“Estados Unidos no tiene amistades permanentes: tiene objetivos e intereses permanentes.” John Quincy Adams.
Para los Estados Unidos la guerra es una simple herramienta más, donde
no importa que haya millones de muertos, hambre, guerras fratricidas y
eternas, conflictos religiosos o atentados terroristas. Todo es válido
para conservar e incrementar las grandes fortunas del planeta, pero
principalmente las de su país. No olvidemos que el gran Océano Pacífico
pasó a sus dominios una vez que realizaron el lanzamiento de las bombas
atómicas en Hiroshima y Nagasaki [1].
Herramienta que se
potencializa más todavía después de la dos Guerras Mundiales, ya que le
permitieron a los Estados Unidos organizar una gran zona económica y
aproximarse a su sueño de una economía capitalista a escala planetaria.
Los administradores de las grandes empresas reunidos en Washington para
tomar a su cargo la gestión de la economía de guerra aprendieron que la
producción en masa de armamentos, sostenida por el Estado podía resolver
al menos provisionalmente la crisis de las instituciones capitalistas.
El conflicto ayudó al rápido crecimiento de la economía de Estados
Unidos gracias a los pedidos bélicos de los aliados. El producto
nacional bruto creció de 39.000 millones de dólares en 1913 a 77,100
millones en 1918. El comercio exterior aumentó a ritmo acelerado. El
sensible superávit de la exportación sobre la importación condujo al
aumento de las reservas de oro de los EE.UU. desde 1.526 millones de
dólares en 1914 hasta 2,873 millones en 1918. […] La guerra posibilitó
el fabuloso enriquecimiento de la oligarquía financiera norteamericana. [2]
Recayendo el papel dirigente de la nueva relación emergente en manos
del sector gubernamental oficial y el presidente Roosevelt profundamente
popular y carismático. Éste estímulo la producción industrial y el
fomento de la investigación, cuidándose de no dañar los intereses del
capitalismo de los monopolios. Por el contrario debía favorecerlos
siempre que fuera posible. Debido a que en los años formativos del
complejo militar-industrial, el público aún desconfiaba profundamente de
firmas industriales de propiedad privada por la contribución que estás
tuvieron para la Gran Depresión. Roosevelt patrocinó las relaciones
público-privadas obteniendo su legitimidad del propósito de rearmar al
país, así como a las naciones aliadas en todo el mundo, contra las
fuerzas crecientes del fascismo. El sector privado estaba ansioso de
seguir esa línea, en gran parte como una manera de recuperar la
confianza del público y de disfrazar sus beneficios en tiempos de
guerra.
Acordes con este esquema, gracias a la ayuda de EE.UU.,
hubo un fuerte crecimiento de la economía militar en un amplio sector
de países como no se había dado hasta entonces, particularmente en
aquellos países capitalistas como Inglaterra, Japón e Israel donde ya
los círculos dirigentes de esa naciones estaban acostumbrados al uso de
las armas para fortalecer su dominación clasista, luchar contra
movimientos revolucionarios, conservar sus colonias y anexionarse nuevos
territorios. Inglaterra ocupó el segundo lugar en gastos militares
dentro de su economía, y emplazamientos militares fuera de su país,
gracias a la alianza de este imperialismo con el norteamericano. Japón
por su parte, tuvo una escalada militar de 421 millones de dólares en
1960 a 1.864 millones en 1971, año mismo en el que el XXV Congreso
liberal democrático de ese país aprobó una resolución donde se disponía
llevar a cabo una resolución para recuperar los territorios del norte.
Finalmente Israel, durante los años señalados, terminó por convertirse
en uno de los Estados más militarizados del mundo. Y después de haber
ocupado extensos territorios árabes, Tel-Aviv se negó a cumplir las
condiciones indispensables para la solución política de la Crisis
generada en Oriente Medio por estos actos: sacar sus tropas de las
tierras ocupadas. [3]
Algunos
de los beneficios de la industria bélica se pueden observar tan solo en
la producción de pertrechos de un mismo tipo, puesto que en ello se
ocupan unas cuantas empresas y en ocasiones una sola compañía grande,
donde los precios de producción se caracterizan por una gran vaguedad de
los datos de partida, lo que, indudablemente, es una condición
favorable para elevar los precios de venta de las mercancías en
cuestión. Siendo la causa principal de este hecho el cúmulo
particularmente favorable de condiciones de funcionamiento del capital
industrial en la esfera militar, determinado por la naturaleza
monopolista estatal del complejo militar de hoy. Así, en los Estados
Unidos, cerca de las dos terceras partes de los pedidos de material de
guerra del Departamento de Defensa y del 80% al 90% de los contratos
para realizar investigaciones y estudios militares se los han repartido
periódicamente cien grandes compañías [4].
