Sara Sefchovich
Según un diario de la capital, el Sistema de Aguas de la ciudad de México “tiene detectados unos 200 mil contribuyentes que presentan retrasos en el pago del suministro del líquido y cuyo adeudo equivale a cerca de mil millones de pesos”.
En una nota en un diario de circulación nacional, se relata que pobladores de un asentamiento irregular en Tizayuca, Hidalgo, desde hace años toman la luz de los postes con diablitos, pero con la llegada de la CFE tras la extinción de Luz y Fuerza del Centro, se ordenó la suspensión del servicio. Esto los enfureció, y entonces cerraron los accesos al centro del municipio y quemaron llantas para exigir la reinstalación de la energía eléctrica. Su argumento es que las mil 500 familias que allí habitan “formaron una comisión que mensualmente colectaba 258 pesos, tomando en cuenta 658 casas y 45 locales que existen en el fraccionamiento, los que luego se depositaron en una cuenta bancaria cuyos fondos desaparecieron”.
Noticias como las anteriores son cosa de todos los días. El nuestro es un país en el que no se gusta pagar por los servicios recibidos. Las personas consideran que porque tienen pocos recursos les asiste el derecho a no pagar impuestos, o a que el Metro y los camiones sean baratísimos, la recolección de basura gratuita y a colgarse de los cables de luz y no pagar el agua.
El poder vertical, autoritario y prepotente que siempre tuvimos nos acostumbró a esperar que el gobierno se ocupe de todo. Y los nuestros parecieron poder cumplir con esas expectativas: paternalistas y benefactores, “organizadores y mediadores”, según Luis Aguilar. El Estado ha sido el que reparte la tierra y regala la casa, fija el precio del maíz y compra las cosechas, subsidia la leche y el transporte colectivo, construye la carretera, el aeropuerto, la clínica y la escuela, la banqueta, el drenaje y el pozo, lleva la electricidad y el agua, el médico y las medicinas, el maestro y los libros de texto y, por si eso no bastara, asume las deudas de los grandes consorcios privados y de las empresas paraestatales y “rescata” desde fundidoras hasta bancos; desde ingenios hasta medios de comunicación.
Por eso es que tanto los ricos como los pobres, en todas las situaciones, sean las de excepción o las de la vida cotidiana, esperan que el gobierno se encargue, y están convencidos de que todo lo debe dar.
Lo de la luz y el agua son ejemplos paradigmáticos: la gente no las quiere pagar porque consideran que “es obligación del gobierno dar este servicio” o “darlo más barato”.
Y como así piensan, actúan en consecuencia. Hace algunos años, mujeres que viven en un predio invadido en Iztapalapa atacaron a los agentes que querían quitar los diablitos, y en Chihuahua, los productores agrícolas detuvieron y raparon a los empleados de la Comisión Federal de Electricidad que fueron a cortar el servicio. Y a esto le llamaron “acciones defensivas” contra “la miope ofensiva de la CFE”. Hace unos días, esta empresa le cortó el servicio a la oficina de aguas de Hermosillo por un adeudo nada menos que de 13 millones de pesos.
Recuerdo hace algunos años, cuando a los trabajadores del Metro les ofrecían alimentos en comedores, con subsidio de 85% sobre el precio, y de todos modos se quejaban porque “la comida no está balanceada”, “nos dan demasiado pollo”, “el agua de fruta está muy dulce”. Y cuando a los empresarios les ofrecían exenciones de impuestos y se quejaban porque “nada más son por cinco años”. ¿No se quejan los habitantes de la capital cuando escuchan que se cobrará peaje en algunas vías de comunicación cuya construcción resulta demasiado costosa porque, según dicen: “Ya bastante cara es la vida hoy día, y todavía tener que pagar...”, y agregan: “Que el gobierno construya lo que se requiera pero todo sin pago”?
