Hidalgo, la historia jamás contada, tercer largometraje de Antonio Serrano, tiene por principio el mérito de la intención desmitificadora. Nada más alejado de la imagen oficial de Hidalgo que ese mujeriego, borracho y jugador, interpretado por Demián Bichir en forma gestuda, pero simpáticamente verosímil. Serrano y el guionista Leo Mendoza se han concentrado en mostrar lo anunciado por el título, las actividades extracurriculares del Padre de la Patria
(frase que, en este caso, podría ser literal), sobre todo a partir de que, por sus problemas con el alto clero, es enviado a la parroquia de San Felipe Torres Mochas.
Hidalgo... da fe de lo mucho que ha progresado el cine mexicano de época. En tiempos recientes ya parece superada esa impostura por la cual las recreaciones históricas apestaban a naftalina y cartón, a peluquín recién desempolvado. Gran parte de que uno se crea esta biografía no oficial se debe a la autenticidad visual de la película, debida al diseño de producción de la infalible Brigitte Broch y la matizada fotografía de Emiliano Villanueva (que no recurre al deslavado monocromático de moda). Dicha autenticidad permite, que los ambientes se vean vividos y no como meros monumentos prestados por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. La atmósfera de cotidianidad, muy rara para una épica de héroes patrios, encuentra su mejor momento en una fiesta ofrecida por el protagonista, en la que escandaliza a una solterona persignada al sacarla a bailar un prohibido jarabe.
Sin embargo, el asunto se estanca a la mitad, en cuanto Hidalgo se dedica a enamorar a la dama no tan joven, Josefa Quintero (Ana de la Reguera), mientras intenta montar una representación pública del Tartufo de Moliere. Ambos desarrollos no cuentan con el peso dramático necesario para justificar los episodios de Hidalgo preso y derrotado que enmarcan el flashback central. Igualmente, no son suficientes los apuntes de su simpatía por los indígenas o su postura crítica al dominio español para sugerir que el hombre es capaz de organizar algo más que sabrosas juergas. Otro problema es que el clímax de su toma de conciencia, cuando las fuerzas del orden destruyen el teatro montado en plena calle, ocurra fuera de cámara. Una cosa es el anticlímax, otra la aparente eliminación de una secuencia por causas de presupuesto.
También debilita a la segunda parte la abundancia de personajes y situaciones que sólo aportan el detalle costumbrista. La faena del malévolo matador andaluz, la beata anoréxica con vocación teatral, la dama de sociedad en amoríos con su sobrino político, entre otros, son demasiado inconsecuentes. (Nada sale sobrando más que el comercial de cierta marca de tequila, insertado de forma poco sutil. Se entiende que sea uno de los patrocinadores, pero no es para tanto.)
Es posible que el guión original –titulado Hidalgo/Moliere, por cierto– haya sido tan voluminoso que a la hora de la edición se suprimieron muchos amarres de personaje. Ahí es donde resultaba fundamental ejercer el rigor sobre el material. Asimismo, el nivel histriónico es desigual. Bichir lleva bien el peso de la película, pero no siempre recibe apoyo de los secundarios. Entre ellos hay demasiados falsos acentos españoles, de ceceo inconsistente. Si no se cuenta con actores que parezcan y hablen como peninsulares, más vale unificarlos a todos con acento mexicano.
Sin duda, lo más encomiable de esta historia jamás contada
, parcialmente financiada por el Estado, es que inquietará a las propias autoridades panistas. Ellas hubieran preferido quedarse con el Hidalgo de la estampita y los huesos desenterrados, no con el retrato de un cura disoluto.
Hidalgo: la historia jamás contada. D: Antonio Serrano/ G: Antonio Serrano, Leo Eduardo Mendoza, sobre un argumento de Mendoza/ F. en C: Emiliano Villanueva/ M: Alejandro Giacomán/ Ed: Mario Sandoval/ Con: Demián Bichir, Ana de la Reguera, Cecilia Suárez, Gerardo Trejo Luna, Juan Ignacio Aranda/ P: Astillero Films, Wanda, Imcine. México-España, 2010.
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