En la
actualidad, los cinco contratistas más importantes de la Defensa
estadounidense son Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, Raytheon y
General Dynamics. Seguidos de Honeywell, Halliburton, BAE System y
miles de compañías y subcontratistas de defensa más pequeñas. Algunas,
como Lockeheed Martin en Bethesda (Maryland) y Raytheon en Waltham
(Massachussets) obtienen cerca del 100% de sus negocios de los contratos
de defensa. Otras, como Honeywell en Morristown (Nueva Jersey), tienen
importantes divisiones de productos de consumo. Y todas están preparadas
para sacar provecho en cuanto los gastos de suministros de armas
aumentan. Tan solo en el 2003 los contratistas de defensa
estadounidenses disfrutaron de los grandes presupuestos del Pentágono
desde el comienzo de la guerra de Iraq. Contabilizando aumentos
considerables en los rendimientos totales de sus acciones, que fueron
desde el 68% (Northrop Grumman) hasta el 164% (General Dynamics) desde
marzo de 2006 a septiembre de 2006 [5] .
Asimismo, los
gastos que tuvo la Casa Blanca en la guerra contra los pueblos de
Vietnam dan una idea de la magnitud y carácter de los desembolsos
relacionados en la dirección de la actividad bélica. Tan solo en el
estudio y diseño experimental de pertrechos “antiguerrilla”, el
Departamento de Defensa estadounidense gastó en el periodo de los años
de ejercicio económico de 1963/64-1968/69 unos 3.000 millones de
dólares. En tanto que la aviación del Cuerpo intervencionista
norteamericano lanzó en los territorios de Vietnam, Laos y Camboya entre
1965 y 1970 más de cinco millones de bombas; para lo cual los gastos
generales de estadounidenses fueron de 4.000 a 5.000 millones de dólares
al año. Además de los enormes gastos para dar suministros a las tropas
“expedicionarias” vituallas, uniformes, objetos personales y en sueldos
para el personal (unos 1.000 millones de dólares por cada 50.000 del
Cuerpo norteamericano de intervención). Finalmente, el gobierno
estadounidense gastó miles de millones de dólares en reponer las
pérdidas de material de guerra y equipos, que las fuerzas del Frente
Nacional de Liberación de Vietnam del Sur y de la Defensa Antiaérea de
la República Democrática de Vietnam causaron a los intervencionistas. Y
desde entonces los EEUU se han colocado como los mayores proveedores de
producción de guerra en el mercado capitalista mundial [6].
Por lo que el ejército ha venido desempeñando el papel de cliente ideal
para los negocios privados, al gastar miles de millones de dólares
anualmente en los términos más favorables para los proveedores. No hay
duda de que abastecer al ejército es considerado universalmente como un
buen negocio: todas las empresas, grandes y pequeñas, tratan de
conseguir una participación tan grande como sea posible, siendo así que
los intereses privados de la oligarquía, lejos de oponerse a los gastos
militares, estimulan su continua expansión [7].
Ante tal
bonanza, el complejo militar-industrial conocido por el presidente
Dwight D. Eisenhower es una organización militar muy lejana de la
conocida por sus predecesores en tiempos de paz, o por los combatientes
en la Segunda Guerra Mundial y Corea. Ha sufrido saltos cuantitativos y
cualitativos bajo la presidencia de Ronald Reagan y acelerándose aun más
después del 11-S bajo George W. Bush y Dick Cheney, debido a que las
guerras, particularmente las guerras electrónicas modernas, son sinónimo
de grandes contratos que suponen costes altísimos, grandes beneficios y
grandes posibilidades de empleo para todos aquellos que conforman el
necesario engranaje militar.
