Maciek Wisniewski*
Amenudo antes de las elecciones –como las recientes en Chile o las próximas en Honduras– se escucha que
mejor votar por las mujeres, ya que éstas son más
sensibles y responsablesque los hombres, defenderán mejor los derechos de sus compañeras, e incluso que por la condición de su género –objeto de la discriminación–
son más progresistas por naturaleza.
La
izquierda de buenos deseoso
culturalque produce este tipo de pensamiento suele argumentar también que
bastaría darles el poder a las mujerespara acabar de una vez con el patriarcado, el machismo, la depredación de la naturaleza, las guerras o con el capitalismo (¡sic!), argumento que ignora las relaciones de poder e intereses reales, o se contradice cuando, por ejemplo, bajo el lema de
solidaridad con las mujeres afganasse suma a las guerras imperiales.
Aunque todo esto surge de una buena intención de oponerse a la dominación masculina, acaba en un cul de sac de la creencia que
ser mujer es hacer mejor políticao que
las mujeres son mejores, simple inversión del machismo y visión equivocada que bien refuta por ejemplo Sara Sefchovich en ¿Son mejores las mujeres? (Paidós, 2011), subrayando que éstas no poseen virtudes particulares, que lo que cuenta en la política son las capacidades, no el género, y que la historia abunda en mujeres-dirigentes que perjudicaban la emancipación femenina y reproducían los esquemas represivos.
Igual que no toda mujer es un buen político, no todo el activismo
femenino es bueno: en Chile fueron las mujeres quienes abrieron el
camino al golpe y Lucía Hiriart de Pinochet era más feroz que su
marido, no hizo nada para parar las atrocidades y fortaleció la agenda
patriarcal de la dictadura. En la política lo que hace la diferencia no
es el género, sino la formación y la conciencia de clase.
Sandra Russo, escribiendo sobre la violencia de género, apunta que la política no es un
lugar indicadopara el cuerpo femenino, que resulta incómodo tanto en el poder como en la microfísica de lo cotidiano ( Página/12, 5/10/13). Sin embargo –usando el mismo lenguaje biopolítico–, el solo hecho de colocarlo allí (al elegir por ejemplo a una presidenta) no basta para cambiar las relaciones de poder. Lo que importa es cómo esté configurada la geometría política: a favor de los arriba o los de abajo.
En Estados Unidos las mujeres son operadoras del complejo militar-industrial igual de eficientes que los varones (tanto las
mujeres fálicas: Condoleezza Rice o Hillary Clinton, como Sarah Palin). Christine Lagarde es tan neoliberal como otros jefes del FMI y Angela Merkel es igualmente feroz en su austeridad (incluso su engañosa imagen de Mutti disfraza su impacto).
Del otro lado, en Argentina suceden cosas progresistas no porque
Cristina Fernández sea mujer sino porque en su gobierno confluyeron
demandas de diferentes sectores altamente politizados. En Honduras
Xiomara Castro es una esperanza no por ser mujer sino por dar cabida a
las exigencias transformadoras de movimientos sociales. Dilma Rousseff
es una gran estadista, pero no más progresista que Lula.
La
más obvia prueba de que lo que cuenta no es el género, sino el proyecto
político, es Chile, donde en la segunda vuelta se medirán la socialista
Michelle Bachelet y la pinochetista Evelyn Matthei. Dos mujeres, dos
mundos opuestos.
Si gana Bachelet, seguro habrá avances en lo cultural: la ex
presidenta (2006-2010) y ex jefa de la ONU-Mujer promete impulsar una
ley de cuotas de equidad, el aborto terapéutico y los matrimonios
igualitarios. No sería poco en un país tan conservador que apenas en
2004 legalizó el divorcio y prohíbe cualquier aborto, pero los
verdaderos problemas no están allí.
Aunque hoy Bachelet promete eliminar los vestigios del pinochetismo
(la Constitución, el sistema binominal), antes no hizo nada al respeto.
Tampoco cuestionó el viejo modelo productivo basado en los
infrasalarios y en la legislación laboral represiva. Ahora es poco
probable que toque el patrón de acumulación, y habrá que ver en qué
medida reformará los pilares del capitalismo chileno –el sistema de
educación, salud y previsión–, donde se concentra la lucha de clases.
Si garantizara, por ejemplo, la educación gratuita no será por ser
mujer progresista, sino por la presión social. Pero incluso en un caso tan injusto como el sistema privado de pensiones –que de hecho también discrimina a las mujeres– apenas propone creación de una AFP estatal, sin tocar el modelo.
Frente a su programa lleno de vaguedades la propuesta más avanzada
fue de un hombre (Marcel Claude), aunque la candidatura más subversiva
fue de Roxana Miranda, líder popular de organización de vecinos, que no
por ser mujer, sino por ser una mujer pobre que aspiraba al poder
para que el pueblo mande, fue objeto de violencia simbólica: el mainstream criticaba
su falta de preparacióny redujo a esta
pobre nanaal nivel biológico, indagando por ejemplo su vida íntima, algo inimaginable con otras candidatas.
Hace más de 40 años, igual que hoy la
izquierda cultural, la Unidad Popular creía ingenuamente que las
mujeres eran mejoresy que su activismo
naturalmenteera parte de la lucha por el socialismo, con lo que falló en politizar a este sector, dejándolo en manos de la derecha.
Así, la izquierda no debería descuidar el tema de género, pero tampoco atribuirle el valor que no tiene. Roxana Miranda resultó
peligrosapara el círculo cerrado de poder –al que tienen acceso
doña Michelley
doña Evelyn, hijas rubias de generales, pero ya no una morenita, hija de un obrero– no por ser mujer, sino por su conciencia y posición ideológica de una excluida del
milagro chileno.
La condición necesaria para la emancipación de los de abajo –como
bien apunta en este contexto Luis Martín-Cabrera– no es el género (o
votar por una mujer), sino la descolonización del imaginario político
en todos aspectos: género, raza, sexualidad, y en lo económico (Rebelión, 16/11/13). Una observación válida más allá de Chile.
* Periodista polaco
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