1/30/2011

Un día de gloria


Mar de Historias
Cristina Pacheco

Cuando la señora Mireles me traspasó el negocio no imaginé que atender un restaurante con 10 mesas fuera tan esclavizante. Nadie me cree. Piensan que vivo en la gloria porque no tengo patrón y puedo abrir a la hora que se me dé la gana. ¡Están locos! No es posible darme esos lujos, y menos desde que hay tanta competencia.

Por todas partes han abierto pizzerías, hamburgueserías, restaurantes argentinos, barras de sushi, de ensaladas y de comida macrobiótica. Que Dios me perdone, pero rezo para que esos establecimientos fracasen o cuando menos se pongan en otra parte antes de que me roben los pocos clientes que siguen viniendo a Sal y Pimienta.

A la única que me gustaría ver prosperar en su negocio es a Dalia. Vende comida en la cajuela de su coche. Es un armatoste rojo, inmenso, de los de antes. Dalia me ha dicho que en llenarle el tanque de gasolina invierte más de lo que se gana en un día. Varias veces le he aconsejado que lo venda y se compre uno más chico, aunque esté igual de viejo. No quiere, porque le recuerda una de las mejores etapas de su vida: cuando actuó en Lluvia de estrellas.

La película nunca se estrenó, pero a Dalia le dejó dos cosas buenas: orgullo y el gusanito de la actuación. Dice que no pierde las esperanzas de volver a pisar un set antes de morirse. La admiro: se necesita mucha fuerza de voluntad para creer que, a su edad, alguien vendrá a pedirle que trabaje de nuevo en el cine.

II

Porque veo cómo batalla y por su forma de ser, he llegado a estimar a Dalia, y conste que al principio me resultó muy antipática. El día en que se lo confesé lo entendió. Cómo iba a caerme bien una señora que de buenas a primeras estacionó su coche enfrente de mi negocio, abrió la cajuela y muy campante se puso a vender comida.

Me dio todavía más coraje que a media mañana viniera a pedirme permiso de usar el baño. Se tardó horas. Al ver mi cara de disgusto se justificó explicándome que se había demorado en arreglar su maquillaje.. Le dije que a mí también me gustaba verme presentable. Por la forma en que me miró de arriba abajo comprendí que mi aspecto decía lo contrario de mis palabras: No tengo que decírselo, pero usted sabe que en el comercio, además de ofrecer buenos productos, hay que causar buena impresión. Era un consejo discreto. Lo tomé en cuenta: me teñí el pelo.

Dalia me ha hecho recomendaciones más directas. La otra tarde me quejé con ella por la falta de comensales y la amenaza de tener que cerrar mi negocio. Me aconsejó que antes de darme por vencida hiciera otro intento de atraer clientela. Le dije que lo había hecho todo. Cambié el menú y la decoración, puse una vitrina con bisutería y cosméticos, ofrezco raciones infantiles y platillos bajos en calorías. Lo único que me falta es ponerme una botarga de taco y anunciarme a las puertas del restaurante.

En ese momento a Dalia se le ocurrió algo en lo que yo nunca había pensado: cambiarle el nombre a mi restaurante. Sin ánimo de ofenderme, dijo que ni a ella se le antojaba mucho comer en un sitio que se llamara Sal y Pimienta. Era bobo, pobretón.

Me sugirió varios nombres. De todos el que más le gustó fue La tábola de la nonna. Lo había visto en un suplemento turístico dedicado a Roma y allí mismo había leído la traducción: La mesa de la abuela. En español suena bien, ¿por qué escribirlo en italiano? Me salió con que todo lo extranjero se oye mejor, como de película. Prometí que iba a pensarlo.

Dalia me urgió a acelerar el cambio. Le confesé que estaba encariñada con el nombre de Sal y Pimienta porque me hacía recordar el momento en que al fin logré sobreponerme al divorcio y puse el restaurante para darles estudios a mis hijos.

No necesitó más explicaciones. A ella le pasaba lo mismo con su viejo coche. Sostenerlo era gravoso y sin embargo jamás había pensado en cambiarle el color o en venderlo, porque lo asociaba con su época en el cine. Me di cuenta de que jamás le había preguntado a Dalia por su actuación en Lluvia de estrellas ni de qué manera había entrado al mundo del espectáculo. Mi curiosidad la hizo feliz y aún más el recordar sus momentos gloriosos.

