Thomas Leroy (Vincent Cassel), director artístico de Nina, hace lo imposible por ayudarla a liberar la sensualidad y energía que requiere un papel tan complejo. La joven vive, sin embargo, su propio infierno doméstico al lado de una madre sobreprotectora (Barbara Hershey), una bailarina retirada que ejerce sobre ella una presión afectiva tan neurótica como la de Annie Girardot en un papel similar en La pianista, de Michael Haneke. Lo que se inicia como el recuento de las dificultades de la bailarina por conjuntar las dos facetas del personaje del cisne-mujer, pronto se vuelve el registro de un desequilibrio emocional poblado de alucinaciones y delirios de persecución, al estilo de Repulsión, de Roman Polanski, con cargas complementarias de mutilación y sufrimiento corporal próximas al cine visceral de David Cronenberg.
Los momentos más afortunados de la cinta son aquellos en que la interpretación del ballet ilustra con intensidad la relación conflictiva que tiene Nina con su propio cuerpo, con su sexualidad y su mundo afectivo. Aquí el director toma distancias con un referente estético tan abrumador como el de la estupenda cinta inglesa de Michael Powell y Emeric Pressburger, Las zapatillas rojas (1948), para elegir una exploración muy propia del medio de la danza y sus exigencias de perfección y renuncia personal en aras de una excelencia artística. Estas exigencias se las impone Nina a sí misma con el rigor extremo de una mística religiosa. Su itinerario de autoflagelación y masoquismo la conduce a los límites del horror, con castigos corporales y colapsos mentales presentes ya en cintas anteriores del mismo director, como en aquellas escenas en que Mickey Rourke se castigaba la carne en El luchador (2008), o en los delirios que padecía Ellen Burstyn en su paulatino divorcio con la realidad en Réquiem por un sueño (2000). Aquí también Nina Sayers transita alucinada por territorios que le son ajenos e incomprensibles: el despertar de su sexualidad es intenso e irreal, su liberación del mundo infantil al que vive anclada en su cuarto color rosa pastel representa una ruptura violenta, y su forcejeo con bailarinas rivales que son depósitos de maldad y cálculo retorcido son meras proyecciones de su fantasía paranoica.
Darren Aronofsky no recrea el mundo de la danza y su mitología de apogeos y frustraciones artísticas, al estilo de Robert Altman en La compañía (2003), simplemente toma ese mundo como punto de partida para una incursión más en un territorio de su predilección: la descomposición anímica de un personaje como reflejo de una crisis mayor en el seno de la sociedad moderna. Es elocuente así la relación tormentosa de Nina con su madre, donde a final de cuentas es mayor el recelo materno ante el posible éxito artístico de la hija (en flagrante desmerecimiento del propio) que la imagen tradicional de generosidad en las familias. La entrega artística, por su parte, reviste aquí formas tenebrosas de enajenación mental encaminadas a la autodestrucción. El cineasta desmonta así, con exceso melodramático, delectación en lo patético y grotesco, y elementos propios del cine de horror, algunos de los mitos y obsesiones de la creación artística. Esta creación la muestra estrechamente emparentada con la neurosis, y con una exaltación sensorial del artista que puede perfectamente conducirlo lo mismo al colapso anímico o al éxtasis absoluto.
El cisne negro es una película desencantada y oscura, un canto de cisne (valga la expresión) de las últimas ilusiones del romanticismo en el arte. Paradójicamente es también una notable exaltación de ese mismo espíritu romántico que cuestiona.
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