México con sus socios al norte se han multiplicado, el acuerdo comercial no ha sido el detonador de tasas altas y constantes de crecimiento económico, como nos dijeron que sería. Cuando mucho, el TLC ha introducido orden y reglas en una relación comercial que ya existía y que mostraba una marcada tendencia al alza.
Ahora de nuevo, el gobierno nos promete un futuro de miel y rosas en el país que está construyendo con la reforma energética, la reforma hacendaria y tantas iniciativas que ha presentado con el fin de transformar una estructura económica que tiene todavía muchos arcaísmos que, según nos dicen, nos restan competitividad.
Puedo entender que es apremiante tirar el lastre de soluciones pasadas a problemas, que quizá ya ni siquiera existen, y que aminora la velocidad del cambio económico; no obstante, mientras el gobierno no nos explique su diagnóstico del porqué del deficiente crecimiento de la economía, me cuesta trabajo comprender la obsesión de los reformadores con la inversión extranjera. Han cifrado de tal manera el éxito de su proyecto en ese factor, que parecen haber olvidado sus implicaciones en términos de los objetivos nacionales, por ejemplo, la definición de las prioridades de inversión, o la capacidad de influencia que están atribuyendo a inversionistas extranjeros enclavados en sectores estratégicos de la economía.
Se requiere mucha audacia para poner el éxito de un gobierno a la merced del subibaja de los intereses extranjeros. Hoy, como hace dos décadas, para promover el apoyo ciudadano a sus políticas, nos dicen los promotores que las reformas van a precipitar una cascada de recursos del exterior cuyos beneficios van a alcanzar a toda la economía, para transformarla, y también que van a impulsar todo tipo de actividades. No obstante, la experiencia nos enseña que con el paso del tiempo esas promesas aparecen como lo que son, simple propaganda, publicidad que refleja sólo vagamente la realidad. Recordemos solamente el fracaso rotundo de las privatizaciones que nos dejaron, por ejemplo, un solo banco mexicano.
Me pregunto si mi desconfianza frente a la inversión extranjera es de orden generacional. Fui educada en los tiempos del desarrollo estabilizador y del nacionalismo económico, tal vez por eso me resulta difícil aceptar sin cuestionamientos los presuntos beneficios de la inversión extranjera, como lo hacen nuestros jóvenes gobernantes.
Me gustaría que en lugar de que nos prometieran más capitales del exterior, nos ofrecieran una política industrial articulada, asociada, una política de empleo de amplio alcance; quisiera que la tierra del futuro fuera una donde prevaleciera una distribución del ingreso más equitativa; un lugar del que la pobreza hubiera sido desterrada.
Preferiría que quienes gobiernan fueran más ambiciosos, pero no para ellos mismos, sino para el país. Si lo fueran, nos prometerían mucho más que inversión extranjera, porque la verían no como un objetivo, sino como un instrumento para alcanzar la transformación del país.
Hace más de 20 años los gobiernos, del PRI y del PAN, nos vienen prometiendo un país inspirado más en sus limitaciones que en objetivos de largo alcance. Esa tierra me es ajena, prefiero que mi país ofrezca oportunidades a todos los mexicanos, que nos haga creer nuevamente en nosotros mismos, en nuestra capacidad para imaginar algo mejor de lo que nos propone un gobierno de poca fe.
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