10/07/2010

Descalificaciones y fractura nacional

Editorial La Jornada
Las declaraciones formuladas el pasado martes por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, de que Andrés Manuel López Obrador sigue siendo un peligro para México, han provocado una andanada de críticas y tomas de distancia en un espectro político e ideológico que va de los legisladores del PRD, el PT y Convergencia hasta el ex presidente nacional del PAN, Manuel Espino, pasando por las cúpulas legislativas priístas, dirigencias corporativas del tricolor, e incluso por sectores y funcionarios cercanos al poder: ayer, la presidenta del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), María del Carmen Alanís, llamó al declarante a ser responsable de sus dichos, si bien advirtió que el organismo que encabeza no puede perseguir y sancionar de oficio esos señalamientos. Por su parte, Marco Antonio Baños y Francisco Guerrero, consejeros del Instituto Federal Electoral, indicaron que los asertos de Calderón ponen en riesgo la estabilidad del país al reabrir la herida producida por los comicios presidenciales de 2006.

En efecto, la declaración que se comenta es improcedente, tanto en la forma como en el fondo, y poco respetuosa de la investidura del declarante. Sin duda, es válido que un jefe de Estado fije posturas críticas respecto de sus opositores, siempre y cuando se conduzca con mesura y serenidad: en cambio, descalificar al lopezobradorismo como un peligro para México equivale a equiparar esa expresión política con una amenaza que debe ser combatida y erradicada. Si en el contexto de la campaña electoral de 2006 el empleo de la frase mencionada por el entonces aspirante blanquiazul implicó una degradación del ambiente previo a los comicios y un agravio a la ciudadanía en su conjunto, su reutilización por el hoy gobernante exhibe un ejercicio del poder intolerante, excluyente y hostil hacia, cuando menos, el tercio del electorado que votó –si ha de creerse a las impugnadas cifras oficiales– por López Obrador.

Mas allá del exceso verbal, la declaración presidencial constituye una violación a las normativas legales vigentes en materia electoral, que prohíben expresamente el uso de propaganda negativa y los pronunciamientos de los gobernantes en favor o en contra de personajes o partidos políticos. Flaco favor hace Calderón a su imagen personal y a la de su gobierno cuando por un lado reclama el cumplimiento de ley y el respeto al estado de derecho, y por el otro exhibe –como indicó el consejero electoral Baños– una falta de disposición para sujetarse a ordenamientos legales como los referidos.

Pero lo más preocupante de estas declaraciones es que con ellas Calderón Hinojosa profundiza una fractura política y social originada en el turbio y cuestionado proceso electoral de 2006 y agudizada por la falta de voluntad de las autoridades electorales para esclarecer, mediante un recuento confiable de los sufragios, el resultado definitivo de los comicios. Por añadidura, el gobernante desvirtúa sus constantes llamados a la unidad de todos los mexicanos. Antes de afirmar que el político tabasqueño hizo un daño terrible a México con su campaña de rencor y de odio antes y después de las elecciones, el jefe del Ejecutivo tendría que recordar que fue más bien el equipo de la campaña presidencial panista el que intoxicó, hace cuatro años, el ambiente político; que lo hizo mediante una virulenta campaña propagandística, ideada y operada bajo la asesoría del publicista Antonio Solá, y que aquella campaña, que sembró la discordia entre el electorado y alimentó la crispación y la polarización en la sociedad, tenía precisamente como frase rectora la que atribuía a López Obrador el ser un peligro para México.

En democracia, una tarea fundamental de un jefe de Estado es distender las confrontaciones y propiciar la construcción de consensos nacionales. Con los señalamientos formulados anteayer, en cambio, Calderón se ubica como factor de tensión y confrontación nacionales, merma, con ello, su propia autoridad y credibilidad, y profundiza el déficit de legitimidad que su gobierno arrastra de origen.

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