Cambio de Michoacán
El
cierre del año 2013 fue ciertamente dramático; no, ciertamente, porque
el país haya roto con tabúes y rémoras del pasado, como lo plantea el
discurso oficial, ni porque ahora sí estemos en la antesala del
progreso económico a través de masivas inversiones, generación de
empleos, crecimiento y mejores salarios. Lo ha sido porque el inicio
del 2014 nos coloca, efectivamente y al parecer de manera definitiva en
otra nación, muy distinta de la que teníamos hace un año, no se diga
hace un sexenio.
El año que apenas ha terminado pasará seguramente
a la historia no sólo como el de las grandes reformas que la
tecnoburocracia y la derecha gustan de llamar estructurales,
sino como el de la cancelación de dos ciclos nunca concluidos: el del
proyecto constitucional de 1917, nunca cumplido a cabalidad, y el de la
frustrada transición democrática que se anunciaba desde finales de los
años ochenta y en los noventa del pasado siglo. Ambos proyectos yacen
hoy relegados y totalmente ausentes de nuestra nueva realidad.
No son hechos nuevos sino la culminación de largos procesos de reversión que, en uno de los casos, el del fin del constitucionalismo contemporáneo mexicano, tiene al menos treinta años; y en el otro, el de la frustración de la nunca alcanzada democracia, se inició paradójicamente hace unos ocho o nueve, cuando la alternancia partidaria en el gobierno parecía orientada a prolongar la senda hasta entonces recorrida en materia de apertura electoral y participación ciudadana.
El proyecto nacional perfilado en 1917, como se sabe, implicaba priorizar ante todo la búsqueda de la justicia social por medio de la responsabilidad del Estado en aspectos como soberanía económica, educación, reforma agraria, tutela a los derechos de los trabajadores asalariados y restricciones políticas a la influencia eclesiástica. En muchos sentidos, tales metas nunca se cumplieron a cabalidad. Nuestro país no fue a la postre menos dependiente económicamente del capital externo que lo que había sido durante el porfiriato; las metas educativas han estado siempre muy lejos de ser cumplidas en cobertura y calidad, como es hoy evidente al retraerse en realidad la responsabilidad del Estado en esa materia; las limitadas acciones agrarias no impidieron la concentración de la riqueza agrícola, el neolatifundismo ni el empobrecimiento extremo de grandes grupos campesinos; los derechos establecidos en el 123 en materia de salario, seguridad social, acceso a vivienda digna, reparto de utilidades, sindicalización, huelga, etc., quedaron muchas veces en el papel en tanto que la realidad laboral era muy otra; y la despolitización del clero fue, desde los acuerdos Estado-Iglesia de 1929 que pusieron fin al movimiento cristero, una simulación que nunca impidió la participación religiosa en la educación, por ejemplo.
A partir de los ochenta, sobre todo de 1988, sin embargo, no se trató sólo del incumplimiento de tales metas sino de la renuncia de los sucesivos gobiernos a las mismas. Las reformas constitucionales de Carlos Salinas de Gortari cancelaron el reparto agrario e iniciaron el desmantelamiento del ejido en aras de la privatización de la tierra, y devolvieron al clero personalidad jurídica y derechos políticos; y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte fue la abdicación oficial de la protección a los sectores productivos nacionales. Los procesos de privatización de empresas públicas y sectores económicos, así como de desregulación económica, prolongados y profundizados en cada gobierno desde entonces, dieron como resultado un Estado cada vez más débil frente a otros poderes acrecentados, externos e internos, formales e informales. Las reformas de 2012 y 2013 completaron el desmantelamiento del proyecto constitucional en sus espíritu y su letra: acabaron con el papel tutelar del Estado sobre los derechos laborales, rompieron la alianza histórica del mismo con los maestros, es decir con sus agentes en el proceso educativo, abrieron al capital externo la posibilidad de controlar el cien por ciento del capital en nuevas empresas de telecomunicaciones y, al revertir tanto la nacionalización de la industria petrolera realizada en 1938 como el monopolio estatal sobre los recursos del subsuelo y el espíritu nacionalista de 1917, han acabado con el último resquicio que de ese proyecto se conservaba: el control público sobre los hidrocarburos. No son un paso hacia la modernidad sino un salto al pasado que perpetuará a México como un país maquilador y exportador de petróleo (exactamente como lo era en el porfiriato y volvió a serlo desde fines de los años setenta, pero esta vez ya en manos de las poderosas empresas transnacionales), y no como productor de derivados.
