11/05/2013

Los más vulnerables



Pedro Miguel

Al menos la mitad de los presos del país son inocentes: acusados sin pruebas, purgan los delitos de otros, dice Alberto Patishtán. Él, con su historia de más de 13 años de imputaciones en falso, fallos aberrantes y maltrato carcelario, sabe de lo que habla. El profesor tzotzil hace referencia a la violación sistemática y estructural a las leyes y los procedimientos que se comete en los vericuetos del sistema penal. A los culpables fabricados como Patishtán hay que agregar la muy diversa porción de quienes están en la cárcel como consecuencia de leyes injustas o estúpidas: el que robó un pan, la mujer que abortó, el adolescente que se daba un toque de mariguana.

Ni los inocentes ni los procesados por, o técnicamente culpables de, delitos que no debieran ser tales tienen en común su condición de reclusos y conforman el sector más vulnerable de la población nacional; más que las mujeres, más que los indígenas, más que los discapacitados, más que los migrantes, más que los niños explotados y en situación de calle, más que los desnutridos. Esos grupos, a diferencia de la población carcelaria, pueden generar empatía y a partir de ahí crear vínculos de solidaridad y de acción para transformar su circunstancia. Sin afán de ignorar los pavorosos rezagos civilizatorios que aún ostentamos, es claro que en décadas recientes se ha trabajado mucho y se ha avanzado no poco para enfrentar la misoginia, el racismo, la homofobia, la exclusión y la discriminación en general.

Con los presos es distinto: la gran mayoría de la sociedad libre asume en automático que son culpables –aunque se encuentren sujetos a proceso, aunque sean inocentes o aunque, en el peor de los casos, sean culpables de ser producto de la propia sociedad–, odiosos y peligrosos. Con semejantes prejuicios, la reinserción social se vuelve de antemano impracticable para la mayoría de quienes han tenido el infortunio de ser carne de presidio. Así fuera sólo por eso, la cárcel es una fábrica de antisociales. Castigados en muchos casos no por delitos cometidos sino por condición social, apariencia, cultura y/o falta e recursos, quienes van a la cárcel en esas circunstancias se ven obligados a entrar en contacto, en la peor de las formas posibles, con la delincuencia organizada, reina y señora de los reclusorios, y presionados a adherirse a ella para efectos de sobrevivencia. Se puede resistir cuando se tiene la madera de Alberto Patishtán, pero de todos modos eso no suele corregir el atropello y la injusticia, y ni siquiera redimir, a ojos de la sociedad, al presidiario.

Percepciones y prejuicios desembocan en la creación de circunstancias de exterminio: está bien invertir en escuelas, hospitales, asilos, carreteras, cultura y deporte, pero a quién se le ocurriría destinar recursos económicos en un mínimo bienestar para la población carcelaria, y no se diga en su rehabilitación. Si el calderonato promovió la construcción masiva de reclusorios ello no fue con propósitos de justicia o readaptación, sino expresión de una mentalidad autoritaria según la cual el combate a la delincuencia pasa por tener muchas cárceles y a mucha gente en ellas; y, acaso también, porque los contratos de obras y servicios públicos son buen negocio para cierta clase de gobernantes: dejan un gran margen para cobrar comisiones ilegales.

Por último: el hecho de que una buena parte de la población carcelaria del país se encuentre atrapada en una injusticia estructural y (casi) sin esperanza tiene como correlato la libertad y la impunidad de innumerables delincuentes que han asesinado, secuestrado, violado, robado, defraudado, traicionado o saqueado las arcas públicas, pero que forman parte de la vieja y espesa red de complicidades tejida a lo largo de los sexenios en torno al poder político y empresarial. Esos no pisan la cárcel nunca o, cuando la presión social obliga al régimen a encerrarlos, gozan en ella de condiciones de privilegio y se suele liberarlos mediante subterfugios y fallos judiciales nocturnos y furtivos.

Pero las deformaciones policiales, judiciales y penales son sólo parte y reflejo de un poder público acanallado, corrompido y desvirtuado que es urgente transformar.
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