Editorial La Jornada
En
las últimas semanas de la administración anterior arrancó un ciclo de
reformas legales y constitucionales que en los momentos actuales llega
a un punto álgido con la discusión en las comisiones senatoriales de un
proyecto de dictamen que significaría, en caso de ser aprobado, la
privatización y la desnacionalización del sector energético en
prácticamente todos su segmentos. Aunque esta iniciativa peñista cuenta
con un respaldo claramente mayoritario en ambas cámaras del Poder
Legislativo, fuera de ellas carece de una simpatía social definida.
Desde que fue anunciada la intención gubernamental de alterar los
artículos constitucionales 27 y 28, el proyecto ha generado rechazo en
diversos sectores políticos y sociales del país.
No es para menos: la transferencia a manos privadas de la
explotación de hidrocarburos en todas sus fases constituye una
alteración mayúscula del pacto social que, con todo y sus miserias,
carencias y desviaciones, ha dado estabilidad y desarrollo al país
durante décadas y ha asegurado la existencia de recursos para paliar en
alguna medida la miseria, la inequidad y el atraso, incluso si buena
parte de esos recursos han desaparecido en los pantanos de la
corrupción gubernamental.
Otro tanto ocurre con la reciente aprobación de la relección de
legisladores, la cual, lejos de fortalecer la vigilancia ciudadana
sobre sus representantes la debilita, contribuye a perpetuar a una
clase política cada vez menos representativa y restablece en la vida
institucional del país un factor de regresión e inmovilismo que había
sido superado mediante la adopción de la consigna maderista como uno de
los principios rectores del Estado.
En
términos generales, el proyecto de reformas de Enrique Peña Nieto
constituye, pues, una ruptura del pacto social que no debería ser
consumada mediante un simple formalismo legislativo, y menos por fast track.
Si bien es cierto que desde el sexenio de Carlos Salinas la
normatividad legal, la economía y la práctica gubernamental del país
han sido sometidas a una intensa transformación de signo oligárquico y
antipopular, las reformas peñistas oficializan la desaparición del
Estado de bienestar y la entronización de un Estado neoliberal que
abandona a su suerte a la población y se consagra a satisfacer los
apetitos de ganancia de los grandes capitales, especialmente los
extranjeros.
El grupo gobernante parece actuar con la convicción de que semejante
alteración –que ameritaría la convocatoria a un nuevo constituyente o,
cuando menos, la realización de debates a profundidad y consultas a la
población– no despertará descontentos políticos y sociales mayores a
los que ya existen, y se dispone a aprobar la última y más trascendente
de sus reformas como si se tratara de un asunto de rutina legislativa y
como si no viniera operando, desde hace años, con un peligroso y
creciente déficit de representatividad y de descrédito institucional.
Tal vez en lo inmediato logre su propósito, pero posiblemente condene
con ello al país a un ciclo de inestabilidad y precariedad
institucional extrema, porque ninguna nación moderna puede aspirar a la
convivencia armónica en ausencia de un pacto social que incluya y
represente a la mayoría, no de las cámaras sino de la población.
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