Reagan primero lanzó una campaña
para reducir el tamaño del gobierno y ofrecer una gran parte de los
gastos públicos al sector privado con la creación en 1982 del “Estudio
del sector privado sobre control de costes.” Estudio conocido como la
“Comisión Grace”. Que también utilizo Bill Clinton profundamente en
servicios que otrora eran considerados inherentemente gubernamentales,
incluyendo operaciones militares de alto riesgo y funciones de
inteligencia que estaban reservadas sólo para agencias del gobierno. De
manera tal que a fines del primer período de Clinton, más de 100.000
puestos del Pentágono habían sido transferidos a compañías del sector
privado – entre ellos miles de puestos de trabajo en la inteligencia. Y
para fines de su segundo período en 2001, el gobierno había reducido
360.000 puestos de trabajo de la nómina federal y el gobierno gastaba un
44% más en contratistas de lo que había hecho en 1993.
Posteriormente en 2001, Bush y Cheney agregaron al proceso de Clinton el
traslado de gastos estadounidenses de defensa, seguridad nacional, y
programas sociales a grandes corporaciones amigas del gobierno de Bush.
Lo que derivó en un gobierno ahuecado en términos de funciones militares
y de inteligencia. La KBR Corporation, por ejemplo, suministró
alimentos, lavanderías, y otros servicios personales a los soldados en
Iraq gracias a contratos extremadamente lucrativos adjudicados sin
licitación, en tanto que Blackwater Worldwide suministró seguridad y
servicios analíticos a la CIA y al Departamento de Estado en Bagdad.
Donde los costes – tanto financieros como de personal – en la
privatización en los servicios armados y en la comunidad de inteligencia
han excedido por mucho cualquier supuesto ahorro [8].
Muy por el contrario, los ataques terroristas
del 11-S de 2001 supusieron una bonanza para el complejo industrial
militar estadounidense. Fue un “Nuevo Pearl Harbor”, por el que algunos
habían estado abiertamente esperando. Porque tales ataques dieron el
pretexto perfecto para desarrollar gastos militares, que se habían
detenido tras la desaparición del antiguo Imperio Soviético.
Proporcionando además el fundamento para aumentarlos de modo
espectacular, sustituyendo la "guerra contra el comunismo" y la "Guerra
Fría contra la URSS" por una "guerra antiterrorista" en el Medio Oriente
y una "guerra contra las drogas en América Latina". Dentro de este
espectro, las puertas del gasto militar se abrieron nuevamente.
Continuándose el desarrollo del cada vez más sofisticado armamento,
mientras que algunas corporaciones y cientos de distritos políticos
podrían seguir llevándose los beneficios. No importando que los costes
sean asumidos por los contribuyentes, por los hombres y mujeres jóvenes
que morirían en combate y por las remotas poblaciones que yacerían bajo
la lluvia de bombas que caerían sobre ellos y sus hogares [9].
América Latina en la guerra permanente de Europa y Estados Unidos.
La posición de EEUU y la UE, desde el año 2000 se encuentra signada por
la tendencia a no poder mantener su poder económico como elemento de
dominio sobre los bloques rivales que han emergido en la última década,
especialmente China y Rusia. Por ejemplo, los Estados Unidos y sus
socios de la OTAN han buscando socavar la formación de una alianza
militar cohesionada no solo de India y de China, Rusia, sino también de
varias antiguas repúblicas soviéticas que incluyen Bielorrusia, Armenia,
Kazajstan, Tajikistan Uzbekistán y Kirguistán, que desafía y contiene
el expansionismo de la dupla USA-OTAN en Eurasia.
Esto ha dado
lugar a diferentes estrategias de respuesta por parte de las potencias
occidentales. Concretamente los EEUU, durante el mandato del Presidente
George W. Bush, un antiguo petrolero, y el Vicepresidente Dick Cheney,
antiguo presidente y director ejecutivo de la gran compañía de servicios
petrolíferos Halliburton en Houston (Texas), consagraron el crecimiento
y desarrollo del complejo industrial militar. Su administración ha
extendido el sistema militar y adoptó una política exterior militarista a
una escala no vista desde el final de la Guerra Fría e incluso desde el
final de la II Guerra Mundial. Bajo la administración Bush-Cheney, la
industria armamentística se volvió extremadamente rentable. Fluyeron
contratos por miles de millones de dólares para vender aviones y tanques
a diversos países. Casi las dos terceras partes de todas las armas
exportadas en el mundo salen de Norteamérica.
A esta estrategia
desgraciadamente le debemos sumar la declaración del presidente
francés, François Hollande, al indicar que se había producido un acto de
guerra al que Francia iba a responder de manera implacable, tras los
terribles atentados de París reivindicados por Daesh. Actos que
resultaron imprescindibles, al igual que los ataques a las torres
gemelas, para legitimar las pretensiones occidentales en un escenario
global de competencia con otras potencias emergentes.
