Carlos Bonfil
Entre
los festivales de cine que proliferan hoy en México, el Baja
International Film Festival planteó, en su segunda edición el mes
pasado en Los Cabos, Baja California, una propuesta diferente: servir
de plataforma atractiva para un intercambio comercial y artístico entre
las cinematografías canadiense, mexicana y estadounidense. La novedad
en el asunto es que los tres países, miembros firmantes del Tratado de
Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), evidenciaron no el
desequilibrio existente entre sus respectivas producciones comerciales,
sino los puntos de contacto y similitudes entre producciones de corte
independiente de los tres países, realizadas por cineastas a menudo
jóvenes, sin grandes oportunidades de una distribución internacional.
El video promocional del festival, cuyo lema era
Vengan a ver qué hacen nuestros vecinos, fue sugerente y atractivo, pero dada la actualidad política del gran espionaje Big Brother al mundo entero, resultó algo irónico. La intención de los organizadores fue sin duda muy distinta, pero la ironía no pasó desapercibida.
Títulos mexicanos recientes (el documental Bering: equilibrio y resistencia, de Lourdes Grobet, o cintas de ficción, como Los insólitos peces gato, de Claudia Sainte-Luce; La vida después, de David Pablos; LuTo, de Katina Medina Mora; Filosofía natural del amor, de Sebastián Hiriart; Cumbres, de Gabriel Nuncio, o Las horas muertas,
de Aarón Fernández), tuvieron una presencia vigorosa al lado de
producciones canadienses y estadunidenses de calidad, que posiblemente
no llegarán a nuestra cartelera comercial, pero cuya importancia es
preciso consignar para su deseable distribución en los circuitos
culturales (Tom en la granja, de Xavier Dolan; The Dirties, de Matthew Johnson, y ¿Quién es Dayani Cristal?,
de Marc Silver, entre los ocho títulos seleccionados para la
competencia oficial). Los 12 títulos nacionales presentados en la
sección Primero México y en el Work in progress (cintas recientes en
etapa de post-producción), tendrán sin duda su exhibición en el FICUNAM
o Ambulante o en esas plataformas de estreno y promoción continua del
nuevo cine mexicano, que por fortuna siguen siendo la Cineteca Nacional
y la Filmoteca de la UNAM.
Importa señalar la importancia de difundir los cines canadiense y
estadunidense de bajo perfil comercial que aún no cuentan en México con
las rituales semanas de difusión que sí tienen cada año el cine
nórdico, el francés y el alemán en la cartelera cultural. Un caso
particular entre los cineastas norteamericanos aún desconocidos aquí
debido a esas lagunas de exhibición, es el del muy joven y brillante
cineasta quebequense Xavier Dolan, quien cuenta ya con cuatro películas
notables (Los amores imaginarios, Yo maté a mi madre, Lawrence anyways y Tom en la granja),
cuyo trabajo sigue inédito en México, fuera del video de distribución
informal. Los Cabos tuvo el acierto de presentar su cinta más reciente
al lado de otras obras igualmente novedosas, como la mencionada The Dirties, de Matthew Johnson o la premiada en dicho festival, Sarah prefiere la carrera, de Chloé Robichaud.
De
esa manera, el Festival Internacional de Cine de Los Cabos (nombre
oficial que adoptará a partir del próximo año) ha cumplido en su
segunda edición con el propósito de ser una ventana para el quehacer
independiente de los tres países, y de presentarse, en su calidad de
actividad todavía pequeña y de corta duración (apenas cuatro días) con
un perfil discreto y eficaz, sin desmesura improvisada ni glamur
ostentoso. Este festival toma, por ejemplo, el ritual de la alfombra
roja como un trámite necesario e ineludible, pero de ningún modo como
vocación primera o seña de identidad. Ese tipo de perfil es finalmente
algo que la cinefilia agradece y que por supuesto la televisión deplora.
Tiene razón el colega Luis Tovar, del suplemento La Jornada Semanal,
cuando sugiere que un festival como el de Los Cabos debiera también
servir como foro de discusión sobre cuestiones tan urgentes como la
revisión de las cláusulas del TLCAN que han sido lesivas para el
desarrollo cabal de un cine mexicano competitivo. Es precisamente en
este momento en que el cine nacional afianza su prestigio a escala
internacional, conquistando al público al que originalmente va dirigido
e incrementando el número anual de sus producciones, cuando parece
ineludible retomar la discusión sobre los efectos del tratado
comercial, tal como existe ahora, para promover mejor un cine nacional
de calidad. En la medida en que cada festival en el país aporte su
contribución en ese debate necesario y haga evidentes los problemas de
distribución y exhibición que enfrentan en México las películas de
calidad, se podrán conquistar públicos más amplios para el buen cine.
El Festival Internacional de Cine de Los Cabos supone al respecto una
oportunidad significativa.
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