Del gobierno se espera que cobre pocos impuestos pero haga muchas obras de beneficio colectivo; que proporcione los servicios muy baratos y, si se puede, mejor gratis. Se espera, como escribió un sicoanalista, que sea “la gran chichi”. Pero los tiempos ya no están para eso y más nos vale entenderlo.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
En una nota en un diario de circulación nacional, se relata que pobladores de un asentamiento irregular en Tizayuca, Hidalgo, desde hace años toman la luz de los postes con diablitos, pero con la llegada de la CFE tras la extinción de Luz y Fuerza del Centro, se ordenó la suspensión del servicio. Esto los enfureció, y entonces cerraron los accesos al centro del municipio y quemaron llantas para exigir la reinstalación de la energía eléctrica. Su argumento es que las mil 500 familias que allí habitan “formaron una comisión que mensualmente colectaba 258 pesos, tomando en cuenta 658 casas y 45 locales que existen en el fraccionamiento, los que luego se depositaron en una cuenta bancaria cuyos fondos desaparecieron”.
Noticias como las anteriores son cosa de todos los días. El nuestro es un país en el que no se gusta pagar por los servicios recibidos. Las personas consideran que porque tienen pocos recursos les asiste el derecho a no pagar impuestos, o a que el Metro y los camiones sean baratísimos, la recolección de basura gratuita y a colgarse de los cables de luz y no pagar el agua.
El poder vertical, autoritario y prepotente que siempre tuvimos nos acostumbró a esperar que el gobierno se ocupe de todo. Y los nuestros parecieron poder cumplir con esas expectativas: paternalistas y benefactores, “organizadores y mediadores”, según Luis Aguilar. El Estado ha sido el que reparte la tierra y regala la casa, fija el precio del maíz y compra las cosechas, subsidia la leche y el transporte colectivo, construye la carretera, el aeropuerto, la clínica y la escuela, la banqueta, el drenaje y el pozo, lleva la electricidad y el agua, el médico y las medicinas, el maestro y los libros de texto y, por si eso no bastara, asume las deudas de los grandes consorcios privados y de las empresas paraestatales y “rescata” desde fundidoras hasta bancos; desde ingenios hasta medios de comunicación.
Por eso es que tanto los ricos como los pobres, en todas las situaciones, sean las de excepción o las de la vida cotidiana, esperan que el gobierno se encargue, y están convencidos de que todo lo debe dar.
Lo de la luz y el agua son ejemplos paradigmáticos: la gente no las quiere pagar porque consideran que “es obligación del gobierno dar este servicio” o “darlo más barato”.
Y como así piensan, actúan en consecuencia. Hace algunos años, mujeres que viven en un predio invadido en Iztapalapa atacaron a los agentes que querían quitar los diablitos, y en Chihuahua, los productores agrícolas detuvieron y raparon a los empleados de la Comisión Federal de Electricidad que fueron a cortar el servicio. Y a esto le llamaron “acciones defensivas” contra “la miope ofensiva de la CFE”. Hace unos días, esta empresa le cortó el servicio a la oficina de aguas de Hermosillo por un adeudo nada menos que de 13 millones de pesos.
Recuerdo hace algunos años, cuando a los trabajadores del Metro les ofrecían alimentos en comedores, con subsidio de 85% sobre el precio, y de todos modos se quejaban porque “la comida no está balanceada”, “nos dan demasiado pollo”, “el agua de fruta está muy dulce”. Y cuando a los empresarios les ofrecían exenciones de impuestos y se quejaban porque “nada más son por cinco años”. ¿No se quejan los habitantes de la capital cuando escuchan que se cobrará peaje en algunas vías de comunicación cuya construcción resulta demasiado costosa porque, según dicen: “Ya bastante cara es la vida hoy día, y todavía tener que pagar...”, y agregan: “Que el gobierno construya lo que se requiera pero todo sin pago”?
Del gobierno se espera que cobre pocos impuestos pero haga muchas obras de beneficio colectivo; que proporcione los servicios muy baratos y, si se puede, mejor gratis. Se espera, como escribió un sicoanalista, que sea “la gran chichi”. Pero los tiempos ya no están para eso y más nos vale entenderlo.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
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