Derivado
de la incapacidad de cada uno de los países de la UE con aspiraciones
hegemónicas para jugar por sí sólo un papel a la altura de los retos que
plantean competencias como los acuerdos militares que tiene China y
Rusia. Cooperación de amplio alcance con Irán, que le permitió a éste
último desde 2005 contar con el estatus de miembro observador en la
Organización de Cooperación de Shanghai (SCO). Además de que dicha
organización a su vez está vinculada con el Tratado de Seguridad
Colectiva (CSTO), un conjunto de acuerdos militares de cooperación entre
Rusia, Armenia, Bielorrusia, Uzbekistan, Kazajstan, Kirguistán y
Tajikistan. Por si esto fuera poco, desde el 2006 Irán fortaleció sus
vínculos energéticos petroleros y gaseros mediante oleoductos y
gasoductos que llegan hasta la India pasando por Pakistán. Relación
entre la India e Irán en el terreno petrolero y gasero que debilita la
influencia de Washington en la región [10].
En esta
panorámica, la guerra contra el terrorismo ahora encabezada por Francia
ha ofrecido la oportunidad de aumentar las implicaciones de algunos de
los miembros de la OTAN y avanzar materialmente en estrategias de
cooperación en seguridad y defensa cuyas bases, se encuentran ya
asentadas en el Tratado de Lisboa. Estas iban a un ritmo demasiado lento
como para satisfacer los requerimientos de una UE con aspiraciones a
jugar un papel determinante en el nuevo equilibrio mundial. Además han
apuntalado la disciplina interna, mediante medidas excepcionales con
tendencia a convertirse en permanentes vía reforma de códigos penales,
que no sólo afectaran al país galo. El tratamiento de las protestas ante
la Cumbre del Clima de París ha sido una buena muestra. La
configuración del enemigo externo y el enemigo interno son un par de
construcciones imprescindibles en la respuesta autoritaria y militarista
que se extiende como respuesta a la(s) crisis que atraviesan al orden
global.
Todos estos escenarios de guerra asociados a ultimátums
y preparativos militares, además de los miles de millones de ganancias
que generan para Wall Street, para los gigantes petroleros, para el
complejo militar industrial, para los especuladores en monedas, en
barriles de petróleo, y en los mercados de materias primas agrícolas.
También sirven para forzar a otros países a resignar soberanía, a abrir
su economía a los inversores occidentales, a privatizar y vender los
mejores activos a las compañías norteamericanas. El objetivo de la
guerra es extender las fronteras de la economía global capitalista [11].
De tal manera, estos planes de guerra, en paralelo con un proceso de
reestructuración económica y con una bastante bien instalada depresión
económica mundial, colocan a América Latina y a México en particular, en
una encrucijada muy seria. La guerra y la globalización son procesos
que están íntimamente relacionados. Y al igual que la militarización de
Medio Oriente y de Asia Central, en Latinoamérica tienen que ver con el
proyecto de extender el sistema del «libre mercado» hacia nuevas
fronteras.
Más aun cuando América latina históricamente ha sido
la región inmediata de interés estadounidense, aun desde antes de que
se independizaran los países latinoamericanos. Principalmente México,
“un país como el que posiblemente no habrá otro en el mundo en el que la
naturaleza se haya mostrado tan pródiga”, con su imponente capital
“situada en medio de un lago, con estupendos palacios adornados con
columnas de jade”. Mundo mágico cuyo destino parecía trazado por la
providencia, abierto a la ambición y el trabajo de quienes prometíanse
una vida mejor al lograr “compartir” las riquezas mineras de México y el
Perú. “Si los patriotas coronan con éxito su lucha de independencia, y
creemos que para ese fin harán cuanto de ellos esperamos, escribía la Arkansas Gazette,
se amasarán inmensas fortunas con sólo invertir un poco de dinero en
esas tierras fértiles, productivas en todo género de mercaderías.” [12]
De forma tal que los intereses de la Casa Blanca por América Latina se
han venido reflejando en truculentas maniobras, con vistas a tratar de
garantizar la total subordinación de nuestras naciones y el Caribe a sus
estrategias y a sus cambiantes tácticas de expansión y dominación
hemisférica y mundial. Así como para destruir a cualquier precio a todas
aquellas fuerzas sociales y políticas que han sido percibidas en cada
momento histórico como obstáculos para la realización de sus afanes
expansionistas.