Pero la reciente andanada de reformas también ha finiquitado las esperanzas de contar con un régimen democrático en este país. Como queda dicho más arriba, esas esperanzas comenzaron a ser malogradas desde que Vicente Fox ―el mayor beneficiario de la trabajosamente iniciada transición― decidió “cargar los dados” para impedir que Andrés Manuel López Obrador llegara a la presidencia de la República. Primero con el fallido desafuero de 2005, y luego con la en muchos sentidos fraudulenta elección de 2006, la expectativa democrática comenzó a naufragar. En 2012, la compra de la presidencia por el priismo, tolerada por las autoridades que arbitraron y las que calificaron el proceso electoral, canceló las esperanzas en que dicha transición llegara a buen puerto por la vía del sufragio. La derrama de dinero, pese a las prevenciones tomadas en la ley al respecto desde 2007, siguió siendo el factor decisivo de la contienda electoral.
Ahora, el proceso legislativo con el que se sacó adelante la reciente reforma para la desnacionalización energética representó un quiebre radical de la democracia representativa, una fractura de la noción misma de representación. Senadores, diputados y legislaturas locales se han ufanado de la velocidad con la que sacaron adelante en desaseado procedimiento las reformas conforme a las instrucciones del presidente Peña Nieto, a pesar no sólo de las argumentaciones en contra vertidas en tribuna por los legisladores opositores a la entrega de los recursos petroleros, sino de los sondeos que la presentaban como una reforma antipopular y de las movilizaciones masivas realizadas por el lopezobradorismo y el PRD en la ciudad de México y en otros lugares de la República. Esa misma ruptura se anunciaba dese la mal llamada reforma educativa, que marginó por completo las opiniones del magisterio expresadas en foros organizados no por el Congreso ni por la SEP sino por la Secretaría de Gobernación, y también a contrapelo de las movilizaciones de la CNTE y de varios otros sectores magisteriales, y se ratificó luego en la reforma fiscal, que vendrá a afectar de manera grave a partir de este año a distintos sectores de la economía nacional, así como en la reforma electoral.
El Partido Acción Nacional había puesto sobre la mesa la condición de que con anterioridad a la reforma energética se aprobara la reforma político-electoral. Ésta resultó un fiasco centrado en la propuesta panista de transformar al IFE en un Instituto Nacional Electoral y en la reelección de diputados y senadores, pero que omitió incluir o reglamentar los aspectos de mayor interés para los ciudadanos, como la revocación del mandato ―la cual es, y no la reelección legislativa inmediata, el verdadero instrumento de control de los electores sobre sus representantes― y la consulta popular.
La transición democrática desembocó en la restauración del viejo régimen de partido de Estado y aun del desprestigiado presidencialismo, la cual operó desde la firma del Pacto por México hace trece meses convirtiendo a las otras dos agrupaciones políticas fuertes, el PRD y el PAN, en partidos de colaboración, a los cuales se sumaron de manera natural el PVEM y Nueva Alianza para conformar un fuerte bloque legislativo que, con algunas disidencias en las reformas fiscal y energética, sacó adelante los proyectos de Peña Nieto y el PRI. El Pacto anuló la lánguida autonomía del poder Legislativo y convirtió a la representación popular en una caricatura de democracia. Los procesos legislativos del último año lo corroboraron. Las argucias legislativas del panismo, el priismo y sus aliados para impedir que la reforma energética pueda ser sometida a consulta ni ahora ni en el 2015 lo sellaron.
