1/12/2016

Celebridad



Peña y Rivera durante un encuentro con atletas en Los Pinos. Foto: Benjamin Flores
Peña y Rivera durante un encuentro con atletas en Los Pinos.
Foto: Benjamin Flores
MÉXICO, DF (Proceso).- Los que nacieron sin talento alguno pueden elegir entre dos opciones: trabajar duro o contratar a una agencia de relaciones públicas. Me acordé de esta máxima de la sociedad del espectáculo ahora que miro las encuestas que arrojan una caída casi tan espectacular de la popularidad del gobierno del Presidente. ¿Por qué le debería de importar –digamos– enfundado en su traje Armani probando si sirven las mesitas de servicio de su nuevo avión presidencial? Por todo. Al Señor Presidente se le mira atónito, elegante, demasiado delgado, o alelado en ciertos actos públicos. No oigamos lo que dice pues corremos el riesgo de que los habitantes de Boca del Río emprendan una lucha heroica por ser la entidad 33 de la República. Su propia maquinaria de relaciones públicas se lo ha tragado. Y es que el Presidente de México es una celebridad. No es que atendiera al principio de François Mitterrand –“comunicar es gobernar y gobernar es comunicar”– sino que simplemente fue borrado por la superficie de un gobierno que es cada vez más indicial: no existen ya dos Presidentes, el audiovisual y el esencial, sino ninguno. Su presencia física sólo devalúa su autoridad.
Se habla de un pasado no muy remoto en que el poder en México obedecía a una simbología de gestos, formas, plazos. Lo que se inauguró con la alternancia en el 2000 fue una cultura indicial de los poderosos. A lo que me refiero es a que la imagen ya no representa a la autoridad –como en los retratos del Presidente, sea nacional o un gobernador– sino la banaliza. Para entender la diferencia entre, por ejemplo, Lázaro Cárdenas –que es, en sí mismo, un ícono–, Miguel Alemán –que es el símbolo de la corrupción– y el actual Presidente, baste pensar en la diferencia entre una huella y un rasgo. En términos políticos: entre credibilidad y encanto.
La celebridad es una de las maneras de la nueva cultura. Donald Trump, Angelina Jolie, Bono –el cantante de U2, no César– son formas de la familiaridad sin proximidad física. Pero no son héroes. Su distinción es que podrían ser cualquiera en una democratización de lo anti-mítico. No guardan relación con lo que hacen sino con lo que se les atribuye como sucesión de imágenes, declaraciones, ubicaciones. Quieren representar un papel cuando la audiencia pide ver su “verdadero yo”, que tiene que ser necesariamente la exhibición impúdica de sus inestabilidades, caprichos, ignorancias, groserías, o de sus trajes. Una autenticidad negociada entre medios, audiencia y el propio personaje: ser el mismo ante las cámaras y fuera de ellas. Pero, en el caso del actual Presidente ese acuerdo está roto: sus casas malhabidas a cambio de contratos lo pusieron en el lugar de los espectros que las deambulan por las noches.
Este cambio ya no es, como quería Daniel Cosío Villegas, “una forma personal de gobernar”. Desde el 2000 se ha desarrollado la idea de que quien concentra las miradas también concentra los sufragios. La política despolitizada es pura seducción. Es decir, es un síntoma: democracia sin pueblo; gobernantes sin formas. El gobernante célebre se corresponde con el zapping electoral. Para esta nueva cultura, la democracia sería un muégano de egos sin proyecto común. Su síntoma: el Presidente-celebridad. Sin ello no podríamos explicar por qué el Partido Verde tiene electores –el programa electoral devorado por el focus group– o por qué nos queda la sensación de que la primera presidenta de un “neo salinismo” puede ser Carmen Salinas. El “pueblo de México” ha pasado, sucesivamente, de ser una grey, a un salón de clases, al público de un foro de televisión. El Estado fue, como corresponde, gendarme, providencial y, ahora, vendedor.
Hace poco un funcionario reconoció que, en la campaña 2012 del PRI para la Presidencia se utilizaron técnicas casi hipnóticas para convencer al electorado. Más allá de que, si estos métodos funcionaran, no hubieran tenido que sacar la chequera de las tarjetas Monex y comprar millones de sufragios, el cambio de convencer por seducir, de demostrar por mostrarse, conlleva un resultado: para obtener un cargo ya no importa la competencia profesional, sólo la agencia de relaciones públicas.
La notoriedad es efímera. Si la derecha dice que el gran mito de la izquierda es el de la educación, la izquierda podría reclamarle a la derecha su sometimiento a la publicidad. En los gobiernos de la derecha, desde el 2000, no hay misión histórica sino puro remordimiento burocrático, atemperado por el abuso del toloache y la cuba libre. En el del actual Presidente de la República la ausencia de logística simbólica, el desprecio por las escuelas –donde todavía se asienta lo que llamábamos “nación”–, deviene en un borramiento incluso de su presencia radioeléctrica. No es que la Cámara de la Industria de Radio y Televisión no se lo garantice; es que, a veces, las audiencias dejan de mirar. Por eso nos da esa impresión: el Presidente no representa, sólo es contiguo. Sale a cuadro como imagen del equipo anónimo que escribe un programa de concursos en el que siempre gana el Grupo Higa. Pero no hay que minimizar a este equipo: ellos son el acontecimiento. No nos hablan de la “nación”, sino de sí mismos: la política queda hecha cuando es anunciada, la realidad es la publicidad. El Estado, esa abstracción épica que eleva a sus habitantes, no importa, no tiene rating.
Tomar lo real por sus síntomas mercadológicos conlleva un riesgo (ahí está la explicación de la Primera Dama que buscó, antes que explicar, conmover). Si antes los Presidentes se preocupaban por “su paso a la Historia” –lo que escribieran los historiadores–, los monumentos, los nombres de calles y autopistas, ahora se debaten en la museografía del relámpago. Ya no hay relato unificador, sólo una sucesión de contigüidades en las que, de pronto, alguien se puede borrar, entre el antes y el después de lo instantáneo. El Presidente es un producto que se desvaneció en la producción: el Estado no tiene una política de imagen. Es la imagen la que tiene una política de Estado.
Pienso en el Presidente probando –qué se yo– los asientos reclinables de su nuevo avión. Alguien cercano, en el pasillo, lo mira y piensa en la caída de los índices de popularidad. Su reacción sería, como en una serie de la tele que no jala, cambiar de personajes, la historia. Necesita un focus group. Pienso que los dos, asesora y Presidente, no saben que la cultura los ha envuelto –milagro, en este caso– con un simulacro definitorio: la seducción se agota.
Con la desinteresada colaboración de Regis Debray, El Estado seductor, 1997.

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