Por ejemplo, Estados Unidos ha participado en
varias guerras después de haber fingido ataques a sus intereses por
parte de otras naciones. En 1898 cuando comienza a desplegar sus fuerzas
navales en torno a las islas del Caribe, se aprovecha de forma
oportunista de los inmensos sacrificios y de la sangre derramada por los
luchadores para lograr la independencia de Cuba, Puerto Rico y
Filipinas, mediante una espléndida guerra chiquita contra el impotente
coloniaje español. Guerra en la cual no existían razones por parte de la
Casa Blanca para interferir, pero se las inventan al hacer explotar su
propia embarcación Maine, hundida en el Caribe y con tal motivo ataca al aparente culpable, España.
Hoy, quienes están amenazados son países como Irán, debido a que este
cuenta con la tercera reserva mundial de petróleo y en nuestro
continente Venezuela y México. América Latina es una región
absolutamente prioritaria para la Casa Blanca. Por lo que será el área
donde su intransigencia será mayor. Los grandes intereses empresariales
de EE.UU pueden resignarse a perder África, Asia e inclusive Europa,
pero jamás Latinoamérica, por lo cual en países como el nuestro vienen
descargando toda la furia de su destructivo aparato militar, sobre
quienes son percibidos como amenazas para sus intereses.
Y sin
lugar a dudas, en este mismo sentido ha estado orientada la famosa
guerra contra el narcotráfico. Así lo refleja el memorando que la
Washington envió al Departamento de Estado de esa nación, que listo a
los países que no cooperan en la lucha antinarco. Al promover una mayor
intervención y ocupación de Centroamérica con el pretexto de que la
guerra sin cuartel de México y Colombia contra el narcotráfico, obligó
al narco a replegarse hacia Honduras, Costa Rica y Nicaragua, por
primera vez incluidos en la lista de grandes productores o plataformas
del narcotráfico en el mundo. Más todavía cuando después de esto, como
se esperaba, el gobierno de Laura Chinchilla, de Costa Rica, autorizó la
presencia militar de Estados Unidos en su territorio, ofreciendo
inmunidad a soldados y oficiales de ocupación que incurrieran en
rupturas a la ley penal internacional, además de encabezar una
iniciativa centroamericana para “presionar” a Estados Unidos en pos de
más ayuda contra el narco [13].
Mampara
que encubre campañas anti-populares y diseños de intervención y
ocupación policial/militar/empresarial de zonas clave por su posición
geográfica o por sus recursos. Y para lo cual viene utilizando dinámicas
complejas que mezclan a íntimas estructuras criminales y estatales,
donde oficiales uniformados se encuentran completamente integrados en
los niveles operativos de la economía ilegal, que van más allá de la
simple imagen de "un aparato estatal asediado por los criminales en
busca de protección para sus viles actos".
A este respecto
podemos observar la relación histórica entre los golpes militares, las
políticas de desestabilización y las invasiones extranjeras. Donde las
políticas de desestabilización han correspondido a la aplicación
sistemática y programada de acciones encubiertas y abiertas, económicas,
sociales, ideológicas y militares contra los gobiernos populistas,
socialdemócratas, y más o menos democráticos para preservar la hegemonía
del imperio y aumentar los procesos de transnacionalización de la
economía y el Estado. Hoy en día se han perfeccionado las intervenciones
imperialistas mediante políticas de desestabilización más novedosas,
que no solo esperan sino que crean las condiciones para asestar golpes
militares o intervenciones. La reformulada desestabilización, no sólo
usa las contradicciones internas de un país, sino que las agrava y las
acelera. Usando el poder de las empresas para hacer más poderosas a las
empresas. Con el mercado, los mass media y los agentes de la CIA arman
la desestabilización contrarrevolucionaria defensiva y ofensiva.
Combinando la manipulación del mercado, el consumismo de los obreros, y
de las clases medias, el tribalismo o el indianismo, las sectas
religiosas, la televisión, el rumor, los agentes especiales
ultra-revolucionarios, ingenuos o fingidos, la guerra contra el
narcotráfico y contra el terrorismo. Todas armas sagaces y complejas
utilizadas para imponer sus designios económicos.
