2/05/2014

Balance de veinte años del Tratado de Libre Comercio de América del Norte





A veinte años de la implementación del TLCAN, el actual gobierno mexicano, lo mismo que los funcionarios que en su momento llevaron a cabo las negociaciones, coinciden en señalar que más allá de algunas “fallas menores”, representa un “éxito” y expresan su intención de incorporar a nuestro país al Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (TPP).
 
Era de esperar que luego de la recesión generalizada que se inició en el 2008, y que no ha terminado del todo, ocasionada por la desregulación del sector financiero-especulador y la sobreproducción relativa de mercancías, el encarecimiento de los alimentos y de los “commodities” (materias primas), de la crisis medioambiental y de la urgencia de impulsar la transición hacia energías limpias, los organismos financieros internacionales dieran un golpe de timón para corregir el rumbo de la economía mundial, pero obstinadamente insisten en recetarnos la misma medicina de antes. Continuar impulsando una globalización a la medida de los intereses de capital y arrastrándonos a la jungla del capitalismo salvaje.
 
El simple hecho de que el crecimiento económico de México en los últimos veinte años apenas rebase el 2% anual, mucho menor que el resto de los países latinoamericanos, es una clara indicación de que el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN), no está funcionando para lo que supuestamente fue creado: impulsar el crecimiento de la economía y mejorar el bienestar de la población.
 
La Balanza de Pagos de las dos últimas décadas, que registra nuestro intercambio comercial y financiero con el resto del mundo, demuestra que nuestra economía se dirige a un naufragio a pesar de las supuestas bondades que nos ofrece la apertura comercial indiscriminada. Tan solo de 2002 al 2011, la Cuenta Corriente (que mide nuestro intercambio comercial con el mundo), acumuló un déficit de -78 mil 855 millones de dólares, a pesar de las decenas de miles de millones de dólares que obtuvimos por la venta de petróleo en esa misma década. Por ejemplo, en el año de 2010, obtuvimos ingresos petroleros por casi 40 mil millones de dólares y aun así el déficit comercial fue de 3,009 millones de dólares. Hasta ahora el desastre se ha podido evitar con nuevo endeudamiento externo (67 mil 520 millones de dólares en el mismo periodo) y cuya deuda total hoy llega a los 7 billones 300 mil millones de pesos; inversión extranjera directa (225 mil 495 millones de dólares); e inversión especulativa, de cartera le llaman, por 81 mil 037 millones de dólares. Somos la viva imagen del náufrago al que le amarran una cuerda al cuello para “rescatarlo”. ¿Qué será de nuestra economía una vez que las trasnacionales se apropien de nuestra renta petrolera?
 
Desde antes de la puesta en marcha del TLCAN, denunciábamos que su principal aberración era establecer reglas iguales para países desiguales. Poner a competir a agricultores y pequeños empresarios mexicanos –de un país semidesértico, escasos recursos financieros y tecnológicos-, con sus similares de Estados Unidos y Canadá, era como enfrentar a soldados pertrechados con rifles contra arcos y flechas. Además los Estados Unidos han venido violando dicho Tratado, como en caso de atún, el aguacate y el transporte, sin que la sumisa clase dirigente mexicana asuma una firme posición en defensa del interés nacional. En consecuencia presenciamos una nueva recolonización de México -expresada en el avasallamiento de sus agricultores, de pequeñas y medianas empresas e incluso de algunas grandes corporaciones (como Cemex, Banamex, Modelo)-, y la inminente pérdida de sus principales recursos estratégicos (mineros y energéticos). México es hoy un país menos soberano que hace veinte años, con todas las nefastas consecuencias que de ello se derivan.
 
El TLCAN también ha sido un desastre para la clase trabajadora de los tres países involucrados. La de Estados Unidos y Canadá por la pérdida de empleos causada por el desplazamiento de empresas a México y la presión sobre sus salarios ante la amenaza patronal de trasladar sus empresas a nuestro país o a otras partes del mundo.
 