A un cuarto de siglo de que arrancara la búsqueda de la democracia, estamos muy lejos de haberla alcanzado, y aun la institución que en su momento compendió a la transición, el IFE, vaga hoy sin rumbo ni destino, convertido en mero juguete y prenda de negociación entre las fracciones parlamentarias. El país, sin proyecto social ni oportunidad democrática, mira en medio del desánimo y la impotencia cómo le son arrebatados impunemente derechos ya conquistados, y expropiado su futuro. Sin embargo, a través de diversas formas, empiezan grupos sociales varios a organizarse contra la reversión de sus aspiraciones históricas y a expresarse de manera autónoma frente a un sistema que no les es funcional. La perseverancia del zapatismo en su región de origen a veinte años de su levantamiento insurreccional, la conformación de policías comunitarias y grupos de autodefensa en Guerrero, Michoacán y otros Estados, la resistencia activa de las comunidades de muchas regiones contra la depredación ambiental y cultural de las todopoderosas empresas mineras, la persistencia de los pueblos indígenas en la reivindicación de sus territorios, sus culturas y sus derechos colectivos, la movilización magisterial sin ocaso y el surgimiento de nuevos brotes de organización social contra las propias reformas estructurales y las expresiones del autoritarismo político, anuncian sin embargo que el divorcio Estado-sociedad enrutará a ésta en el próximo periodo por nuevos derroteros que la propia sociedad irá construyendo.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
No son hechos nuevos sino la culminación de largos procesos de reversión que, en uno de los casos, el del fin del constitucionalismo contemporáneo mexicano, tiene al menos treinta años; y en el otro, el de la frustración de la nunca alcanzada democracia, se inició paradójicamente hace unos ocho o nueve, cuando la alternancia partidaria en el gobierno parecía orientada a prolongar la senda hasta entonces recorrida en materia de apertura electoral y participación ciudadana.
El proyecto nacional perfilado en 1917, como se sabe, implicaba priorizar ante todo la búsqueda de la justicia social por medio de la responsabilidad del Estado en aspectos como soberanía económica, educación, reforma agraria, tutela a los derechos de los trabajadores asalariados y restricciones políticas a la influencia eclesiástica. En muchos sentidos, tales metas nunca se cumplieron a cabalidad. Nuestro país no fue a la postre menos dependiente económicamente del capital externo que lo que había sido durante el porfiriato; las metas educativas han estado siempre muy lejos de ser cumplidas en cobertura y calidad, como es hoy evidente al retraerse en realidad la responsabilidad del Estado en esa materia; las limitadas acciones agrarias no impidieron la concentración de la riqueza agrícola, el neolatifundismo ni el empobrecimiento extremo de grandes grupos campesinos; los derechos establecidos en el 123 en materia de salario, seguridad social, acceso a vivienda digna, reparto de utilidades, sindicalización, huelga, etc., quedaron muchas veces en el papel en tanto que la realidad laboral era muy otra; y la despolitización del clero fue, desde los acuerdos Estado-Iglesia de 1929 que pusieron fin al movimiento cristero, una simulación que nunca impidió la participación religiosa en la educación, por ejemplo.
A partir de los ochenta, sobre todo de 1988, sin embargo, no se trató sólo del incumplimiento de tales metas sino de la renuncia de los sucesivos gobiernos a las mismas. Las reformas constitucionales de Carlos Salinas de Gortari cancelaron el reparto agrario e iniciaron el desmantelamiento del ejido en aras de la privatización de la tierra, y devolvieron al clero personalidad jurídica y derechos políticos; y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte fue la abdicación oficial de la protección a los sectores productivos nacionales. Los procesos de privatización de empresas públicas y sectores económicos, así como de desregulación económica, prolongados y profundizados en cada gobierno desde entonces, dieron como resultado un Estado cada vez más débil frente a otros poderes acrecentados, externos e internos, formales e informales. Las reformas de 2012 y 2013 completaron el desmantelamiento del proyecto constitucional en sus espíritu y su letra: acabaron con el papel tutelar del Estado sobre los derechos laborales, rompieron la alianza histórica del mismo con los maestros, es decir con sus agentes en el proceso educativo, abrieron al capital externo la posibilidad de controlar el cien por ciento del capital en nuevas empresas de telecomunicaciones y, al revertir tanto la nacionalización de la industria petrolera realizada en 1938 como el monopolio estatal sobre los recursos del subsuelo y el espíritu nacionalista de 1917, han acabado con el último resquicio que de ese proyecto se conservaba: el control público sobre los hidrocarburos. No son un paso hacia la modernidad sino un salto al pasado que perpetuará a México como un país maquilador y exportador de petróleo (exactamente como lo era en el porfiriato y volvió a serlo desde fines de los años setenta, pero esta vez ya en manos de las poderosas empresas transnacionales), y no como productor de derivados.
Pero la reciente andanada de reformas también ha finiquitado las esperanzas de contar con un régimen democrático en este país. Como queda dicho más arriba, esas esperanzas comenzaron a ser malogradas desde que Vicente Fox ―el mayor beneficiario de la trabajosamente iniciada transición― decidió “cargar los dados” para impedir que Andrés Manuel López Obrador llegara a la presidencia de la República. Primero con el fallido desafuero de 2005, y luego con la en muchos sentidos fraudulenta elección de 2006, la expectativa democrática comenzó a naufragar. En 2012, la compra de la presidencia por el priismo, tolerada por las autoridades que arbitraron y las que calificaron el proceso electoral, canceló las esperanzas en que dicha transición llegara a buen puerto por la vía del sufragio. La derrama de dinero, pese a las prevenciones tomadas en la ley al respecto desde 2007, siguió siendo el factor decisivo de la contienda electoral.