Durante el
siglo XIX, los gobiernos inestables fueron el pretexto para las
intervenciones en los países dependientes. Tales fueron los caos de
Haití (1844-1847), México (1846-1848), Guatemala (1840-1844), Colombia
(1830-1831) y Argentina (1827-1830). Mientras que en el siglo XX, la
inestabilidad política y social frecuentemente precedió a las
intervenciones norteamericanas de larga duración. Así ocurrió en Haití,
en República Dominicana y en Nicaragua. Después de las intervenciones
militares, Washington pudo controlar los territorios y países
latinoamericanos dependientes a través de sus propios gobiernos y
ejércitos nativos a cuyos funcionarios y cuadros entrenaron previamente
para ahondar la dependencia de dichas naciones [14] .
Conforme a estos lineamientos de desestabilización, según John
Saxe-Fernández, Estados Unidos necesitaba tener en México a unas Fuerzas
Armadas fuera de los cuarteles y entretenida en conflictos internos,
como pieza clave de un diseño global que busca asegurar el control, por
las compañías multinacionales, de los recursos geoestratégicos del país;
en particular sobre el petróleo y el uranio del subsuelo. En este
sentido el caso Gutiérrez Rebollo aceleró la penetración de los
organismos de inteligencia norteamericanos en sus homólogos mexicanos.
En el marco de la certificación unilateral del Capitolio y la Casa
Blanca sobre la política antidrogas mexicana, el balance entre febrero y
septiembre de 1997 indica que el general Barry McCaffrey obtuvo muy
buenos dividendos. Ya que días después de la captura de Gutiérrez
Rebollo (febrero de 1997), la administración Clinton pudo impulsar seis
condiciones hacia al presidente Zedillo a cambio de obtener la
certificación: Arresto, en un plazo máximo de seis meses, de los capos
Amado Carrillo (Cártel de Juárez) y los hermanos Arellano Félix (Cártel
de Tijuana); extradición de 12 narcotraficantes mexicanos, algunos en
prisión, como Rafael Caro Quintero; inmunidad diplomática para los 39
agentes de la DEA asignados oficialmente a México; permiso para que el
personal de la DEA pueda portar armas en territorio mexicano;
autorización para que barcos de la Guardia Costera estadounidense
ingresen en aguas mexicanas y cumplan tareas de interdicción;
participación plena de las Fuerzas Armadas mexicanas en una "fuerza
multinacional" americana para combatir el tráfico de drogas (proyecto de
la flota aérea con sede en la Base Howard del Canal de Panamá).
Además, la caída de Gutiérrez Rebollo sirvió también para desmantelar
el Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (INCD) que dirigía el
general, y crear una "dirección antidrogas mexicana que sería "a imagen
y semejanza de la DEA" y sus agentes serían seleccionados y entrenados
por el FBI, la CIA y la propia DEA. Por más que un importante
funcionario mexicano dijo garantizar que la nueva dirección sería a
prueba de las balas de la corrupción, la nueva Fiscalía antidrogas, a
cuyo frente se puso a un civil, Mariano Herrán, quedaba bajo el paraguas
de los servicios de inteligencia de Washington.
Por si esto
fuera poco, en forma paralela, el director general de la CIA, John M.
Deutch, giró órdenes para aumentar la presencia de su agencia de
espionaje en México. Así, mientras los servicios de inteligencia
mexicanos eran desmantelados, la CIA enviaba 200 agentes, informantes y
analistas para abordar el tema del narcotráfico [15].
Asimismo, en México al igual que el resto de nuestra región, la
industria armamentista de Estados Unidos es beneficiaria de doble vía en
esta guerra sui géneris: Washington es el principal abastecedor (al 90 por ciento) de armas a los cárteles que operan acá ¡y a los ejércitos que los combaten! duplicando así exportaciones y beneficios [16].
De acuerdo con un estudio de la Universidad de San Diego en el periodo
2010-2012 ingresaron ilegalmente al país un cuarto de millón de armas
cada año, cifras que hacen aparecer enano al programa Rápido y furioso de la oficina de Alcohol, Tabaco y Armas (ATF, por sus siglas en inglés).