III

“Yo trabajaba en una tienda de cosméticos por la Lagunilla. La dueña se llamaba Idalia. Ella siempre nos pedía a mí y a la otra dependienta que probáramos los productos de moda: tintes, barnices, acondicionadores y cosas así. Un día salió con que mis cejas eran muy gruesas y me aplicó una nueva cera depiladora. Me quedaron dos arcos delgaditos que, según ella, iban muy bien con mis facciones pero yo me sentía como rodilla. Odié a la señora Idalia. Ahora la bendigo.

“Una mañana mi patrona me mandó al banco. Al atravesar por Brasil vi que estaban filmando una película en una casona vieja. Me detuve con la ilusión de encontrarme con alguno de mis actores predilectos. No reconocí a ninguno. Eso me decepcionó un poco, pero me quedé mirando. De pronto una señora se acercó a mí y me dijo que si me gustaría trabajar en el cine. Yo estaba jovencita, me reí y le dije que no era artista. Le gritó a un tal Bruno que se acercara, le habló al oído y él estuvo observándome hasta que dijo que sí, que yo tenía las cejas perfectas para el personaje.

“Me sentí en las nubes, mareada. En cinco minutos Bruno me convenció de que al otro día, a las ocho en punto, me presentara ante él. No dije nada en mi casa. Pasé la noche sin dormir. A cada rato me levantaba para verme en el espejo y entender qué de especial tenían mis cejas.

A la mañana siguiente, en vez de ir a trabajar, me fui a las calles de Brasil. Bruno se alegró de verme, pero no me dio ninguna orden. Estuve toda la mañana esperando junto al camión en donde había café y galletas para todos. Me sentía tan nerviosa que no tomé ni agua. Tampoco me atrevía a alejarme, así que no me reporté a la tienda. Dos semanas después, cuando volví, encontré a otra vendedora en mi puesto. No me importó. Había vivido la maravilla de actuar en el cine.

Dalia estaba a punto de llorar de emoción. Le pregunté de qué se trataba la película. Me dijo que de una noche en que se reunían las grandes estrellas del cine para conversar con sus mejores personajes. A Dalia le correspondió el papel de Gloria Marín. Me imaginé las dificultades de alguien menos que principiante para representar a una estrella talentosa y bellísima. Dalia me explicó que, por el contrario, todo había resultado muy fácil.

Pensé que hablaba así por modestia. Me di cuenta de que no, en cuanto Dalia me aclaró que las voces habían estado a cargo de tres magníficos imitadores. Su trabajo consistió en posar para varias tomas, oculta de la nariz hacia abajo por un abanico blanco idéntico al que Gloria Marín había usado en Una carta de amor. Lo mismo habían hecho otros participantes en la película con los demás personajes.

No supe qué decir y todavía no sé cómo habrá interpretado Dalia mi silencio. El caso es que se acercó a la luz, tomó un menú, se cubrió media cara como lo había hecho en Lluvia de estrellas y dijo: Míreme, fíjese bien. ¿Verdad que me parezco mucho a Gloria Marín? Y ¿sabe por qué es? Por las cejas. Sigo depilándomelas igual, por si otro día alguien hace una película como aquella.

Dividida entre la ganas de reírme o llorar, le pregunté a Dalia qué tenía que ver su coche con toda aquella historia. Su semblante se endureció: Perdí el trabajo en la tienda. Mi padre me advirtió que si no encontraba otro empleo iba a echarme de la casa. Me puse a buscar, pero no hallé nada. Yo había visto por el rumbo a una señora que se dedicaba a vender comida en una camionetita. Pensé en imitarla. Mi primo Sixto estaba rematando su coche. Le pedí que me lo vendiera. Con lo que me habían pagado en la película alcancé a darle el enganche, una mensualidad y a comprar todo lo necesario para poner mi fondita ambulante.

La plática había sido muy larga. Dalia se despidió. Antes me dijo que no les tuviera miedo a los cambios. Todos son para bien. Se puso de ejemplo: si su patrona no le hubiera depilado las cejas ella jamás habría descubierto su parecido con Gloria Marín, lo maravilloso del cine y lo satisfactorio que es tener un negocio propio.

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