En México, la industria tradicional -erigida durante la sustitución de importaciones para abastecer al mercado local- ha sido reemplazada por el auge de las maquilas, en las zonas francas. Este tipo de fábricas jerarquizan la exportación y operan a través de redes adaptadas a las normas de la acumulación flexible. Comenzaron con la textil y la electrónica, se expandieron a la rama automotriz y ya representan el 20% del PIB mexicano. En la frontera de Estados Unidos se ubica la localización emblemática de este modelo. Las 50 plantas iniciales (1965) se multiplicaron a 3,000 fábricas mellizas (2004), asentadas a ambos lados de la zona limítrofe. Al desenvolverse como ensambladoras con reducida calificación laboral, estas fábricas contienen muchos rasgos de la especialización básica que afecta a toda la economía latinoamericana. Su principal insumo es la baratura de la fuerza de trabajo. Las empresas lucran con el reclutamiento de trabajadores provenientes de las zonas rurales y criminalizan la sindicalización. Mientras que la productividad se asemeja a los niveles vigentes en las casas matrices, los salarios son diez o más veces inferiores a la media estadounidense y se ubican por debajo del sector agremiado mexicano.
 
Desde la entrada en operación del TLCAN los trabajadores mexicanos hemos sufrido una pérdida del poder adquisitivo del 80 por ciento; un desempleo y subempleo (el real y no el imaginario de las cifras oficiales) que alcanza al 38% de la población; un crecimiento de la pobreza y extrema pobreza que abarca al 60% de la población y la reducción significativa de las clases medias; la emigración forzada de millones de mexicanos hacia a los Estados Unidos; el ingreso a las filas de la delincuencia de decenas de miles de desempleados y la irracional destrucción del medio ambiente. Ciertamente, no podemos culpar al TLCAN de todo este desastre, pero nadie puede negar que ha sido una pieza clave para lograrlo.
 
Para facilitar los anteriores objetivos, el gobierno mexicano ha emprendido una ofensiva brutal para destruir lo poco que queda del sindicalismo auténtico y democrático en nuestro país y criminalizar la protesta social. El caso del Sindicato Minero, del Mexicano de Electricistas, de Mexicana de Aviación y ahora de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), son ejemplos contundentes de que en México la libertad sindical ha dejado de existir.
 
De la mano de las concesiones mineras, petroleras y de generación eléctrica, la minería a cielo abierto, la explotación petrolera y de gas por fractura hidráulica, los megaproyectos hidráulicos, eólicos, turísticos, inmobiliarios, de vivienda y demás, estamos presenciando la mayor destrucción del medio ambiente de toda nuestra historia. Por todo el país están surgiendo movilizaciones de comunidades urbanas, rurales e indígenas que defienden su integridad territorial y su derecho a vetar cualquier acción que perjudique su entorno ambiental.
 
Las organizaciones del campo realizan constantes movilizaciones demandando la abrogación del capítulo agropecuario del TLCAN e iniciar una política de Estado para impulsar la autosuficiencia alimentaria, nacional y regional, con pequeños y medianos productores, un nuevo modelo de producción sustentable de alimentos orgánicos, sin transgénicos, insecticidas y sin monopolios. Mejorar el bienestar del campesino mexicano debe ser una prioridad nacional.
 
El TLCAN -lo mismo que los demás “Tratados de Libre Comercio”, incluido el Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (en inglés: Trans-Pacific Strategic Economic Partnership o Trans-Pacific Partnership, TPP)-, son producto de negociaciones a espaldas de las sociedades de sus respectivos países. Son antidemocráticos de origen y se han convertido en una Ley Supranacional, que solo favorece los intereses de las naciones imperialistas y de los grandes monopolios trasnacionales. Profundizan las asimetrías entre las naciones desarrolladas y subdesarrolladas y las desigualdades sociales en el mundo. Por lo tanto deben ser radicalmente reformados o, de plano, cancelados. Es necesario construir una nueva arquitectura global basada en un intercambio justo entre naciones desarrolladas y subdesarrolladas, reducir la brecha entre ricos y pobres e igualar, hacia arriba, las condiciones de vida y de trabajo de todos los trabajadores del mundo. 
 
Los veinte años de Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), han rebasado las peores previsiones que diversos críticos veníamos haciendo sobre las consecuencias de su implementación. Veinte años son más que suficientes para evidenciar que su principal objetivo ha sido la obtención de fabulosas ganancias para las grandes corporaciones, expoliar a los pueblos de los tres países y someter la soberanía de México pasando por encima de las conquistas derivadas de nuestra revolución de 1910-1917.

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