En tanto que de manera legal, el 17 de marzo del año pasado, el
Departamento de Estado norteamericano autorizó la venta de tres
helicópteros Blackhawk por 110 millones de dólares para las FFAA
mexicanas. Venta a la cual se le debe sumar otra efectuada el 21 de
abril del 2014, cuando se adquirieron 18 Blackhawk UH-60M por 680
millones de dólares. Dichos helicópteros son producidos por las
corporaciones Sikorsky y General Electric, y los acuerdos incluyen la
construcción de un complejo en Querétaro para facilitar las ventas y el
entrenamiento. Además, en febrero de 2015 la Fuerza Aérea Mexicana cerró
un trato por 15 helicópteros Bell para su base en Zapopan, Jalisco.
Dentro de este mismo espectro, con la finalidad de expandir la
arquitectura militar existente y fortalecer la interoperabilidad entre
México y Estados Unidos, en mayo de 2014 Washington autorizó la venta de
más de 3 mil vehículos militares Humvees multipropósitos a las FFAA
mexicanas, a un costo de 556 millones de dólares. Y en diciembre de ese
mismo año autorizó la venta de otros 2 mil 200 Humvees. Acuerdos que en
su mayor parte fueron facilitados mediante el programa de Ventas
Militares al Extranjero (Foreign Military Sales) del Pentágono, que no
están sujetos a restricciones de derechos humanos como la ley Leahy (introducida
por el senador Patrick Leahy en los años 90, la ley prohíbe al gobierno
de Estados Unidos proporcionar asistencia a cualquier unidad militar o
policial extranjera si existe información creíble de que la misma ha
cometido graves violaciones a los derechos humanos con impunidad).
Además, según el reportaje de la revista estadunidense NACLA,
durante el 2014 las fuerzas armadas (FFAA) mexicanas gastaron mil 150
millones de dólares en la compra de armamento. Y dentro de las ventas
comerciales directas, México adquirió mediante autorización de
Washington en 2013, más de mil millones de dólares en ventas de equipo
militar, principalmente para sistemas de vehículos espaciales y equipos
asociados; que podrían incluir satélites, sistemas GPS y estaciones de
control terrestre [17].
De manera tal que la guerra de
Calderón, y que continua con Peña Nieto, es un negocio multimillonario
derivado de las elevadas erogaciones del presupuesto público en compras
externas al complejo industrial militar norteamericano, principalmente,
donde de la mano de miedo que ha generado la “lucha entre
narcotraficantes”, también la seguridad privada es un mercado que en
América ha crecido rápidamente. En los últimos 23 años, como sector de
la vida económica la seguridad privada ha ganado un lugar de relevancia
tanto en el mundo como en nuestra región. El mercado mundial de la
seguridad privada tuvo en el año 2006 un valor de 85.000 millones de
dólares, con una tasa de crecimiento anual promedio del 7% al 8%. En
América Latina se estima ha tenido un crecimiento del 11%.
Las
empresas se seguridad privada durante 2003 tuvieron en Brasil en el
sector formal un aproximado de 570.000 guardias, seguido de México con
450.000 y en tercer lugar Colombia con 190.000 vigilantes, mientras que
existían tan solo en ese año, a nivel regional unos 2.000.000 de
guardias informales. Lo cual arrojaba una cantidad de 4.000.000 de
personas empleados en esta industria en total [18].
En
México durante el 2012, según datos de la Encuesta Nacional de
Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (Envipe) el 71% de la
población reportó pérdidas económicas a consecuencia de los delitos, lo
que llevó a 24.8% a implementar medidas de seguridad, como cambiar
cerraduras y candados, poner puertas y ventanas, o colocar rejas o
bardas y algunos otros dispositivos de seguridad.
En este mismo
sentido la industria mexicana del blindaje se inicio y ha crecido a
pasos acelerados en tan sólo veinte años. Colocándose en América Latina,
México en el segundo lugar en el blindaje de autos; anualmente se
blindan 3 mil unidades mediante un registro formal. Cifra superada por
Brasil, con 10 mil 400 unidades al año, en tanto que en Colombia se
blindan mil 800 unidades al año. Partiendo prácticamente de cero hoy en
día en México esta industria se ha convertido en un redituable negocio
en el que compiten varias empresas, al grado de que muchas de ellas
operan al margen del control del gobierno. Para lo cual a coadyuvado
sobremanera el miedo a la delincuencia, tan solo en el 2011 los
mexicanos gastaron 52 mil 400 millones de pesos, según datos del INEGI [19].
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La Jornada. “Armas para la represión”. Por Carlos Fazio. 30-03-2015
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