Ahora, el proceso legislativo con el que se sacó adelante la reciente reforma para la desnacionalización energética representó un quiebre radical de la democracia representativa, una fractura de la noción misma de representación. Senadores, diputados y legislaturas locales se han ufanado de la velocidad con la que sacaron adelante en desaseado procedimiento las reformas conforme a las instrucciones del presidente Peña Nieto, a pesar no sólo de las argumentaciones en contra vertidas en tribuna por los legisladores opositores a la entrega de los recursos petroleros, sino de los sondeos que la presentaban como una reforma antipopular y de las movilizaciones masivas realizadas por el lopezobradorismo y el PRD en la ciudad de México y en otros lugares de la República. Esa misma ruptura se anunciaba dese la mal llamada reforma educativa, que marginó por completo las opiniones del magisterio expresadas en foros organizados no por el Congreso ni por la SEP sino por la Secretaría de Gobernación, y también a contrapelo de las movilizaciones de la CNTE y de varios otros sectores magisteriales, y se ratificó luego en la reforma fiscal, que vendrá a afectar de manera grave a partir de este año a distintos sectores de la economía nacional, así como en la reforma electoral.
El Partido Acción Nacional había puesto sobre la mesa la condición de que con anterioridad a la reforma energética se aprobara la reforma político-electoral. Ésta resultó un fiasco centrado en la propuesta panista de transformar al IFE en un Instituto Nacional Electoral y en la reelección de diputados y senadores, pero que omitió incluir o reglamentar los aspectos de mayor interés para los ciudadanos, como la revocación del mandato ―la cual es, y no la reelección legislativa inmediata, el verdadero instrumento de control de los electores sobre sus representantes― y la consulta popular.
La transición democrática desembocó en la restauración del viejo régimen de partido de Estado y aun del desprestigiado presidencialismo, la cual operó desde la firma del Pacto por México hace trece meses convirtiendo a las otras dos agrupaciones políticas fuertes, el PRD y el PAN, en partidos de colaboración, a los cuales se sumaron de manera natural el PVEM y Nueva Alianza para conformar un fuerte bloque legislativo que, con algunas disidencias en las reformas fiscal y energética, sacó adelante los proyectos de Peña Nieto y el PRI. El Pacto anuló la lánguida autonomía del poder Legislativo y convirtió a la representación popular en una caricatura de democracia. Los procesos legislativos del último año lo corroboraron. Las argucias legislativas del panismo, el priismo y sus aliados para impedir que la reforma energética pueda ser sometida a consulta ni ahora ni en el 2015 lo sellaron.
A un cuarto de siglo de que arrancara la búsqueda de la democracia, estamos muy lejos de haberla alcanzado, y aun la institución que en su momento compendió a la transición, el IFE, vaga hoy sin rumbo ni destino, convertido en mero juguete y prenda de negociación entre las fracciones parlamentarias. El país, sin proyecto social ni oportunidad democrática, mira en medio del desánimo y la impotencia cómo le son arrebatados impunemente derechos ya conquistados, y expropiado su futuro. Sin embargo, a través de diversas formas, empiezan grupos sociales varios a organizarse contra la reversión de sus aspiraciones históricas y a expresarse de manera autónoma frente a un sistema que no les es funcional. La perseverancia del zapatismo en su región de origen a veinte años de su levantamiento insurreccional, la conformación de policías comunitarias y grupos de autodefensa en Guerrero, Michoacán y otros Estados, la resistencia activa de las comunidades de muchas regiones contra la depredación ambiental y cultural de las todopoderosas empresas mineras, la persistencia de los pueblos indígenas en la reivindicación de sus territorios, sus culturas y sus derechos colectivos, la movilización magisterial sin ocaso y el surgimiento de nuevos brotes de organización social contra las propias reformas estructurales y las expresiones del autoritarismo político, anuncian sin embargo que el divorcio Estado-sociedad enrutará a ésta en el próximo periodo por nuevos derroteros que la propia sociedad irá construyendo.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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