Aunque a muchas y a muchos les haya sorprendido, a mí me ha parecido profundamente honesta la posición de Unidos Podemos con respecto al Pacto de Estado contra la violencia de género.
Su abstención debería servir para poner en evidencia no su oposición a
las medidas que el resto de grupos han apoyado sino la desconfianza
hacia un instrumento que también en mi opinión deja mucho que desear.
Más allá de las carencias concretas que se pueden detectar en el texto,
muy especialmente la que supone excluir del mismo concepto de
violencias machistas determinadas prácticas que provocan la
subordinación de las mujeres, el mismo concepto de “pacto de Estado” se
presta a una utilización perversa, lo cual, dado el panorama político
que tenemos, no debería resultarnos nada extraño.
Es
evidente que los Estados, cuando se enfrentan a determinados problemas
que son estructurales y que generan consecuencias negativas y hasta
dramáticas para la convivencia, necesitan articular un consenso político
desde el que abordar ciertas cuestiones que, de entrada, deberían estar
al margen del debate partidista. Algo, por otra parte, ciertamente
ilusorio en unas democracias dominadas por partidos que suelen construir
sus discursos y sus legitimidades más sobre la lógica del adversario
que sobre dinámicas cooperativas.
Partiendo de esta obviedad, no es menos cierto que ante
determinadas cuestiones alarmantes desde el punto de vista social (el
terrorismo es el mejor y casi único ejemplo), los partidos políticos han
logrado en nuestro país llegar a un “consenso de mínimos” que, no
obstante, no ha estado desprovisto de polémicas. Ahora bien, cuando nos
enfrentamos a un problema de raíces tan hondas en cualquier sociedad
como es la violencia sobre las mujeres, me temo que los instrumentos que
en otros casos pueden ser eficaces corren mayor riesgo de ser
desdibujados en la práctica.
El peligro de que la
lucha contra las violencias machistas quede desdibujada en un acuerdo
como el firmado hace unos días es tan previsible como lo demuestra el
hecho de que hayamos visto ponerse las medallas a políticos y a
políticas de muy distinto signo, por no hablar de la utilización que del
mismo hizo el mismo Rajoy el día de su declaración como testigo en la
Audiencia Nacional. Es decir, mucho me temo que este aparente “gran
pacto” quede en otro más de los muchos documentos que nuestros
representantes alumbran y cuya eficacia puede ser ciertamente limitada. Y
ello por varios razones. La principal es que firmar un Pacto contra la
violencia de género parte de un presupuesto erróneo: el consenso debería
haber sido no tanto contra dicha violencia sino contra el machismo que
la genera. Y justo esa lucha es de la que menos reflejo encontramos en
el Pacto.
Creo que no haría falta insistir a estas
alturas, como bien lleva siglos analizando el feminismo, en que la causa
de todas las violencias e injusticias que sufren las mujeres es la
pervivencia de una estructura de poder, el patriarcado, que nos sigue
colocando a nosotros en una posición privilegiada y a ellas en un lugar
de subordiscriminación, como bien la califica la profesora Barrère. Por
lo tanto, mientras que no ataquemos a esas raíces del problema,
difícilmente vamos a acabar con la que es sin duda una de las más graves
enfermedades de las democracias. De momento lo único que estamos
haciendo es buscar tratamientos paliativos del dolor, alguna que otra
medicina preventiva, pero no estamos incidiendo en cómo destruir las
células que generan una patología tan dramática.
Además, la efectividad de buena parte de las medidas que se recogen en
un Pacto, en el que por cierto el término machismo aparece en contadas
ocasiones, requieren de un compromiso político mayor que la mera rúbrica
de un documento digno de titulares. Exige, de entrada, un compromiso
presupuestario que continúa siendo a todas luces insuficiente. Y lo es
porque no se trata solo de aplicar presupuesto contra la violencia sino a
favor de la igualdad. Un objetivo que en los últimos años hemos
comprobado como ha sido absolutamente sacudido por las medidas de
austeridad y por los mandatos neoliberales. Hasta que no tengamos claro
que la mejor ley de igualdad, y por lo tanto contra la violencia, es la
de Presupuestos, mucho me temo que seguiremos dando palos de ciego.
Pero es que, además de los recursos materiales y humanos que reclama la
igualdad, y que no serían otros por cierto que los que reclama el
maltrecho Estado Social que proclama el art. 1 CE, difícilmente
cambiaremos las estructuras de poder que generan desigualdad y violencia
mientras que el Estado, las instituciones, los poderes públicos y por
supuesto la sociedad civil no tengamos clara una visión de conjunto que
no puede ser otra que la que el feminismo ha articulado hace ya tiempo.
Es decir, mientras que una agenda feminista, de verdad y no meramente
decorativa, no sea la principal y central del Estado, la desigualdad
seguirá provocando estragos y las mujeres continuarán siendo las más
vulnerables.
Por eso, yo también me habría abstenido
ante un Pacto que, además, puede llevar a que se cortocircuiten las
demandas feministas: qué más queréis, me imagino diciendo a algún
representante. Por todo ello, yo también me habría abstenido y habría
seguido trabajando para que al fin en este país sea posible un Pacto
feminista contra el machismo. Hasta que no lleguemos a ese horizonte,
es más que probable que la igualdad de género continúe siendo la
cenicienta de Estados que se llaman Sociales y democráticos de Derecho.
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